lunes, 27 de septiembre de 2021

LATINOAMÉRICA*

 


“Yo pisaré las calles nuevamente, de lo que fue Santiago ensangrentada”. La cruda realidad de Latinoamérica podría encerrarse en estas desgarradoras palabras que cantaba Pablo Milanés rememorando aquel fatídico golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 en Chile. Esperanza y dolor. Acaso sean estos dos sentimientos los que mejor definen el devenir histórico del continente americano.

Hace unas fechas se dictaba una orden de detención del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, premio Cervantes 2017, en esa lamentable espiral de persecución y represión de adversarios auspiciada por el presidente Daniel Ortega. Nicaragua se ha convertido en un nuevo ejemplo paradigmático de la arbitrariedad del poder que da la espalda al pueblo y silencia la palabra en Latinoamérica. El detonante: la publicación de Tongolele no sabía bailar, novela que narra la historia de un mercenario del régimen, Tongolele, durante las protestas y manifestaciones de 2018, brutalmente reprimidas por policía y grupos paramilitares al servicio de Ortega.

Latinoamérica es una tierra disgregada y sufrida que sigue sin superar el debate que planteara el historiador Halperin Donghi, refiriéndose al volumen dedicado por Lucien Fevbre en Annales: “A travers les Amériques latines”, sobre si existe una América Latina o muchas Américas. Haya o no tantas como las naciones independizadas del Imperio español en los albores del siglo XIX, lo cierto es que comparten contrastes e identidades históricas.

Latinoamérica es probablemente la zona del planeta que teniendo grandes posibilidades de desarrollo sigue lastrada social y económicamente. Los motivos, tan múltiples que contribuyen a hacer de este espacio geográfico, conceptualmente definido por la herencia española, un entorno convulso, donde la esperanza, tan anhelada como frustrada, se cruza con pobreza, explotación y desigualdad. La inestabilidad política, siempre presente, generaría crueles dictaduras. Cuando pudo florecer la esperanza y la justicia social en los intentos democratizadores del siglo XX, no tardó en llegar la involución ‘manu militari’, favoreciendo intereses foráneos antes que la libertad y el bienestar de los pueblos.

Históricamente Latinoamérica ha padecido la explotación de sus recursos, de sus habitantes, de sus ilusiones, no solo con la conquista española, también con la élite criolla independentista que siguió, con los mismos defectos y ambiciones. Los libertadores, dotados de un pensamiento liberal europeo, ejercieron su dominio como burguesía colonial explotadora de las clases desfavorecidas, por lo general población indígena. A mediados del siglo XIX un nuevo orden neocolonial fue impuesto por Estados Unidos, continuando con las mismas prácticas explotadoras, apoyado por la oligarquía local beneficiaria de los favores de la potencia imperialista emergente. Surgieron movimientos revolucionarios de liberación, pero algunos se convirtieron, para mayor decepción, en movimientos criminales contra el pueblo. Para Eduardo Galeano “el subdesarrollo latinoamericano no es un tramo en el camino del desarrollo, aunque se ‘modernicen’ sus deformidades”. Digamos que sería algo endémico.

La Latinoamérica del siglo XXI nos es muy diferente: la vocación autoritaria y la impronta populista la definen. Las democracias más consolidadas (México Brasil, Argentina o Chile) no han sido capaces de propiciar un desarrollo que erradicara las bolsas de marginación y pobreza que asfixian a sus sociedades: las poblaciones indígenas siguen estando en la marginalidad. Cuando la historia parecía romper esta inercia con gobiernos más democráticos, más atentos a las necesidades de la población, tampoco se ha sabido, o podido, escapar de la dependiente tutela neocolonial norteamericana. Y es que el neoliberalismo se ha dotado de poderosas armas invisibles capaces de mantener su influencia en la política de estos países, garantizando no solo dependencia, también explotación de recursos y materias primas.

