El primero de septiembre se cumple el 70 aniversario del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Justo ese día del año 1939, a las 4,45 horas, el acorazado alemán Schleswig-Holstein disparó en Polonia los primeros cañonazos en la base polaca de Westerplatte, cerca de Gdansk. Se daba así el pistoletazo de salida a una de las mayores tragedias de la humanidad. Una contienda que se cobró la vida de unos 50 millones de personas, entre ellos, cerca de seis millones de polacos.
Hoy esta segunda gran guerra del siglo XX es sinónimo de destrucción, horror y muerte generalizadas. Ciudades destruidas, campos arrasados, vidas destrozadas… Espeluzna ver las imágenes de las sombras esqueléticas de miles y miles de personas amontonadas sobre carrillos de mano, carretas o amplias fosas, movidos en muchos casos, como si fueran montones de arena, por máquinas excavadoras, para comprender el horror que se vivió.
La capacidad destructora del hombre se puso de manifiesto y llegó a sus máximas consecuencias no solo con el lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, sino en otros órdenes de la vida hasta alcanzar la máxima depravación moral y ética.
Sin embargo, no vamos a seguir relatando los horrores de la guerra. Existen multitud de manuales que nos detallan cualquier análisis o dato que nos interese. Vamos a detenernos en lo que vino después de ella.
Y lo que vino, a mi juicio, fue un mundo igual o peor al que existía antes de ella. Es posible que esta afirmación resulte un poco chocante cuando se han dado pasos tan importantes para preservar los derechos humanos o cuando vivimos en la sociedad del bienestar, las comodidades y el desarrollo. Pero no me dirán que lo antedicho resulta ser un espejismo que encubre una realidad más cruda para tres cuartas partes de la humanidad.
Detrás de la gran guerra debería haber llegado un periodo de sensatez y cordura en la convivencia mundial. Y esfuerzos no faltaron: creación de organismos internacionales, con la ONU como principal referencia. Pero el mundo después de la II Guerra Mundial no se convirtió en un espacio mejor de convivencia y de paz, a pesar del impulso dado por alcanzar una mayor concienciación de la población mundial a favor de la paz.
Después de la gran guerra no ha existido un solo minuto de paz en nuestro planeta. Lejos de producirse un choque de civilizaciones, como defiende la falaz tesis de Samuel Huntington, lo que sigue habiendo detrás de cada conflicto son los mismos intereses económicos, políticos y geoestratégicos que han primado en la historia de la humanidad. La segunda gran guerra supuso una hecatombe mundial, pero las enseñanzas que se sacaron, que fueron muchas, no se han aplicado como debieran.
No estoy tan seguro de que el mundo que heredamos tras esta contienda fuera un mundo mejor. Quizás no tuviera los mismos defectos que afloraron antes del estallido bélico, pero existen otros que lo han hecho un espacio bastante inhóspito (de hospitalidad, quiero decir) para el ser humano.
En la época histórica de mayor progreso económico, los niveles de pobreza no solo no han disminuido sino que se han incrementado. La pobreza no solo no ha reducido el territorio afectado sino que se ha extendido por más rincones del planeta. La tensión y los conflictos no se han contraído, más bien se han incrementado y diseminado por todos los territorios.
Las zonas privilegiadas del planeta (zonas desarrolladas, me refiero) quizás hayan quedado fuera de los conflictos bélicos, con sus excepciones (conflicto de Yugoslavia), pero el resto del mundo no se ha librado de la lacra de la violencia. Todos los continentes han tenido conflictos bélicos al menos en los últimos treinta años.
Haber cumplido 70 años del inicio de la Segunda Guerra Mundial debe movernos a la reflexión no a la conmemoración. Recordar que se cumplen siete décadas del inicio de una guerra que horrorizó al mundo debe servirnos para aprender una lección que en estos setenta años creo que no hemos hecho nuestra.
Debemos mantener intacta la capacidad de horrorizarnos como medio para no consentir las decisiones arbitrarias y en contra de los derechos humanos que a diario adoptan los gobiernos de todo el mundo. Y que se salve el que pueda.
Podría haber hablado de lo que la humanidad ha progresado en todos los sentidos desde la guerra, pero hay tanto dolor y tanta injusticia repartida por el mundo que no podemos instalarnos solo en la complacencia de lo bien que estamos o vivimos en nuestra sociedad de privilegios.
