No conozco todavía a
nadie que no sueñe con leer en los labios del destino alguna palabra
gratificante o que escudriñe entre los tejidos de la vida para atrapar alguna
hebra que aliente la esperanza. Remover deseos es una aspiración tan legítima
como necesaria. ¿Imaginan vivir sin un ideal, sin poder soñar con la vanidosa
pretensión de aliviar las amargas heridas que ensombrecen la vida? La
ensoñación es una licencia al alcance de cualquiera, Gustave Flaubert supo
elevarla a la categoría literaria en Madame
Bovary.
Ser un pesimista no
agota la ilusión. Detrás de una visión pesimista de la vida suele cobijarse el
anhelo de alcanzar la verdad que entierre la ignominia. El pesimismo, ese estado de ánimo conducente a un mundo sin esperanza -el dolor perpetuo a
que aludía Schopenhauer-, ha de conectarse con una visión existencialista como
método para juzgar lo que nos asfixia. Solo así estamos en disposición de
alcanzar el necesario estado de reflexión
de la realidad. Un pesimista es un adalid capaz de cambiar la realidad que no
comparte.
Veinte años es la quinta o
cuarta parte de la vida de una persona, si antes nadie se la ha arrebatado,
incluida la madre naturaleza. Las sociedades desarrolladas cifran la esperanza
de vida en torno a los ocho decenios, aunque en el planeta son muchas más las sociedades
no desarrolladas.
La Generación del 98 sintió
una pesadumbre mordaz por España. Joaquín Costa apostaba por “escuela y despensa”,
Ortega hablaba de la vieja y nueva política, Machado de las dos Españas y
Azorín calificaba a España de “vieja y tahúr, zaragatera y triste”. En pleno
siglo XXI España sigue siendo un país que despierta pesadumbres, a pesar de
tantos eslóganes repetitivos en la democracia: “España va bien”. Todos los
gobiernos han querido convencernos de que con ellos España iba mejor. Jamás se
habían prometido tantos paraísos. Son las miserias de la política, afanada siempre
en construir fábulas hasta confundirnos. “¡Basta de Historia y de cuentos! /
Somos el golpe temible de un corazón no resuelto”, clamaba Celaya en España en marcha’.
Así que pasen veinte años qué futuro deparará España
a las generaciones jóvenes. Nos hacen creer que luchamos por nuestro futuro, entretanto
alguien traza sus líneas gruesas, y hasta finas. Quien crea que tendremos un futuro
mejor, que levante la mano; quien piense que nos han lastrado la educación, el
bienestar o la esperanza, que se ponga a la cola de los desesperanzados. Tenemos
cosillas, sí, pero no hemos armado la base del futuro de este país, desperdiciando
oportunidades de desarrollo, porque interesaba más la especulación y los
proyectos inmediatos y propagandísticos.
El futuro de los próximos
veinte años es un futuro huérfano de esperanza. Las generaciones jóvenes lo
vivirán en la etapa humana donde brilla la ilusión. Los demás, quienes solo dispondremos
de esos mismos veinte años de vida, miramos con desesperanza. La experiencia
nos ha desesperanzado. Quizás nuestro nivel de confort material sea suficiente
para hacernos creer que no seremos privados de nada, cuando se resquebrajan las
bases del estado de bienestar que un día disfrutamos. Nuestro nivel de confort
humano y emocional como sociedad peligra, los valores se relativizan con
impudicia, la ética cívica se devalúa. El filósofo Byung-Chul Han
decía que hemos pasado de tener conciencia de sentirnos dominados a obviar
cualquier percepción de nuestra dominación. Me angustia lo que vivirán nuestros hijos o nietos en los próximos
veinte años, puede que sea una vida más triste y sojuzgada que la que hemos tenido
nosotros, pero sin darse cuenta.
La modernidad líquida no es la
mejor modernidad que deseo para las generaciones jóvenes. Les hemos uniformado
el pensamiento y las costumbres para que sean lo que interesa que sean, y de
ello estamos siendo culpables los que ahora ostentamos el poder político y el
poder de la experiencia. Somos incapaces de desvelarles verdades y peligros que
les son ocultados. Estamos permitiendo que los jóvenes dejen de ser una potente
máquina de cambio para convertirse en objetivos manipulables por quienes mueven
intereses muy distantes a cualquier aspiración de una sociedad justa.
Permitimos que sean atrapados en el hedonismo vacuo e inconsciente de un ‘mundo
feliz’, desmontándoles cualquier atisbo de pensamiento crítico. El hedonismo egoísta que alienta
la individualidad, y que Victoria Camps achacaba a la desorbitada “soberanía
del mercado”, que con su “oferta sin límites estimula la satisfacción inmediata
de cualquier deseo”.
Los estrategas que mueven este
mundo quieren jóvenes dóciles, infantilizados y consumistas, haciéndoles creer que
son dueños de sus vidas y de sus actos, cuando en
realidad son parte del engranaje mediático y existencial que les conduce por
donde interesa. Creen tener autonomía, pero no deciden. Viven en la sociedad
del hiperconsumismo, la
autoexplotación y el miedo al otro, como define a la civilización moderna
Byung-Chul.
No vamos hacia un mundo mejor. No lo era antes de la pandemia, ni será después
de ella. La ‘pospandemia’ ha estimulado el afán consumista y el ‘hiperegocijo’ como
‘inevitable’ resarcimiento de las privaciones padecidas. Las sociedades, afanadas en conformar sistemas de protección y atención
a sus ciudadanos, terminan haciéndoles más inseguros y dependientes, menos
autosuficientes y libres, más aislados. De qué vale que la humanidad ‘prospere’ si somos extraños
irreconciliables. Para qué tantos espacios sociales virtuales, si terminan
convirtiéndose en “espacios expositivos” donde prima el yo.
El auge de la cultura de masas
es el mayor enemigo del pensamiento. Si una sociedad deja de seguir el rumbo
marcado por el pensamiento es fácil que caiga en las redes de quienes abominan
del pensamiento.
* Artículo publicado en Ideal,
04/09/2021
** Ilustración: Salvador Dalí, Reloj evanescente
No hay comentarios:
Publicar un comentario