En los inicios del siglo XXI se percibió un cambio de tendencia y transformación social en países como Bolivia, Brasil, Venezuela, Perú o Ecuador, con mayor presencia indígena en los gobiernos, pero aquello se ha tornado en una inestabilidad política abrumadora. Entonces no faltaron gobernantes que trataban de impulsar una conciencia de pueblo latinoamericano. Pepe Mujica en Uruguay, ejemplo de honestidad política, hablaba de la necesaria “conciencia del sur” como medio para salir de tanta postración.

Los nuevos líderes de la izquierda latinoamericana (López Obrador o Pedro Castillo) han llenado sus discursos de populismo. Obrador, que apuesta por rebajar la dependencia de EE UU y Canadá enarbolando el lema: “América Latina para los latinoamericanos”, persigue una pretendida conciencia propia acudiendo a proclamas atemporales: justificación del derribo de estatuas de Colón o solicitando perdón a España por su ‘ocupación militar’. Buscar en el pasado de más de dos siglos los males del presente es un argumento pueril, entretanto el capitalismo salvaje diezma la economía y genera pobreza por doquier. Revisar la historia de la conquista ni es argumento sólido ni explica los actuales problemas. Y qué decir del populismo devastador y extravagante del Brasil de Bolsonaro o El Salvador de Bukele.

Demasiados intereses sobre una tierra donde la explotación ha primado por encima de la atención a sus necesidades y el respeto a los derechos humanos. Los grandes contrastes entre riqueza y miseria, la enorme desigualdad social, las altas tasas de pobreza, la explosión demográfica sin medios, equipamientos e infraestructuras para atenderla, o el alto grado de violencia generalizada son lacras que ahogan a las sociedades latinoamericanas. Nicaragua, con unas elecciones a la vista, es hoy un nefasto ejemplo de lo que ha sido Latinoamérica en su historia. Aquella revolución sandinista ha creado monstruosos enemigos de la democracia.

La esperanza de gentes que viven con la miseria en sus puertas, que anhelan emigrar hasta las tierras del vecino del norte en caravanas ignominiosas, acaso se agote algún día de tanto esperar. Pero, al menos, nos quedan portadores de la palabra para no rendirse.

 * Artículo publicado en Ideal, 26/09/2021

Ilustración: Diego Rivera, El cargador de flores (1935)

domingo, 5 de septiembre de 2021

ASÍ QUE PASEN VEINTE AÑOS*

 


No conozco todavía a nadie que no sueñe con leer en los labios del destino alguna palabra gratificante o que escudriñe entre los tejidos de la vida para atrapar alguna hebra que aliente la esperanza. Remover deseos es una aspiración tan legítima como necesaria. ¿Imaginan vivir sin un ideal, sin poder soñar con la vanidosa pretensión de aliviar las amargas heridas que ensombrecen la vida? La ensoñación es una licencia al alcance de cualquiera, Gustave Flaubert supo elevarla a la categoría literaria en Madame Bovary.

Ser un pesimista no agota la ilusión. Detrás de una visión pesimista de la vida suele cobijarse el anhelo de alcanzar la verdad que entierre la ignominia. El pesimismo, ese estado de ánimo conducente a un mundo sin esperanza -el dolor perpetuo a que aludía Schopenhauer-, ha de conectarse con una visión existencialista como método para juzgar lo que nos asfixia. Solo así estamos en disposición de alcanzar el necesario estado de reflexión de la realidad. Un pesimista es un adalid capaz de cambiar la realidad que no comparte.

Veinte años es la quinta o cuarta parte de la vida de una persona, si antes nadie se la ha arrebatado, incluida la madre naturaleza. Las sociedades desarrolladas cifran la esperanza de vida en torno a los ocho decenios, aunque en el planeta son muchas más las sociedades no desarrolladas.

La Generación del 98 sintió una pesadumbre mordaz por España. Joaquín Costa apostaba por “escuela y despensa”, Ortega hablaba de la vieja y nueva política, Machado de las dos Españas y Azorín calificaba a España de “vieja y tahúr, zaragatera y triste”. En pleno siglo XXI España sigue siendo un país que despierta pesadumbres, a pesar de tantos eslóganes repetitivos en la democracia: “España va bien”. Todos los gobiernos han querido convencernos de que con ellos España iba mejor. Jamás se habían prometido tantos paraísos. Son las miserias de la política, afanada siempre en construir fábulas hasta confundirnos. “¡Basta de Historia y de cuentos! / Somos el golpe temible de un corazón no resuelto”, clamaba Celaya en España en marcha’.

