Probablemente estemos ante las elecciones generales que más interés han suscitado en la democracia tras las celebradas en junio de 1977 (78,88% de participación) y octubre de 1982 (79,9). Las de 1977 significaron el hito de volver a ejercer el voto tras cuarenta años de dictadura; las de 1982, la esperanza por impulsar una democracia que no terminaba de arrancar. Luego vinieron procesos electorales menos atrayentes, acaso porque cierta apatía se adueñó del votante en la misma proporción en que desde la política el sistema se acomodaba para que resultara útil y ventajoso para los partidos mayoritarios.
Las elecciones que se celebrarán en unos días vienen precedidas por una crisis económica de enorme calado y la penosa travesía para la mayor parte de la población, que ha sufrido las consecuencias de medidas restrictivas en todos los órdenes: económicas, civiles y de libertades. El panorama político ha cambiado sustancialmente: todo indica que el bipartidismo se ha roto y que vienen a sumarse a él nuevos partidos con una fuerza sin precedentes desde los tiempos en que el PCE fue una tercera fuerza de cierta entidad.
Ahora el ciudadano ya no mirará sólo a dos opciones políticas, desde hace meses las encuestas hablan de cuatro partidos con posibilidades para convertirse en fuerzas con gran representación parlamentaria, y ninguna con entidad suficiente para formar gobierno sin mirar a las demás. Estas opciones, al tiempo que hacen más rica la democracia, provocan también más quebraderos de cabeza para el votante. La simplicidad de dos opciones, que provocaba un ejercicio de decisión casi maniqueo, va a pasar a la historia, al menos en las próximas elecciones. Ante esta nueva realidad el votante habrá de pensárselo mejor, y quizás por ello el último barómetro preelectoral del CIS arroja un alto porcentaje de indecisos: 41,6%.
Los llamados viejos partidos arrastran el lastre de haber sido los grandes artífices de una política que en más de treinta años de alternancia no ha dejado el mejor país que cabría pensar. La desilusión es tan generalizada, está tan imbricada en nuestras sensibilidades, que costará vencer el escepticismo que se ha apoderado de la gente. Aún recuerdo cuando celebraba el día de la Constitución con mis alumnos y recibía de ellos una sonrisa al ensalzar el texto constitucional. Hoy, cuando la Constitución es motivo de debate, hay quien piensa que está agotada o que necesita una transformación en sus planteamientos, más acorde con la realidad política y social de nuestro tiempo. Y lo que se reprocha a estos viejos partidos es que la dejaran agotarse sin haberle dado la posibilidad de adaptarse a los nuevos tiempos, y que sólo decidieran cambiarla de urgencia cuando les convino (art. 135), como si fuera patrimonio de ellos y no de todo el país.
Pero la crisis los ha dejado al descubierto, aflorando la corrupción y las mórbidas prácticas de hacer política, o la insolencia de acomodarse a un régimen de ‘turnismo’ propio de la Restauración del siglo XIX, engolfados en la política de dos enemigos que se necesitan y retroalimentan para sostener su posición excluyente frente al poder. Pero ha llegado el tiempo en que se agregan nuevos partidos que traen ideas nuevas (y el beneplácito de la duda, a tenor de una hoja de servicios todavía incólume), que los viejos quieren hacer suyas también, lo que me suscita la pregunta de por qué no se las arrogaron cuando eran un clamor entre la ciudadanía. Quizás ahí perdieron gran parte de la credibilidad que ahora buscan denodadamente.
Esta campaña electoral ya no es de dos, sino de cuatro o cinco opciones. Todas se afanan por llegar al votante con propuestas que lo convenzan y con promesas de que endulzarán el futuro. Lamento mostrar mi recelo ante todo ello, la experiencia nos dice que luego no querrán o no serán capaces de cumplirlas. Frente a este discurso fácil me hubiera gustado escuchar en la campaña otras palabras que hablaran más de ética de la cosa pública y menos de promesas de mundos irreales. La ciudadanía no se merece que le mientan, que ahora le hablen del mundo nuevo que no llegará, que sea ‘ilusionada’ con relatos que sólo sirven para una campaña electoral, o que cuando ha sido humillada ahora vengan a ofrecerle lo que saben que no les darán cuando gobiernen.
¿Por qué no se le dice que las dificultades seguirán, que hay poderes oligarcas superiores que los maniatarán, que Europa sigue pidiendo más reforma laboral y más restricciones tras el 20-D (España sigue bajo la lupa de Europa y es considerada como un ‘deudor eterno’, en palabras de Draghi), y que el próximo gobierno que salga de las elecciones tendrá que ocuparse de esto? Pero nadie dice nada, ni si se va a tener la dignidad y la fuerza suficientes para hacer frente a ello. Cualquier reforma impuesta desde Europa, el recorte de salarios o el recorte de inversiones nos afectará a todos, ¿por qué no se dice en campaña electoral lo que pasará entonces? Rajoy ya nos mintió una vez y no cumplió su programa electoral.
Cada vez soy más desconfiado con las promesas de los partidos en campaña electoral. Será porque mi conciencia siempre me impuso que no hay que engañar a la gente, algo que no soporto en los que se dedican a la política y que creo que lo sostuve cuando me correspondió. Así que le he pedido prestado al egabrense Juan Valera, buen amigo de Pedro Antonio de Alarcón, el título de uno de sus cuentos: “Quien no te conozca, que te compre”, para remedarlo en el título de este artículo. Los votantes habremos de afinar bastante el sentido de nuestro voto, y quizás los partidos se hayan ganado a pulso que prejuzguemos algo así como: “quien no te conozca, que te vote”.
* Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 16/12/2015.