sábado, 23 de abril de 2022

MI ÚNICA PATRIA, MI LIBERTAD*


Cada vez resulta más difícil ubicarse en las confusiones que nos envuelven en estos tiempos. Ni siquiera contamos ya con el beneficio de hallarnos a nosotros mismos. Se abusa de palabras como patria, tribu, casta, estirpe, también raza. Años intentando apostar por la multiculturalidad, y los discursos emergentes acentúan las diferencias y hasta la xenofobia. Se pretende imponernos un espíritu de supervivencia, ese que nos obliga a preservarnos de los demás, a convertir la convivencia en un ‘nosotros’ y ‘ellos’.

A la derecha le gusta mucho hablar de la patria; a la izquierda, menos, pero no le queda más remedio que entrar en combate. Por eso hemos escuchado a dirigentes de la izquierda expresar que un patriota es quien defiende la Constitución, o que la patria se protege pagando impuestos y dando buenos servicios públicos. No obstante, esto de la patria tiene sus subterfugios, como toda ‘buena’ obra humana. Así, para algunos, el servicio a la patria en tiempos de penuria fue conseguir una buena comisión en la provisión de urgentes mascarillas para combatir una pandemia; mientras otros prefieren darse golpes en el pecho exhibiendo una bandera, o esos otros que se miran el ombligo de su independencia. La honradez para con la sociedad o el bien común, que es el menos común de los bienes, parecen no importar.

La patria, en todo caso, es un reducto personal e íntimo donde uno intenta conciliarse consigo mismo y, si cabe, con los demás. Sin conciliación y compromiso no hay patria o, mejor, comunidad. Para qué la patria, si luego, en palabras de Machado,en los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden”; y el pueblo, sin nombrarla siquiera, “la compra con su sangre y la salva”. Hay tantos ‘salvapatrias’ queriéndonos encasillar en algún bando, nacionalidad, hermandad o equipo de fútbol, que nos hacen perder el sentido de pertenencia o de tribalismo. Mejor será hacernos los olvidadizos para huir de tanto ‘encasillador’ que solo busca arrimar el ascua a su sardina.

Las patrias que no queremos, ellas nos quieren a nosotros, porque quienes las construyen no cejaran de incluirnos para hacer bulto. En un mundo donde manda el ‘big data’ identitario somos el objetivo ideal para engrosar listas. Los gigantes de internet, Facebook o Google, y sus satélites, quieren saber cada día más de nosotros. Ellos son la otra patria, la patria invisible que también atrapa y sojuzga, que quiere saber nuestra fecha de nacimiento, nuestros gustos y aficiones, pues ya se sabe: los números suman tanto como las ganancias en dólares o en euros.

Gmail lleva años detrás de mí preguntándome la fecha de nacimiento. Siempre eludo decírsela, ¿acaso le pregunto por la suya? “Soy mayor de edad, señor Google”, me falta decirle. No sé si la querrá para felicitarme por mi cumpleaños, pero parece no darse cuenta de que no quiero cumplir años. A Facebook le puse mi fecha de nacimiento al registrarme, aunque estuve tentado de engañarle, pero como a uno lo educaron para ser formal y no mentir, terminé escribiéndola. Eso sí, no marqué la opción de felicitación por mi cumpleaños. Encuentro una ordinariez que Facebook me felicite, y con él la ristra de ‘amigos’ que no conozco más que por la foto del perfil, mientras no me felicita aquella prima con la que me crié y no veo desde que se trasladó a Barcelona siendo niña.

