Con este tono bíblico es como quisiéramos que comenzara un tiempo nuevo para este urbanismo que tantos quebraderos de cabeza está propinándonos desde hace años, sobre todo a los que tienen que padecerlo de una (destrucción de su entorno) o de otra manera (oneroso desembolso). Han tenido que venir de fuera para sacarnos los colores. Somos un ejemplo deplorable para el resto del mundo. Así es. El relator especial de Naciones Unidas, Miloon Kothari, ha censurado estos días el mercado español de la vivienda, basado en la especulación urbanística desenfrenada, y denunciado que un 25 por ciento de los ciudadanos no pueden acceder a una casa por sus altos precios. No hemos sido lo suficientemente competentes para sacar adelante en este país un urbanismo sustentado en criterios racionales y sostenibles.
Sabido es que el urbanismo actual no contiene entre sus valores el fomento de la igualdad de oportunidades, ni de la justicia social, ni nada que se le parezca. Salvo que estos anhelos sean considerados una entelequia que está de moda, o una ‘ñoñez’ que suena a mística en los tiempos que corren. Más bien, el urbanismo, como se ha concebido en muchísimos lugares, ha propalado conductas egoístas y una ambición desmedida por acaparar dinero, beneficios o bienes, pronto y rápido (no sea que esto se acabe), bajo la tiranía de una máxima incuestionable: cuanto más mejor.
En estos tiempos que corren, nos hemos dejado atrapar por hornadas de sinvergüenzas que han prostituido, y lo siguen haciendo, mientras lo consintamos, el desarrollo urbano de nuestros pueblos y ciudades, ante la impávida y, en muchos casos, interesada mirada de políticos y no políticos (algunos bien subidos en la rueda). Y, lo que es peor, hemos consentido esta locura, plagada de insensatez y mucho listillo de turno. Bastantes de esos pueblos y ciudades han sido desfigurados urbanísticamente, y los que aún resisten (o bien nadie se ha fijado todavía en ellos) serán los siguientes. Tan solo miremos a nuestro alrededor y observaremos que los pueblos de hace veinte años hoy son irreconocibles.
El urbanismo entendido como función social ha quedado relegado por otro donde lo que prima es satisfacer intereses individuales, frente a cualquier interés público, y llenar muchos bolsillos, mientras el futuro se hipoteca impunemente para desgracia de las generaciones que heredarán los espacios que hoy tan alegremente atiborramos de arcilla cocida, arena y cemento. Ya no parece tener crédito el aforismo, según el cual, el urbanismo debe hacerse a la medida del hombre, no el hombre a la medida del urbanismo. “El hombre es la medida de todas las cosas -decía Protágoras-, de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son”, pero creo que el urbanismo de hoy ha desvirtuado cualquier horizonte filosófico, donde imperara la armonía y la medida en relación a las necesidades del ser humano. Más bien, se ha dispuesto como patrón que regula gran parte de la vida de las personas, sobre todo si éstas están atadas de por vida a una hipoteca.
A lo largo de la historia las ciudades han crecido para satisfacer las necesidades de protección frente a la intemperie de las personas, de modo que el urbanismo venía a cumplir una función social, más o menos planificada, según las épocas. Existían criterios de necesidad, se ocupaban nuevos espacios para atender a una población en crecimiento, o se utilizaba como instrumento para sanear espacios urbanos que habían quedado obsoletos e invadidos por la inmundicia. En nuestros días, cuando el urbanismo debiera ser un factor que facilitara el bienestar y calidad de vida de los ciudadanos, sin embargo, se encuentra atrapado en la globalización y convertido en un bien de consumo. Se tienen varios pisos como el que tiene varios abrigos, y de ello se han aprovechado los más ‘avispadillos’ (llámese entidades empresariales de toda índole) y, de camino, han fastidiado a miles de jóvenes que aspiran a una vivienda, digo bien, nada más que una vivienda.
La vorágine constructiva de viviendas, principal factor del desarrollo urbanístico, no ha crecido exclusivamente como consecuencia de una necesidad -las que hay construidas probablemente abastecerían la demanda durante varios años-, ha crecido por pura especulación y negocio. Cada vez creo menos en el discurso interesado que sostiene la tesis de que existe un déficit de viviendas en España, es decir, la que ha reforzado esta política urbanística descabellada, permitiendo construir en cualquier parte. Ya no hay terreno que se resista, ni los lechos de los ríos son respetados, ni las verdes zonas forestales, ni los espacios naturales, ni las reservas litorales. Todo queda bajo la tiranía del ladrillo. Como tampoco me vale la tesis de que la construcción sea considerada el único motor de la economía española, pues se trata también de otra idea interesada. Alemania o Francia no construyen tanto como nosotros, y siguen siendo economías fuertes. Una economía moderna tiene que tener la suficiente diversificación para que un solo sector no capitalice la marcha general, y España creemos que lo es. Recordemos que se alardea de ser la décima economía del mundo.
El urbanismo ha tenido el dudoso mérito de sacar lo peor de la condición humana: cainismo, egocentrismo, avaricia, codicia, especulación... Y los que nos tenían que defender de tamaña agresión, o bien se han plegado a los cantos de sirena (algunos bien atrapados en espaciosos maletines), o bien se han inhibido y han hecho dejación de sus funciones. El escándalo urbanístico que hoy existe en España, hasta el punto de haber llamado la atención de los organismos supranacionales, salpica por doquier, y tiñe el honor de políticos de toda condición y color político. Sin embargo, quizás todavía no haya salpicado suficientemente a la legión de constructores, o quien los respalda, que sin escrúpulos han especulado, pagado comisiones y otras lindezas.
El modelo urbanístico actual es insostenible. Los municipios en su transformación no pueden seguir rigiéndose por modelos que se nutren de la idea de que cualquier tipo de suelo es susceptible de urbanizarse. Hay que poner razón en este desaguisado. Tan sólo las necesidades de los ciudadanos deben reorientar el modelo urbanístico, que ha de fundamentarse en criterios de desarrollo sostenible, de ‘sostenibilidad’ de los recursos, que satisfaga efectivamente las necesidades reales del presente, pero sin poner en riesgo las posibilidades de las generaciones futuras.
El desarrollo sostenible debe ir más allá de la retórica, e incidir en una expansión urbana más moderada y sujeta a criterios éticos, de racionalidad y planificación. Un crecimiento urbanístico que verdaderamente cumpla el cometido de función pública al servicio del bienestar social y la calidad de vida de la ciudadanía. Desarrollo responsable y sostenible, en definitiva, que propicie un crecimiento ordenado y racional de pueblos y ciudades.
*Artículo publicado en el diario IDEAL de Granada, 11 de diciembre de 2006.