Ya nadie defiende la
verdad. Su defensa ha quedado a cargo de los escasos quijotes que todavía
subsisten en este mundo, y poco caso se les hace. A veces sospecho encontrarme
entre estos últimos. “Mi corazón ingenuo que a tu bondad se humilla”, como
diría Verlaine. No obstante, no quiero que me sobrepase la realidad, ni perder
el contacto con ella. Presiento que nos hemos parapetado en la defensa de
nuestros relatos sin mirar a la verdad, y los defendemos con el mismo fervor
que si se tratara de ella. Sin rubor alguno, no nos importa mentir. “¿Tú
verdad? No, la verdad, / y ven conmigo a buscarla”, sentenciaba Machado.
En este mundo
cibernético se hackean las contraseñas de correos electrónicos, las páginas web
de gobiernos o grandes empresas, y hasta se profana nuestro espacio digital
para ofrecernos publicidad sin haberla solicitado. Los ‘ciberataques’ se han
convertido en el moderno rictus de la piratería. Cuando la Inglaterra de Isabel
I atacaba a los galeones españoles venidos de América, a través de un escogido
grupo de piratas oficializados, lo hacía de esa manera burda y violenta del
abordaje, lejos del refinamiento o la discreción de un servicio secreto o una central
de inteligencia. Como si retrocediéramos en el tiempo, hoy en día el abordaje
de nuestra intimidad también se ha vulgarizado, quedando poco margen para la
persuasión.
Somos más vulnerables
que nunca. A veces pienso que la posibilidad de hackear nuestro cerebro está
más cerca. Los estrategas del marketing y la propaganda, expertos en
storytelling, saben que para publicitar algo no hay más que construir un relato
capaz de calar en las neuronas. Las dos grandes distopías del siglo XX sobre el
futuro: ‘1984’ de George Orwell y ‘Un mundo feliz’ de Aldous Huxley,
representan dos modos de entender la evolución de la sociedad. En la primera,
la represión y la obediencia ciega como estrategia de control, y ese gran
hermano que todo lo ve; en el mundo feliz de Huxley, la seducción como maniobra
encaminada para crear individuos sumisos.
El modelo represivo
de Orwell es el que parece imponerse. Triunfan las fórmulas políticas basadas
en la intolerancia. Los discursos, cuanto más intransigentes y menos
fraternales, parecen funcionar mejor: lo visceral frente a lo racional para
alcanzar el poder. Ahí están los discursos paradigmáticos de EEUU y Brasil, y el
miedo al futuro que impulsa al ser humano a buscar protección frente a una
hipotética amenaza, real o no, y a fiarse de los que vociferan lo drástico y lo
amenazante, admitiendo cierres de fronteras o construcción de muros. Un ejemplo
más cercano: los discursos políticos catastrofistas proferidos en los últimos
meses en España.
Si a Putin le
interesaba que Europa y EEUU estuvieran dirigidos por tipos extravagantes,
populistas y con planteamientos de ultraderecha, que debilitaran desde dentro los
principios de la democracia, lo ha conseguido. Hacer vulnerable el modelo democrático,
inoculando un enemigo interior, es la táctica perfecta para la destrucción del
sistema. Ahí están los nacionalismos (en nuestro caso el catalán) o la campaña
corrosiva contra la Unión Europea que emprendió el Brexit.
Sabido es que los
mecanismos para la manipulación son tremendamente efectivos a la hora de remover
la opinión de los ciudadanos. Lanzar un torpedo en la línea de flotación de la
democracia en forma de noticias falsas (‘fakes new’), tergiversación de la
realidad u opiniones tendenciosas es la estrategia seguida tanto en redes
sociales como en el discurso político propagandístico. Vemos la facilidad con que
se manipula la opinión pública, se crean corrientes de opinión o se influye sobre
las mentes. Y lo lamentable es que esto ocurre con supuestos ciudadanos libres
y formados de los países democráticos.
A veces me pregunto si
el mundo feliz de Huxley no estaría entroncado con el uso perverso que se ha
hecho del llamado 'estado del bienestar'. La alineación de ciudadanos débiles,
inconscientes de su propio sometimiento a los dictados de quienes durante años
han hecho un uso innoble del poder, mientras auguraban mundos felices que nunca
llegaban, es parte del patetismo político que nos rodea. Una estrategia basada
en el ejercicio de una posmodernidad que invita al disfrute del presente sin más
horizonte ni perspectiva de futuro, bajo un planteamiento de hedonismo
superficial.
Siento pavor al ver
cómo se ha adormecido la capacidad crítica y de reacción de los ciudadanos, cómo
existe un desarme intelectual frente a la adversidad y cómo se nos ha
incapacitado para interpretar los mensajes y la propaganda que circulan tanto en
el espacio cibernético como en la vida real. Caer en manos de la entelequia
resulta fácil, manipular un referéndum o unas elecciones es ya una maniobra
constatada.
Es posible que vengan
tiempos peores cuando el respeto hacia el ser humano desaparezca definitivamente
como valor, tiempos en los que el futuro ya no tenga futuro, donde los proyectos
personales queden desactivados y el futuro de la sociedad se haga inviable. Los
que se erigen en salvadores de patrias imaginadas no saben, o acaso sí, que
están destruyendo las bases del futuro de la sociedad al obviar la verdad y el
respeto por la dignidad humana, esa que no tiene cabida en los relatos que ellos
construyen para rentabilizar solo su presente.
Es en esta tesitura,
con la verdad como la gran ausente, en donde se ha situado la política en
España desde hace tiempo. Leamos los discursos políticos y encontraremos falsedades
y la obscena pretensión de decidir por nosotros, leamos las noticias de la
prensa y veremos que su imparcialidad queda cuestionada.
Ya ninguna mente está
libre del manoseo. Quizá ahora sea cuando la verdad necesite defenderse con más
ahínco. Busquemos esos quijotes.
* Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 11/03/2019