Hoy la política está llena de más políticos patriotas que nunca. Los discursos se han llenado de patriotismo tanto en el nacionalismo español como en los periféricos, tanto en el nacionalismo económico como en el de los ‘huelebanderas’. En mi niñez había mucho patriota que nos ponía a cantar el Cara al sol, ahora los patriotas te ponen mirando a Cuenca para clavarte todo lo que puedan, incluidas sus corrupciones. ¿Para qué queremos políticos tan patriotas que solo miran lo inmediato y las urgencias que priman en la sociedad de la posmodernidad? Seguramente no tendrán patria definida, más que la de ellos mismos, a pesar de tantos golpes de pecho para demostrar su pertenencia a alguna. Una pena que ya no haya políticos románticos que aspiren a cambiar el mundo.

La libertad manipulada por el falseamiento de la verdad no es la mejor manera de defender una patria. Si dejamos la libertad al albur de las incertidumbres, las manipulaciones, la insolidaridad, habremos creado desasosiego pero no país. Una patria sin esperanza no es más que una entelequia disponible para el mejor postor. Que la corrupción galope todavía, cuando nos ahogamos en ella en la primera década del siglo XXI, tampoco es de ser patriotas. Nunca se habló tanto de ella como en aquellos tiempos en que la corrupción política nos avasalló.

El discurso fácil y populista es barato, no cuesta nada, solo la osadía y el cinismo de pronunciarlo. Por eso se habla de bajar impuestos tan alegremente. ¿Lo abonamos todo al arbitrio del mercado? No sabría qué ocurriría entonces con el sostenimiento de la educación, la sanidad, los servicios sociales, las personas dependientes o las obras públicas y su mantenimiento. ¿Se lo dejamos al mercado y a los tiburones que lo controlan? El neoliberalismo que nos azota no tiene ni pizca de solidaridad.

Aunque no disponga de un velero bergantín esproncediano, diré: “Mi única patria, mi libertad”, pero para hablar sin cortapisas, y escuchar las ideas de quienes no piensan como yo, y guiar mis pasos conviviendo con los demás. Quiero ser patriota, pero practicando la solidaridad al pagar mis impuestos.

 *Artículo publicado en Ideal, 22/04/2022

** Ilustración: La Libertad guiando al pueblo (1830), Delacroix


miércoles, 13 de abril de 2022

LOS SERES HUMANOS COMO MERCANCÍA*

 

Llegaron hace unos días y ya están escolarizados. Los compañeros los han recibido con expectación y con esa sorpresa cándida que expresa un rostro infantil. Al principio se acercan a ellos tímidamente, tanteando, pronto quieren agasajarlos con su compañía, tan estrecha como pueda ser, sin límites a la prudencia. Los maestros les aconsejan: “no los agobiéis”, pero ellos exhiben una hospitalidad samaritana.

La guerra los ha expulsado de su país. Seguramente no comprenderán aún por qué están a miles de kilómetros de su casa, de su colegio, del parque donde jugaban. Sus ciudades (Mariúpol, Járkov, Kiev, Jersón…) están siendo sembradas de bombas. Han llegado a un país lejano, donde no suenan las sirenas de sonido estridente, y pueden pasear sin miedo por calles con edificios intactos, sin estruendosas explosiones, ni soldados por las calles, ni muertos que huelen mal.

Sus caras muestran una curiosidad contenida, se sienten el centro de decenas de miradas. Sus nuevos compañeros no dejan de hablarles, pero no los entienden, solo son capaces de dibujar sonrisas incrédulas. Recuerdan a aquellos otros niños de la guerra que salieron de España al exilio, con abrigos entallados y pantalón o falda cortos, abrazados a sus hermanos o padres para protegerse de las inclemencias del horror, recostados sobre un jergón, cubiertos bajo el abrigo de la madre, con los ojos vencidos por un sueño agotador o lanzando miradas tristes de desconsuelo. Los niños que retrató Robert Capa cuando huían de una guerra civil que estremeció España. Aquellos niños, como estos dos hermanos, son refugiados en un país extraño.

La guerra no hace distinciones, nos aboca a las mismas escenas de destrucción y montones de cascotes, a rostros atravesados por la extenuación y la desesperación y un hambre a medio saciar. Un panorama que invita a huir del horror y los obuses, a dejar atrás multitudes arracimadas en una estación queriendo escapar, y alzando los brazos para llevar en volandas a un niño hasta la ventanilla de un tren o la puerta de un autobús.

