Vivir a la gresca,
con un enemigo al que combatir, es una de las tácticas más exitosas en
política. Crea un enemigo y tendrás una causa contra la que luchar. Y si ello
arrastra a miles o millones de personas, se habrá alcanzado el éxito
pretendido. Una artimaña así empleó el fascismo en el primer tercio del siglo
XX, y ganó el poder y mancilló a millones de ciudadanos que no eran de los
suyos. Las historias personales nunca contaron en la ofuscada sinrazón de la
barbarie.
Stefan Zweig, en El mundo de ayer,
abominaba del nacionalismo, decía que aun habiendo visto las grandes ideologías
de masas: fascismo, nacionalsocialismo o bolchevismo, consideraba a aquel la peor
de todas las pestes “que envenena la flor de nuestra cultura europea”. Yo no he
vivido tanto como Zweig, pero con mis casi dos décadas de franquismo tengo
suficiente. Y como historiador, he navegado tanto por las entrañas del siglo XX,
que le comprendo. El nacionalismo es capaz de arramblar con todo lo que se le cruce
en su camino. Hoy lo observamos tocado por una impronta ultraderechista,
insolidaria y segregadora del otro. Hasta hace no tanto EE UU era el paradigma,
aunque queda un rescoldo muy peligroso. En Europa lo encontramos instalado en
los partidos de derechas, acechante para cuando pueda dar el zarpazo.
En España vivimos dentro
del fuego cruzado entre dos nacionalismos: el catalán y el españolista. A cual
más intransigente, sectario y no dispuesto a ceder con quien no comulgue con
sus ideas. Políticamente, hasta el momento les está siendo rentable. A ninguno
de los dos les importa la convivencia, los dos pretenden el dominio del otro,
ignorando las historias personales de los que no les secundan.
Los indultados independentistas
catalanes, nada más salir de la cárcel, no tardaron en alardear que sus obsesivas
pretensiones no iban a desaparecer. Que lo piensen y lo digan no es malo, que
lo ejecuten, sí. Su relato, similar al esgrimido por ETA: el Estado opresor que
les hace víctimas de la represión. Se les olvida condenar la corrupción de la
Generalitat durante tantos años. Y no se acuerdan de los millones de catalanes,
de izquierdas y de derechas, que no comparten sus ofuscados delirios, a los que
llaman fascistas. El nacionalismo tiene eso, una visión egoísta de la vida, que para ETA se defendía con
las armas, y que el catalán, cuando le ha interesado, lo ha hecho con la
movilización de sus violentos comandos CDR.
El nacionalismo
españolista, por su parte, anda soliviantado con los indultos. No aceptan que se
hable de independencia en el Congreso, allí donde cada cual espeta con libertad
sus mentiras o medias verdades. Se opone a los indultos, una medida
constitucional, prefiriendo la venganza a la justicia. A los empresarios y la
Conferencia Episcopal se les ocurrió pronunciarse a favor de los indultos,
pronto Casado y Aznar no tardaron en decir que lo que decían no contaba, incluso
el ex presidente ronroneó: "Son días para apuntar y no olvidar". Lo dijo no porque los obispos se metan en política, sino
porque nadie puede opinar diferente a su engreída visión. Bien haría el señor
Aznar, ya que condena el ‘golpe de Estado’ de aquel primero de octubre de 2017,
hacer lo mismo con aquel otro perpetrado en el 36 contra la República y, de
camino, condenar la corrupción del PP, de la que dice no saber nada. Aquel
nacionalismo españolista del 36 que aún conserva sus adeptos, y que asesinó o
llevó al exilio a cientos de miles de españoles, entre ellos, la élite cultural
española.
La democracia se fortalece con justicia,
la revancha la debilita. Las revanchas son tácticas de regímenes autoritarios y
segregacionistas. En el 78 hubo concordia entre unos extremos políticos
inimaginables, así pudo arrancar la democracia. Al PSOE es posible que lo de
los indultos le cueste el poder en las próximas elecciones, pero un gobernante debe
actuar con criterio de justicia y apuesta por la convivencia. Es una obligación
moral y democrática. La convivencia es un valor supremo en una democracia, una
sociedad democrática no puede sostenerse con una parte sojuzgando a otra.
Buscar la reconciliación es una obligación.
Es preciso normalizar
la convivencia democrática. No deberíamos abominar porque Bildu esté en las
instituciones. Crear guetos con vocación territorial no es el camino, dejarlos marginados
alimentando sus fobias, un disparate. Aun recuerdo la presencia de
representantes de EH Bildu en marzo de 2018 en el homenaje a Isaías Carrasco que
cada año se celebra en Mondragón. Fue un paso valioso de quienes habían respaldado las
acciones terroristas de ETA. Allí estuvieron la portavoz parlamentaria de la coalición, Maddalen Iriarte, y
la directora de programas, Ainhoa Beola.
En democracia las ideas se respetan mientras no generen la
disrupción de la convivencia. Es el mejor signo de libertad, esta es la única capaz
de invalidar los argumentos sectarios. La intransigencia, por el contrario, fortalece
el encono nacionalista.
Qué bien vendría que los nacionalismos se desprendieran de las telarañas que
cuelgan de la razón, como dice el verso de Luis Cernuda, y que tanto enturbian
la convivencia de este país.
Vivimos tiempos en que los nacionalismos se empeñan en
dividirnos: buenos y malos españoles, constitucionalistas y no
constitucionalistas, independentistas y no independentistas. Una dicotomía donde
naufragaremos como sociedad. Fomentar la división es una insensatez, cuando no
una perversión, y la actitud más antidemocrática que existe y, si alienta el
odio, una temeridad. En la España del momento, Stefan Zweig seguiría
abominando del nacionalismo.
*Ilustración: 'Sistema solar', Juan Vida.