En los años sesenta y setenta del pasado siglo el ocultismo, la represión y el tabú de las cosas del sexo nos sumía a los jóvenes, con la testosterona revolucionada y la avidez por descifrar tantos misterios, en no pocas fantasías. El aprendizaje de la sexualidad provenía de conversaciones ignorantes y comentarios tabernarios, y un remedo del ‘aprendizaje por descubrimiento’ autodidacta, parecido a la metodología de Bruner, pero sin su lógica constructivista, y acaso compartiendo postulados próximos a aprender a impulsos de intereses y necesidades personales.
Con la democracia, los contenidos sobre educación afectivo-sexual empezaron a asomarse en los currículos escolares. No obstante, a lo largo de ella siempre hemos sospechado que se trabajaban en los centros educativos sin mucho éxito. ¿Los motivos?, necesidad de mayor implicación social. Lo cierto es que las generaciones jóvenes han seguido moviéndose por la senda de la ignorancia y el ‘aprendizaje por descubrimiento’, con el agravante de que eran tiempos donde la información, anárquica y tendenciosa, irrumpía en el caos característico de las sociedades posmodernas.
El significado de las relaciones de pareja y la sexualidad quedaba desvirtuado con la difusión de estereotipos sexuales perniciosos, en muchos casos por la facilidad para acceder a contenidos pornográficos y mensajes cargados de ausencia de respeto hacia la mujer fundamentalmente. Los jóvenes se convertían en víctimas de un modelo social que, antes de educar, deseduca y orienta hacia modos de entender la sexualidad como una práctica de dominio y abuso del otro.
Los niños y jóvenes son el objetivo de no pocos intereses publicitarios y de satisfacción de perversiones adultas, tanto individuales como en redes sociales. Demasiados horrores conocidos, o que podemos imaginar, en una época en la que la infancia está tan ‘protegida’ por la legislación, pero al tiempo tan vulnerable para ser víctima de la pederastia. Escándalos que vemos con asiduidad en el seno familiar, en tramas criminales en redes sociales o en el seno de la Iglesia.
No pocas voces denunciaron abusos sexuales en congregaciones religiosas, colegios o parroquias; eran las víctimas, hoy adultos, tras décadas de silencio, entretanto la Iglesia cometía el grave error de minimizar las denuncias, cuando no encubrir los hechos. Pero tantas evidencias pesan demasiado, y ahora sabemos de la investigación de El Defensor del Pueblo al respecto.
Estos días se ha recordado el caso que vivimos los jóvenes de la época del oscurantismo y la desinformación sexual, que ahora, tras nuevos testimonios, ha vuelto a ser noticia: el del jesuita José Luis Martín Vigil, denunciado desde 1958 por abusar sexualmente de adolescentes que acudían deslumbrados por el éxito de sus novelas a su piso del barrio madrileño de Salamanca. Novelas escritas para adolescentes en las que para atraerlos solía poner dirección y teléfono al final de cada obra, y contestar las numerosas cartas remitidas desde toda España. Aún recuerdo aquella mística que se creó su alrededor, un auténtico ‘influencer’ para los jóvenes.
Sin embargo, los adolescentes también se convierten en actores de prácticas sexuales abominables perpetradas en ‘manada’. Últimamente hemos tenido conocimiento de violaciones grupales a niñas menores de edad. En Logroño siete chicos, entre 13 y 17 años, violaron a dos niñas de 13 y 14. En los lavabos de un centro comercial de Badalona una niña de 11 años fue violada por seis menores; y parece no ser la única, otras dos menores, 14 y 17 años, fueron víctimas. En Preter (Alicante) tres menores obligaron a otra menor, 15 años, a trasladarse a un espacio oculto para violarla.
Fuentes del Ministerio del Interior señalan que los delitos sexuales en manada se han incrementado un 54% entre 2016 y 2021; el INE cifra en 439 menores los condenados en 2021. Se estima que una de cada cuatro agresiones sexuales la comete un menor de edad. Como sociedad, son datos para hacérnoslo ver. ¿Dónde empieza nuestra responsabilidad social en estas violaciones protagonizadas por grupos menores de edad?
La educación afectivo-sexual es una asignatura pendiente de nuestro sistema educativo, pero lo es asimismo del conjunto de la sociedad. Las reformas educativas han estado informadas por principios referidos al fomento de esta educación afectivo-sexual, adaptada, obviamente, al nivel madurativo del alumnado. El currículo lo recoge en distintas materias; por ejemplo: Biología o Educación en Valores Cívicos y Éticos. No obstante, pensamos que no es suficiente si la sociedad donde se inserta la escuela no colabora en ello.
El fácil acceso a contenidos pornográficos por internet o los mensajes perniciosos que encierran determinadas letras de ritmos musicales modernos sobre las relaciones amorosas, donde se advierte una impronta de dominio del varón sobre una hembra sumisa y complaciente, son botones de muestra. Claro ejemplo de un poderoso mensaje trasladado a jóvenes y niños para conceptuar una visión de las relaciones afectivo-sexuales entre personas. Mensajes, subliminales o no, que alcanzan a la totalidad de la población, no lo olvidemos.
El informe de Save the Children, (Des)información sexual: pornografía y adolescencia (2020), arrojaba el dato de que para más de la mitad de los adolescentes (54,1%) la pornografía es una fuente de aprendizaje para su propia práctica sexual.
¿Son los jóvenes culpables de su mala educación sexual, de ver vídeos pornográficos, de estar influenciados por una sociedad canalla de intereses inconfesables que solo quiere convertirlos en modélicos consumidores?
Hay una corresponsabilidad social en tantos desmanes que traumatizan vidas o convierten a los adolescentes en pequeños monstruos, cuando aún les resulta difícil interpretar los estímulos que les llegan con criterio y con perspectiva crítica.
*Artículo publicado en Ideal, 25/04/2023