La
calamidad se ha posado sobre nuestro mundo de confort. Un mundo que explota a
este planeta hasta llevarlo al límite, que lo agrede sin remisión, que alardea
de una suficiencia y prepotencia incuestionables, que criminaliza el discurso de
quien disiente y al que disiente, que se regodea en la ignorancia. Es el camino
de la posmodernidad que alienta el individualismo, privándonos de mirar hacia
los que caminan junto a nosotros. La calamidad ha hecho que ese camino se haya
desviado repentinamente hacia otro sendero: el valor de la colectividad, sin la
cual es imposible afrontar los retos. Es la distopía que hasta ahora no
habíamos conocido.
Esta pandemia es como
si la naturaleza se hubiese rebelado contra nosotros. Como si un castigo
bíblico pretendiera darnos una lección por nuestros desvaríos, como cuando en
el Génesis la corrupción y la violencia en la Tierra ofendió tanto a Dios, que
le dijo a Noé: “…está llena de violencia a causa de los hombres, y he aquí que
yo los destruiré con la Tierra”. Eso de que nos comamos cualquier bicho que se
mueva o destruyamos el medioambiente ha debido ponernos un límite. No somos
propietarios de la naturaleza. La Tierra se hartó de los dinosaurios, y los
exterminó. A lo mejor está más que harta de los humanos, la especie que más la
ha agredido.
Con
este Covid-19 la realidad nos ha dado un bofetón en toda regla. De este
aprendizaje quizás lleguemos a una nueva realidad. El parón forzado de la
actividad humana y económica acaso le sirva al planeta para recuperarse algo, y
a nosotros para reflexionar. Aunque no seremos todos, los arrogantes y los
prepotentes no están a favor de este parón, desdeñan la peligrosidad del coronavirus.
Hace unos días el republicano Dan Patrick, vicegobernador de Texas, en
una entrevista en Fox News, el canal que apoya la reelección de Donald Trump,
se despachaba diciendo: “Los abuelos deberían sacrificarse y dejarse morir para
salvar la economía en bien de sus nietos y no paralizar el país”. EEUU ya estaba
siendo acorralado por la pandemia, pero más importante que la vida de los seres
humanos era salvar la economía. El neoliberalismo más salvaje se mostraba con
descaro, sin pudor. Una respuesta propia del ideario de Trump o de Bolsonaro, partidarios
de no paralizar su país, minusvalorando el drama humano de esta pandemia. La
distopía es estado puro, el mundo feliz de Huxley, la vida en una burbuja de
cristal, fuera de la cual no se valora la vida del ser humano. La voz de los lunáticos
imponiéndose al criterio científico, negando el cambio climático y sin importarles
la explotación al límite de los recursos del planeta. Igual que las insensatas proclamas
del presidente mexicano López Obrador, quien alentaba a que la gente siguiera
paseando.
Después de escuchar a
Dan Patrick me acordé de Naomi Klein y su teoría del capitalismo del desastre que
desarrolla en La doctrina del shock.
El neoliberalismo quizás esté buscando una nueva oportunidad en esta pandemia,
como la encontró con el 11-S para imponer sus reglas o con la crisis económica
de 2008. El gurú del neoliberalismo, Milton Friedman, había diseñado la táctica
triunfal del capitalismo contemporáneo: aprovechar una crisis —real o
percibida— o un estado de shock de la sociedad para encontrar la oportunidad
donde “desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas
vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente
inevitable”.
Las
continuas informaciones que llegan a la opinión pública sobre la pandemia comparten
el daño que está ocasionando a la economía y a la Bolsa, con los estragos producidos
en la población: miles de muertos y apuros de la sanidad para atender a cientos
de miles de contagiados en crecimiento y la falta de medios para su atención.
Cuando termine esta
pandemia se habrá perdido empleo, se habrán producido retrasos en el pago de
hipotecas y alquileres, y habrá quien haya perdido parte de su vida. La
cobertura social de la población más desfavorecida será una prioridad. Pero, paralelamente,
los grandes emporios económicos y financieros demandarán activar cuanto antes
el balance positivo de su cuenta de resultados, y mirarán también al Estado.
Los Estados van a
salir muy tocados de esta crisis sanitaria, que derivará en crisis económica. El
neoliberalismo los ha convertido en un cliente más del mercado (en él compiten
por comprar mascarillas). Su misión de protector de la colectividad, no cuenta.
El interés público queda al mismo nivel que lo privado. Por lo pronto, nada más
desatarse la pandemia, es el Estado quien está dando una respuesta a la misma, y
no el gran capital, ni la Bolsa, ni el Ibex-35. No obstante, un acontecimiento
catastrófico como éste puede ser una atractiva oportunidad para el mercado
neoliberal. Atentos.
La pandemia ha
radiografiado lo frágiles que somos. Los deseos de que todo cambie no serán
suficientes. Ya pasaron otros cantos al sol, como en la crisis de 2008. Entonces
la oportunidad fue para el neoliberalismo, no para nosotros. No tuvo más que introducir
sus mecanismos de terror, de miedo a la hecatombe porque el sistema financiero
se desmoronaba, y con él la sociedad, para que el poder político lo socorriese en
detrimento de la vida de los ciudadanos, mermada por los recortes.
Mucho me temo que cuando
la pandemia pase no hayamos aprendido nada, y el capital vuelva a mostrarse
insaciable, y las ilusiones del cambio al que aspirábamos nos deje como
estábamos, o peor. Y que la naturaleza se enfade otra vez.
* Artículo publicado en Ideal, 05/04/2020.