Así que pasen veinte años qué futuro deparará España a las generaciones jóvenes. Nos hacen creer que luchamos por nuestro futuro, entretanto alguien traza sus líneas gruesas, y hasta finas. Quien crea que tendremos un futuro mejor, que levante la mano; quien piense que nos han lastrado la educación, el bienestar o la esperanza, que se ponga a la cola de los desesperanzados. Tenemos cosillas, sí, pero no hemos armado la base del futuro de este país, desperdiciando oportunidades de desarrollo, porque interesaba más la especulación y los proyectos inmediatos y propagandísticos.

El futuro de los próximos veinte años es un futuro huérfano de esperanza. Las generaciones jóvenes lo vivirán en la etapa humana donde brilla la ilusión. Los demás, quienes solo dispondremos de esos mismos veinte años de vida, miramos con desesperanza. La experiencia nos ha desesperanzado. Quizás nuestro nivel de confort material sea suficiente para hacernos creer que no seremos privados de nada, cuando se resquebrajan las bases del estado de bienestar que un día disfrutamos. Nuestro nivel de confort humano y emocional como sociedad peligra, los valores se relativizan con impudicia, la ética cívica se devalúa. El filósofo Byung-Chul Han decía que hemos pasado de tener conciencia de sentirnos dominados a obviar cualquier percepción de nuestra dominación. Me angustia lo que vivirán nuestros hijos o nietos en los próximos veinte años, puede que sea una vida más triste y sojuzgada que la que hemos tenido nosotros, pero sin darse cuenta.

La modernidad líquida no es la mejor modernidad que deseo para las generaciones jóvenes. Les hemos uniformado el pensamiento y las costumbres para que sean lo que interesa que sean, y de ello estamos siendo culpables los que ahora ostentamos el poder político y el poder de la experiencia. Somos incapaces de desvelarles verdades y peligros que les son ocultados. Estamos permitiendo que los jóvenes dejen de ser una potente máquina de cambio para convertirse en objetivos manipulables por quienes mueven intereses muy distantes a cualquier aspiración de una sociedad justa. Permitimos que sean atrapados en el hedonismo vacuo e inconsciente de un ‘mundo feliz’, desmontándoles cualquier atisbo de pensamiento crítico. El hedonismo egoísta que alienta la individualidad, y que Victoria Camps achacaba a la desorbitada “soberanía del mercado”, que con su “oferta sin límites estimula la satisfacción inmediata de cualquier deseo”.

Los estrategas que mueven este mundo quieren jóvenes dóciles, infantilizados y consumistas, haciéndoles creer que son dueños de sus vidas y de sus actos, cuando en realidad son parte del engranaje mediático y existencial que les conduce por donde interesa. Creen tener autonomía, pero no deciden. Viven en la sociedad del hiperconsumismo, la autoexplotación y el miedo al otro, como define a la civilización moderna Byung-Chul.

No vamos hacia un mundo mejor. No lo era antes de la pandemia, ni será después de ella. La ‘pospandemia’ ha estimulado el afán consumista y el ‘hiperegocijo’ como ‘inevitable’ resarcimiento de las privaciones padecidas. Las sociedades, afanadas en conformar sistemas de protección y atención a sus ciudadanos, terminan haciéndoles más inseguros y dependientes, menos autosuficientes y libres, más aislados. De qué vale que la humanidad ‘prospere’ si somos extraños irreconciliables. Para qué tantos espacios sociales virtuales, si terminan convirtiéndose en “espacios expositivos” donde prima el yo.

El auge de la cultura de masas es el mayor enemigo del pensamiento. Si una sociedad deja de seguir el rumbo marcado por el pensamiento es fácil que caiga en las redes de quienes abominan del pensamiento.

* Artículo publicado en Ideal, 04/09/2021

** Ilustración: Salvador Dalí, Reloj evanescente