lunes, 19 de julio de 2021

NACIONALISMOS*

 


Vivir a la gresca, con un enemigo al que combatir, es una de las tácticas más exitosas en política. Crea un enemigo y tendrás una causa contra la que luchar. Y si ello arrastra a miles o millones de personas, se habrá alcanzado el éxito pretendido. Una artimaña así empleó el fascismo en el primer tercio del siglo XX, y ganó el poder y mancilló a millones de ciudadanos que no eran de los suyos. Las historias personales nunca contaron en la ofuscada sinrazón de la barbarie.

Stefan Zweig, en El mundo de ayer, abominaba del nacionalismo, decía que aun habiendo visto las grandes ideologías de masas: fascismo, nacionalsocialismo o bolchevismo, consideraba a aquel la peor de todas las pestes “que envenena la flor de nuestra cultura europea”. Yo no he vivido tanto como Zweig, pero con mis casi dos décadas de franquismo tengo suficiente. Y como historiador, he navegado tanto por las entrañas del siglo XX, que le comprendo. El nacionalismo es capaz de arramblar con todo lo que se le cruce en su camino. Hoy lo observamos tocado por una impronta ultraderechista, insolidaria y segregadora del otro. Hasta hace no tanto EE UU era el paradigma, aunque queda un rescoldo muy peligroso. En Europa lo encontramos instalado en los partidos de derechas, acechante para cuando pueda dar el zarpazo.

En España vivimos dentro del fuego cruzado entre dos nacionalismos: el catalán y el españolista. A cual más intransigente, sectario y no dispuesto a ceder con quien no comulgue con sus ideas. Políticamente, hasta el momento les está siendo rentable. A ninguno de los dos les importa la convivencia, los dos pretenden el dominio del otro, ignorando las historias personales de los que no les secundan.

Los indultados independentistas catalanes, nada más salir de la cárcel, no tardaron en alardear que sus obsesivas pretensiones no iban a desaparecer. Que lo piensen y lo digan no es malo, que lo ejecuten, sí. Su relato, similar al esgrimido por ETA: el Estado opresor que les hace víctimas de la represión. Se les olvida condenar la corrupción de la Generalitat durante tantos años. Y no se acuerdan de los millones de catalanes, de izquierdas y de derechas, que no comparten sus ofuscados delirios, a los que llaman fascistas. El nacionalismo tiene eso, una visión  egoísta de la vida, que para ETA se defendía con las armas, y que el catalán, cuando le ha interesado, lo ha hecho con la movilización de sus violentos comandos CDR.

El nacionalismo españolista, por su parte, anda soliviantado con los indultos. No aceptan que se hable de independencia en el Congreso, allí donde cada cual espeta con libertad sus mentiras o medias verdades. Se opone a los indultos, una medida constitucional, prefiriendo la venganza a la justicia. A los empresarios y la Conferencia Episcopal se les ocurrió pronunciarse a favor de los indultos, pronto Casado y Aznar no tardaron en decir que lo que decían no contaba, incluso el ex presidente ronroneó: "Son días para apuntar y no olvidar". Lo dijo no  porque los obispos se metan en política, sino porque nadie puede opinar diferente a su engreída visión. Bien haría el señor Aznar, ya que condena el ‘golpe de Estado’ de aquel primero de octubre de 2017, hacer lo mismo con aquel otro perpetrado en el 36 contra la República y, de camino, condenar la corrupción del PP, de la que dice no saber nada. Aquel nacionalismo españolista del 36 que aún conserva sus adeptos, y que asesinó o llevó al exilio a cientos de miles de españoles, entre ellos, la élite cultural española.

La democracia se fortalece con justicia, la revancha la debilita. Las revanchas son tácticas de regímenes autoritarios y segregacionistas. En el 78 hubo concordia entre unos extremos políticos inimaginables, así pudo arrancar la democracia. Al PSOE es posible que lo de los indultos le cueste el poder en las próximas elecciones, pero un gobernante debe actuar con criterio de justicia y apuesta por la convivencia. Es una obligación moral y democrática. La convivencia es un valor supremo en una democracia, una sociedad democrática no puede sostenerse con una parte sojuzgando a otra. Buscar la reconciliación es una obligación. 

Es preciso normalizar la convivencia democrática. No deberíamos abominar porque Bildu esté en las instituciones. Crear guetos con vocación territorial no es el camino, dejarlos marginados alimentando sus fobias, un disparate. Aun recuerdo la presencia de representantes de EH Bildu en marzo de 2018 en el homenaje a Isaías Carrasco que cada año se celebra en Mondragón. Fue un paso valioso de quienes habían respaldado las acciones terroristas de ETA. Allí estuvieron la portavoz parlamentaria de la coalición, Maddalen Iriarte, y la directora de programas, Ainhoa Beola.

En democracia las ideas se respetan mientras no generen la disrupción de la convivencia. Es el mejor signo de libertad, esta es la única capaz de invalidar los argumentos sectarios. La intransigencia, por el contrario, fortalece el encono nacionalista. Qué bien vendría que los nacionalismos se desprendieran de las telarañas que cuelgan de la razón, como dice el verso de Luis Cernuda, y que tanto enturbian la convivencia de este país.

Vivimos tiempos en que los nacionalismos se empeñan en dividirnos: buenos y malos españoles, constitucionalistas y no constitucionalistas, independentistas y no independentistas. Una dicotomía donde naufragaremos como sociedad. Fomentar la división es una insensatez, cuando no una perversión, y la actitud más antidemocrática que existe y, si alienta el odio, una temeridad. En la España del momento, Stefan Zweig seguiría abominando del nacionalismo.

 * Artículo publicado en Ideal, 18/07/2021

*Ilustración: 'Sistema solar', Juan Vida.