Aun
cuando creemos necesaria una nueva ley educativa que proporcione
estabilidad al sistema, también pensamos que debe hacerse con el
mayor consenso y sentido de Estado. Vivimos en un país donde la
educación ha sido maltratada políticamente y, lo peor, no se ve en
el horizonte próximo que el panorama cambie.
Estos
días hemos conocido la noticia de que el Ministerio de Educación
quiere evaluar al profesorado, entre otras medidas que lleven a una
reforma de la profesión docente, a las que se suman la selección o
su formación inicial y permanente. Sin embargo, lo más llamativo
desde el punto de vista mediático ha sido la noticia de la evolución
voluntaria del profesorado.
Todos
los ministros de Educación pretenden dejar su impronta, pero mucho
me temo que muy pocos aciertan, porque quizás tengan escaso o
ninguno conocimiento de la realidad de la escuela.
De
las propuestas de la ministra Celaá, la de la evaluación voluntaria
me ha llamado poderosamente la atención. Las otras dos, hace años
que vengo hablando de ellas sin haber visto que los modelos actuales
de formación y selección del profesorado hayan sido los idóneos.
En
2008 se puso en marcha en Andalucía el llamado programa de calidad y
mejora de los rendimientos escolares. Este programa, inspirado en
modelos y enfoques mercantilistas y empresariales de la educación,
comportaba una serie de incentivos económicos por objetivos. Fue un
auténtico fracaso, salvo para el profesorado que percibió sus
incentivos (que me parece muy bien para ellos), pero que no supuso,
como se puede apreciar a poco que entremos en la realidad educativa,
una mejora para el sistema educativo ni para los rendimiento
escolares. Han pasado diez años, y seguimos teniendo las mismas
carencias de aprendizaje entre nuestro alumnado que las que había
entonces.
Conocer
y evaluar está bien, nos permite ver nuestras debilidades, y conocer
el punto de partida y qué es lo que necesitamos para mejorar. Pero
evaluar por evaluar, y solo a los que voluntariamente quieran, es un
brindis al sol. Que una parte del profesorado se someta a la
evaluación de su práctica docente para cobrar unos incentivos, ¿en
qué beneficia eso al sistema educativo o a un centro educativo? Se
nos olvida que un centro debe estar presidido por la coordinación
docente, trabajo en equipo y unos criterios comunes de actuación,
para que la labor con el alumnado tenga cierto sentido, ¿o hacemos
cada uno la guerra por nuestra cuenta?
Si
en un centro la mitad del claustro es evaluada, mientras que la otra
mitad dice que no, ¿tiene esto sentido?, ¿impulsaría realmente
mejoras en el conjunto del centro?, ¿o tendríamos pequeñas islas
de innovación por iniciativa de unos pocos, mientras que el centro
en su conjunto seguiría con una línea pedagógica y metodológica
distinta? Esto ya lo hemos vivido en los centros educativos, y no
conduce a nada, salvo al honroso trabajo que los buenos docentes
puedan hacer con incentivos o sin incentivos.
No,
la evaluación voluntaria del
docente no
puede ser. El centro tiene su proyecto educativo, unas
aspiraciones metodológicas que afectan a todo el alumnado del
centro, no sería lógico que la mitad del alumnado trabajara bajo un
modelo más innovador, mientras que la otra mitad lo hiciera en una
línea más tradicional. Eso,
pensando que uno u otro modelos no garanticen el éxito, o ninguno
sea mejor o más adecuado que el otro. Lo que es evidente, es que
romperíamos
cualquier planteamiento
que impulsara mejoras
que beneficiaran
a todo el
alumnado del
centro, que es el objetivo último al que debemos aspirar.
La
profesionalidad del docente, la deontología profesional, el
compromiso, el cumplimiento del deber… son los mejores incentivos
que deben presidir el trabajo docente. Eso de pagar por hacer bien
nuestro trabajo, me parece un fraude y un deshonor para el docente;
hacer bien nuestro trabajo es nuestra obligación. Ahora bien, si se
considera que el docente está mal remunerado: ¡adelante, subámosles
el sueldo!