“Yo
pisaré las calles nuevamente, de lo que fue Santiago ensangrentada”. La cruda
realidad de Latinoamérica podría encerrarse en estas desgarradoras palabras que
cantaba Pablo Milanés rememorando aquel fatídico golpe de Estado del 11 de
septiembre de 1973 en Chile. Esperanza y dolor. Acaso sean estos dos sentimientos
los que mejor definen el devenir histórico del continente americano.
Hace unas fechas se
dictaba una orden de detención del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, premio
Cervantes 2017, en esa lamentable espiral de persecución y represión de
adversarios auspiciada por el presidente Daniel Ortega. Nicaragua se ha
convertido en un nuevo ejemplo paradigmático de la arbitrariedad del poder que da
la espalda al pueblo y silencia la palabra en Latinoamérica. El detonante: la
publicación de Tongolele no sabía bailar, novela que narra la historia
de un mercenario del régimen, Tongolele, durante las protestas y
manifestaciones de 2018, brutalmente reprimidas por policía y grupos
paramilitares al servicio de Ortega.
Latinoamérica es
una tierra disgregada y sufrida que sigue sin superar el debate que planteara el
historiador Halperin Donghi, refiriéndose al volumen dedicado por Lucien Fevbre
en Annales: “A travers les Amériques latines”, sobre si existe una América
Latina o muchas Américas. Haya o no tantas como las naciones independizadas del Imperio español en los albores del siglo XIX, lo
cierto es que comparten contrastes e identidades históricas.
Latinoamérica es probablemente
la zona del planeta que teniendo grandes posibilidades de desarrollo sigue
lastrada social y económicamente. Los motivos, tan múltiples que contribuyen a
hacer de este espacio geográfico, conceptualmente definido por la herencia española,
un entorno convulso, donde la esperanza, tan anhelada como frustrada, se cruza
con pobreza, explotación y desigualdad. La inestabilidad
política, siempre presente, generaría crueles dictaduras. Cuando pudo florecer
la esperanza y la justicia social en los intentos democratizadores del siglo XX,
no tardó en llegar la involución ‘manu
militari’, favoreciendo intereses foráneos antes que la libertad y el
bienestar de los pueblos.
Históricamente Latinoamérica
ha padecido la explotación de sus recursos, de sus habitantes, de sus ilusiones,
no solo con la conquista española, también con la élite criolla independentista
que siguió, con los mismos defectos y ambiciones. Los libertadores, dotados de
un pensamiento liberal europeo, ejercieron su dominio como burguesía colonial
explotadora de las clases desfavorecidas, por lo general población indígena. A mediados
del siglo XIX un nuevo orden neocolonial fue impuesto por Estados Unidos, continuando
con las mismas prácticas explotadoras, apoyado por la oligarquía local beneficiaria
de los favores de la potencia imperialista emergente. Surgieron movimientos
revolucionarios de liberación, pero algunos se convirtieron, para mayor
decepción, en movimientos criminales contra el pueblo. Para Eduardo Galeano “el subdesarrollo latinoamericano no es un tramo en
el camino del desarrollo, aunque se ‘modernicen’ sus deformidades”. Digamos que
sería algo endémico.
La Latinoamérica
del siglo XXI nos es muy diferente: la vocación autoritaria y la impronta
populista la definen. Las democracias más consolidadas (México Brasil,
Argentina o Chile) no han sido capaces de propiciar un desarrollo que
erradicara las bolsas de marginación y pobreza que asfixian a sus sociedades: las
poblaciones indígenas siguen estando en la marginalidad. Cuando la historia
parecía romper esta inercia con gobiernos más democráticos, más atentos a las
necesidades de la población, tampoco se ha sabido, o podido, escapar de la dependiente
tutela neocolonial norteamericana. Y es que el neoliberalismo se ha dotado de poderosas
armas invisibles capaces de mantener su influencia en la política de estos
países, garantizando no solo dependencia, también explotación de recursos y
materias primas.
En los
inicios del siglo XXI se percibió un cambio de tendencia y transformación social
en países como Bolivia, Brasil, Venezuela, Perú o Ecuador, con mayor presencia indígena
en los gobiernos, pero aquello se ha tornado en una inestabilidad política
abrumadora. Entonces no faltaron gobernantes que trataban de impulsar una conciencia de pueblo
latinoamericano. Pepe Mujica en Uruguay, ejemplo de honestidad política,
hablaba de la necesaria “conciencia del sur” como medio para salir de tanta
postración.
Los nuevos líderes de
la izquierda latinoamericana (López Obrador o Pedro Castillo) han llenado sus
discursos de populismo. Obrador, que apuesta por rebajar la dependencia de EE
UU y Canadá enarbolando el lema: “América Latina para los latinoamericanos”, persigue
una pretendida conciencia propia acudiendo a proclamas atemporales: justificación
del derribo de estatuas de Colón o solicitando perdón a España por su
‘ocupación militar’. Buscar en el pasado de más de dos siglos los males del
presente es un argumento pueril, entretanto el capitalismo salvaje
diezma la economía y genera pobreza por doquier. Revisar la historia de la conquista ni es
argumento sólido ni explica los actuales problemas. Y qué
decir del populismo devastador y extravagante del Brasil de Bolsonaro o El
Salvador de Bukele.
Demasiados intereses
sobre una tierra donde la explotación ha primado por encima de la atención a sus
necesidades y el respeto a los derechos humanos. Los grandes contrastes entre riqueza y miseria, la
enorme desigualdad social, las altas tasas de pobreza, la explosión demográfica
sin medios, equipamientos e infraestructuras para atenderla, o el alto grado de
violencia generalizada son lacras que ahogan a las sociedades latinoamericanas.
Nicaragua, con unas elecciones a la vista, es hoy un nefasto ejemplo de lo que
ha sido Latinoamérica en su historia. Aquella revolución sandinista ha creado
monstruosos enemigos de la democracia.
La esperanza de
gentes que viven con la miseria en sus puertas, que anhelan emigrar hasta las
tierras del vecino del norte en caravanas ignominiosas, acaso se agote algún día
de tanto esperar. Pero, al menos, nos quedan portadores de la palabra para no
rendirse.
Ilustración:
Diego Rivera, El cargador de flores
(1935)