Uno a veces no sabe cómo interpretar
lo que pasa en la escuela de hoy en día. Que quizá no sea distinto de lo que
ocurría hace dos, cinco o quince años. Advierto un ánimo contradictorio en
muchos docentes: buenos profesionales, pero desalentados con lo que están viviendo.
De los otros docentes, a los que la escuela sólo les importa porque es su medio
de vida, los excluimos de esta reflexión.
Hace días, cuando el otoño todavía nos
daba la espalda y parecía no querer vernos, conversaba con una maestra y sentía
que las palabras ahogaban su ánimo. Decía: “Son días de desánimo en muchos
aspectos: la sociedad que nos rodea, la política que nos gobierna y avergüenza,
o la pérdida de sentido en todo lo relativo a la escuela. Aun así, hay que
seguir”. Y tuve la sensación que, con este modo de comprender, la escuela, a
pesar de todo, estaba salvada de la indignidad que la rodea. Era como apelar a la
necesidad de mirar al círculo próximo e intentar sonreír, porque sólo desde él se
puede insuflar el ánimo preciso para seguir combatiendo.
La escuela hoy, más que en ningún otro
momento, es el lugar donde se concentran gran parte de las esperanzas e
inquietudes que acechan a la sociedad, pero también las heridas y las pústulas
infectas que la carcomen. Tanto le pedimos, tanto le exigimos, que se ve
impotente para paliar el brote infecto que malea las relaciones humanas en las
sociedades actuales. Por eso me seguía diciendo: “Pero cuesta tanto, ¿verdad?,
cuando se advierte el rumbo tan desorientado que siguen nuestros gestores. Leyes
educativas erráticas, avidez administrativa y excesivo control de la actividad
escolar, sociedad que no coopera con la escuela, que no nos ayuda en la
educación de sus hijos y nuestros alumnos…”. Y es que sobre las espaldas de los
docentes se deja caer una losa que los aturde. Quizá demasiado pesada. ¿No hay
nadie que vea eso?
Hace sólo unos días, conversaba con un grupo de maestras (jubiladas
o a punto de hacerlo), y el desaliento también cundía entre ellas. Habían
tenido una larga vida profesional, habían conocido todos los avatares por los
que ha pasado la educación y la escuela en la democracia, visto muchos cambios
para que todo siguiera igual, y sentían cómo se había ido deteriorando su
figura en la escuela. Recordaban cómo en los últimos años les pesaba la mirada
desafiante de padres y madres, de desprecio algunas veces y de desconsideración
otras. Y cómo su vida profesional estuvo asediada por ideas absurdas sobre cómo
trabajar con los alumnos, por cambios repetidos una y otra vez en decenios, y
que cada vez que se proponían los presentaban como nuevos, por rellenar papeles
y más papeles, muchos de ellos sin sentido e ineficaces. Una de ellas (todavía
en activo) me decía: “A mí vienen con muchas leyes, muchos proyectos, y yo hago
así (mostraba gestualmente cómo no les hacía caso) y me voy con mis niños y nos
ponemos a sumar, multiplicar y leer, y los miro a los ojos y les digo: aquí me
tenéis, mis niños”.
¿Qué hicimos con el gran capital humano que
representaba la docencia en los años ochenta, ansiosos de aprender y poner en
marcha cambios, para haberlos aburrido desde las administraciones educativas? ¿Qué
estamos haciendo ahora para, igualmente, seguir aburriéndolos?
Desde la punta de la pirámide en la
gestión educativa de este país no se atina, desde los sectores intermedios de la
administración (servicios educativos, centros de formación) tampoco. Demasiadas
maniobras interesadas en la esfera de la alta política y la micropolítica a la
que se refería Stephen J. Ball al hablar de la escuela. Demasiada incompetencia
para entender de qué va esto de la educación.
Es como si los que tienen que darse cuenta, es decir,
los que tienen los resortes del poder, no se dieran cuenta de que los maestros y
los profesores son los grandes artífices de la implementación de ideas y principios
educativos. Y no repararan en que sin ellos nada se puede ejecutar, porque los docentes
suelen ser los menos idóneos para materializar muchos de los cambios que se
promueven e impulsan desde las administraciones educativas si no creen en ellos.
La razón es simple: ellos, los docentes, sólo hacen y practican lo que se creen.
¿Ha pensado en ello alguna vez la administración educativa? ¿Ha pensado acaso
qué es en lo que creen los docentes?
Se les ha burocratizado tanto su labor, distraído con
tantos cantos de sirena, con tantos cambios que iban a traer grandes ventajas, vilipendiado
en el trato y el respeto que se les ha de tener, que ya no creen y, mucho me
temo, que hayan abandonado el principio básico que lleva a la ilusión: CREER.