Se sienten a salvo en el colegio, aunque les retumba aún el sonido de las alarmas antiaéreas, como las que sonaban en el Madrid del 37, y se ven corriendo hacia sótanos, estaciones de metro o pasadizos en las tripas subterráneas de un hospital, sus guaridas protectoras. Cuentan el miedo que les producía ese sonido agudo e intenso, mientras corrían a los refugios de su ciudad: Irpin. Por fin duermen tranquilos, en España no las escuchan.

El siglo XX ha dado multitud de ejemplos de niños huyendo de sus hogares en guerras impías, el siglo XXI no quiere ser menos. Los seres humanos utilizados siempre como mercadería en el cambalache político. La dignidad humana es lo que menos se respeta, es el primer instrumento de chantaje en un conflicto. Lo hizo Marruecos no hace tanto abriendo las puertas a una salida masiva de migrantes en Ceuta y Melilla para presionar a España. Lo perpetró Bielorrusia el pasado invierno hacinando a miles de personas en la frontera con Polonia, sin importar las agresiones, el frío o la falta de alimentos. Sí, los seres humanos, mercancía para la presión política.

Los países de la Unión Europea se han volcado con los refugiados ucranianos, no ocurrió lo mismo con otros refugiados. La diáspora siria alarmó a Europa y se pusieron obstáculos: pocas ayudas, acogida a contadas personas y ofertas a Turquía para retenerlos en su territorio a cambio de cuantiosas cantidades de euros. En algunas fronteras de países orientales de la Unión Europea los seres humanos sirios, hacinados en campos infestos, fueron tratados como ganado, como delincuentes, a merced de las mafias. Europa mostró el otro lado: la no solidaridad.

En la guerra de Siria se practicaron todas las atrocidades que conocemos en las guerras, con la connivencia de Rusia. En Ucrania ocurre igual. Las imágenes de la televisión y la prensa son estremecedoras: destrucción, hambre, cadáveres pudriéndose en las calles, gente aterrorizada huyendo con lo puesto…, cientos de personas haciendo cola para conseguir comida. Esta guerra ha provocado el mayor éxodo en Europa desde la II Guerra Mundial, más de cuatro millones de refugiados. La cifra se puede disparar más allá del doble.

Entre las razones geoestratégicas de Rusia, el uso de los seres humanos como lanza de ataque para incomodar a la Unión Europea. La estrategia bélica: la salida de millones de refugiados hacia los países europeos y a esperar que la crisis humanitaria consiguiente provoque la ruptura de relaciones internas entre los países comunitarios, como ocurrió con los refugiados sirios y el trato cruel que les infligieron países como la Hungría de Orbán; o lo acontecido con las avalanchas de inmigrantes apostados en Lampedusa y la ignominiosa actuación de Salvini. Situaciones que dinamitaron entonces la unidad de acción humanitaria de la UE. Putin espera con los refugiados ucranianos una respuesta de desunión, que ahonde las diferencias ya experimentadas, acaso pensando que la ultraderecha europea vuelva a ser la voz discordante en la recepción de refugiados.

Hoy he visto a los dos hermanos de Irpín jugar en el recreo. Andriy y Daryna se divierten como todos los niños: con el entusiasmo y la sonrisa en el boca, El 28 de marzo se cumplían 80 años del fallecimiento del poeta Miguel Hernández, víctima también de otra guerra, quien escribía desde la cárcel donde murió: Tristes guerras / si no es amor la empresa. / Tristes. Tristes. / Tristes armas / si no son las palabras. / Tristes. Tristes. / Tristes hombres.

 * Artículo publicado en Ideal, 11/04/2022

**  Ilustración: Jacob Lawrence, Migration