Acaso derivando el comentario en este sentido pueda uno mantener la conciencia activa.
Hoy esta segunda gran guerra del siglo XX es sinónimo de destrucción, horror y muerte generalizadas. Ciudades destruidas, campos arrasados, vidas destrozadas… Espeluzna ver las imágenes de las sombras esqueléticas de miles y miles de personas amontonadas sobre carrillos de mano, carretas o amplias fosas, movidos en muchos casos, como si fueran montones de arena, por máquinas excavadoras, para comprender el horror que se vivió.
La capacidad destructora del hombre se puso de manifiesto y llegó a sus máximas consecuencias no solo con el lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, sino en otros órdenes de la vida hasta alcanzar la máxima depravación moral y ética.
Sin embargo, no vamos a seguir relatando los horrores de la guerra. Existen multitud de manuales que nos detallan cualquier análisis o dato que nos interese. Vamos a detenernos en lo que vino después de ella.
Y lo que vino, a mi juicio, fue un mundo igual o peor al que existía antes de ella. Es posible que esta afirmación resulte un poco chocante cuando se han dado pasos tan importantes para preservar los derechos humanos o cuando vivimos en la sociedad del bienestar, las comodidades y el desarrollo. Pero no me dirán que lo antedicho resulta ser un espejismo que encubre una realidad más cruda para tres cuartas partes de la humanidad.
Detrás de la gran guerra debería haber llegado un periodo de sensatez y cordura en la convivencia mundial. Y esfuerzos no faltaron: creación de organismos internacionales, con la ONU como principal referencia. Pero el mundo después de la II Guerra Mundial no se convirtió en un espacio mejor de convivencia y de paz, a pesar del impulso dado por alcanzar una mayor concienciación de la población mundial a favor de la paz.
Después de la gran guerra no ha existido un solo minuto de paz en nuestro planeta. Lejos de producirse un choque de civilizaciones, como defiende la falaz tesis de Samuel Huntington, lo que sigue habiendo detrás de cada conflicto son los mismos intereses económicos, políticos y geoestratégicos que han primado en la historia de la humanidad. La segunda gran guerra supuso una hecatombe mundial, pero las enseñanzas que se sacaron, que fueron muchas, no se han aplicado como debieran.
No estoy tan seguro de que el mundo que heredamos tras esta contienda fuera un mundo mejor. Quizás no tuviera los mismos defectos que afloraron antes del estallido bélico, pero existen otros que lo han hecho un espacio bastante inhóspito (de hospitalidad, quiero decir) para el ser humano.
En la época histórica de mayor progreso económico, los niveles de pobreza no solo no han disminuido sino que se han incrementado. La pobreza no solo no ha reducido el territorio afectado sino que se ha extendido por más rincones del planeta. La tensión y los conflictos no se han contraído, más bien se han incrementado y diseminado por todos los territorios.
Las zonas privilegiadas del planeta (zonas desarrolladas, me refiero) quizás hayan quedado fuera de los conflictos bélicos, con sus excepciones (conflicto de Yugoslavia), pero el resto del mundo no se ha librado de la lacra de la violencia. Todos los continentes han tenido conflictos bélicos al menos en los últimos treinta años.
Haber cumplido 70 años del inicio de la Segunda Guerra Mundial debe movernos a la reflexión no a la conmemoración. Recordar que se cumplen siete décadas del inicio de una guerra que horrorizó al mundo debe servirnos para aprender una lección que en estos setenta años creo que no hemos hecho nuestra.
Debemos mantener intacta la capacidad de horrorizarnos como medio para no consentir las decisiones arbitrarias y en contra de los derechos humanos que a diario adoptan los gobiernos de todo el mundo. Y que se salve el que pueda.
Podría haber hablado de lo que la humanidad ha progresado en todos los sentidos desde la guerra, pero hay tanto dolor y tanta injusticia repartida por el mundo que no podemos instalarnos solo en la complacencia de lo bien que estamos o vivimos en nuestra sociedad de privilegios.
Acaso derivando el comentario en este sentido pueda uno mantener la conciencia activa.
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(Este artículo, más ampliado, ha sido publicado en el diario IDEAL de Granada el 5 de septiembre de 2009)