Hace poco más de un mes terminé La noche que no tenía final, una novela que aguarda el lugar adecuado para su publicación. Como la vida nos enseña a ser pacientes, eso es lo que tratamos de cultivar con buena dosis de paciencia. Las grandes editoriales, seguramente por acción de la crisis (esa excusa tan socorrida), apuestan por ‘caballos ganadores’ (perdón por la expresión). Al fin y al cabo el mundo editorial es un negocio y, como tal, trata de cuidar la cuenta de resultados. Aunque también es posible que en este mundillo haya algo de banalización de la cultura a la que alude Vargas Llosa en La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012). Por eso, paciencia, que para ello es una de las virtudes recomendadas en los tiempos que corren.
Pero, entretanto, las historias siguen bullendo en la cabeza, y uno busca la manera de sacarlas fuera y plasmarlas sobre el papel. Ese es el motivo del viaje que estos días estoy haciendo por parte del País Vasco. Se trata de un viaje en busca no de una historia, sino de los elementos contextuales para una historia que ya tiene algunas piezas del puzle. He venido porque quiero sumergirme en su paisaje urbano, respirar el mismo aire que sus gentes, saber cómo pasea la gente, hacia dónde mira cuando toma una bebida en una terraza, cómo decora sus calles y sus plazas, o las fachadas de sus casas, qué piensa de este tiempo en que la violencia parece estar dejando paso a otras formas de entender la convivencia. Y todo ello mirado, observado, intuido, por alguien que no es de esta tierra, que un día tuvo la oportunidad de venir hasta aquí para trabajar. Un joven que arrastra sus propios prejuicios, como parte del patrimonio de cada uno de nosotros, y que los pone a prueba en un espacio vital que para él había sido sólo una referencia.
No es la primera vez que he visitado estas tierras. Y siempre que lo he hecho he procurado mirar más allá de donde lo hace un turista, escuchando los rumores que provoca la vida contenida entre las piedras y el hormigón que construyen las ciudades y los pueblos, y aún así no he dejado de descubrir que el alma de una tierra es insondable. Ahora que vuelvo, lo hago con un interés marcado: introducirme en el marco donde se desarrollará la historia de mi siguiente novela.