lunes, 16 de agosto de 2021

CONFORT SECTARIO*


Hablar solo con quienes piensan como nosotros es parte de esa tendencia del mundo de las storytelling, donde se crean irrealidades como mecanismo de protección de nuestros miedos. Las redes sociales han venido a alimentar un mundo donde se han perdido referentes morales y éticos para quedarnos con infundios y fabulaciones. Rodearnos de aduladores que nos regalen el oído es el mecanismo de los mediocres para sostener su estado vegetativo.

Hacer política alejándose de argumentos es fomentar no solo la alineación, también la alienación. Es la llamada ‘nueva política’ protagonizada por advenedizos huérfanos de preparación, conocimiento y honestidad con la verdad. Ya no les interesa el debate ni el pensamiento del contrario, su mensaje político solo va dirigido a quienes piensan como ellos. Se trata de mensajes adictivos que huyen de la convicción y la razón. Por eso triunfan en las redes sociales, donde el uso del lenguaje se ve depauperado hasta la insolencia.

Hemos llegado a un tiempo en que las verdades ni se buscan ni se comparten, sencillamente porque lo que menos importa es la verdad. Mejor medias verdades o aseveraciones impuestas a legiones de individuos. La búsqueda de la verdad ha perdido la prosapia que debiera guiarnos, cualquier mentira disfrazada de ‘veracidad’ es capaz de enardecer a las masas. No tiene más que ser auspiciada por medios sociales de desinformación. Perdida la capacidad de pensar, otros pensarán por nosotros. Lo vimos en el asalto del Capitolio promovido por Trump, lo vemos cuando se desprestigia al contrincante político con falacias que conducen a su encarcelamiento, o con Estados como Israel acusando a la cooperante Juana Ruiz de pertenecer a una organización terrorista hasta encadenarla y sin un juicio justo.

Se nos educa para que las opiniones y las ideas de los demás sean desechadas sin debate y ni siquiera haberlas escuchado, como si fuéramos dueños de verdades que obedecen a relatos incontestables. Y, sin embargo, un eslogan lo viene a decir todo, para qué los argumentos. Hemos construido un mundo donde las relaciones interpersonales los establecemos en dos ‘anticategorías’: ‘nosotros’ y ‘ellos’. Acaso el futuro haya dejado de existir para una sociedad cada vez más sumida en una misantropía enfermiza, donde la ética es lo que menos importa, tan lejos de esas palabras de Adela Cortina: “No hay futuro sin ética”.

Antes de irse de vacaciones, los políticos españoles dieron muestras de incompetencia e inmoralidad. Vimos desde el huero triunfalismo de Pedro Sánchez hasta la crítica desaforada y destructiva de la oposición, acusándolo de mentiroso, inútil y traidor. Solo se dirigían a los suyos con mantras para individuos que no supieran analizar la realidad por sí mismos. Se contraprogramaron ruedas de prensa y actos públicos, una comparecencia presidencial era remedada con otra comparecencia de la oposición. Bochornoso espectáculo con la única misión de zaherir mensajes ajenos.

España no necesita tantos gestos sectarios, sino lealtades. Cuando los fondos europeos están por llegar y repartir, cuando la pandemia sigue impactando y generando desazón en la población, cuando hay que dignificar las instituciones, huelga la política para crear división y confusión. Son los tiempos del confort sectario, donde todo se ha tornado en propaganda de mensajes para ser escuchados por los ‘nuestros’. En cuarenta años de democracia no hemos construido una economía potente, ni aumentado nuestra capacidad en investigación, ciencia, innovación o tecnología, han disminuido la justicia social y el bienestar, la ciudadanía es rehén de los grandes oligopolios y, sin embargo, ningún político se avergüenza de su incapacidad para resolver tantos déficits, cuando ya todos han gobernado. Me abochorna ver cómo se muestran orgullosos y no reparan en haber convertido a España, desde que entramos en aquella Comunidad Económica Europea, en un país de servicios, cuando no en el bar de copas de Europa.

Nuestros políticos son políticos de Twitter, de palabras contadas en mensajes ‘endulzados’ para satisfacer a seguidores, no a colectivos. Se ha sustituido la colectividad por la individualidad, lo pedagógico por el proselitismo fanático. Los políticos de ahora son aquellos niños que se educaron en la sociedad que rompió con las grandes utopías finiseculares, aquellas que alentaban una especie de aldea global solidaria e intercultural. Por eso les va mejor en Twitter, con mensajes rápidos y sobre la marcha, con palabras contadas que no argumentan pero lanzan eslóganes efectistas sin sostén teórico para enardecer a seguidores. Promueven el confort sectario como estrategia, de consignas fútiles para seguidores alineados en el páramo del ‘no debate’, a lo sumo montadas para discusiones de bar o de redes sociales, utilizando mensajes que suenan a ‘verdades sólidas y eternas’, como si hubiesen salido de una reflexión serena y sensata, y no de una estratagema bien pensada y tramada para anular pensamientos ajenos.

Solo interesa el eco del mensaje, aunque retumbe en una cabeza hueca y sin materia gris. Solo importa la respuesta visceral. Nos engañan, y nos lo creemos; nos adherimos al frentismo para buscar culpables, y pensamos que es el camino. Admitimos el fanatismo de las banderas, mientras vivimos el fracaso como sociedad incapaz de rebelarse ante tanta estupidez. Y aceptamos eso: fomentar la división, la negación del otro y subvertir los valores comunes para dejar de ser fuertes como colectividad.

Este declive del modelo de sociedad es posible que esté anunciando la llegada de una gran revolución, esa que acaso nunca llegue porque ya nuestra capacidad para ser autónomos revolucionarios nos exista. Por eso me abono al pesimismo como único adalid del hipotético cambio de una realidad no compartida.

* Artículo publicado en Ideal, 15/08/2021


martes, 3 de agosto de 2021

¿LA NOVELA HISTÓRICA AL RESCATE DE LA HISTORIA?*


¿Está el estudio de la Historia en franca decadencia?, ¿el auge de la novela histórica forma parte de cierta relajación intelectual de la sociedad, que prefiere conocer la Historia a través de la novela histórica antes que por un libro de Historia?, ¿interesamos en la escuela los docentes a nuestros alumnos en el conocimiento histórico? No sé si son pertinentes y oportunas estas preguntas en un tiempo en que la novela histórica ha alcanzado tan notable relevancia en la producción literaria de este país.

En agosto de 2018 se celebró un curso en la Universidad Menéndez Pelayo, dirigido por el periodista Pérez Henares y el historiador Calvo Poyato, bajo este epígrafe: “La novela al rescate de la Historia de España”. Como historiador, pero también como novelista, este título me llevó a plantearme si para salvar el conocimiento histórico había que apelar a la novela histórica. Un año después, en la Feria del Libro de Granada, fui miembro de una mesa redonda: “Realidad y ficción en la novela histórica”. En estos años son muchas las jornadas, encuentros o reuniones organizadas en torno a este género literario.

Ante esta cuestión, el primer pensamiento que me viene a la cabeza es si esta irrupción de la novela histórica obedece a la crisis de las Humanidades que advertimos en el sistema educativo, donde la filosofía o los estudios clásicos han perdido terreno en los currículos frente a las ciencias y las tecnologías. Desde el inicio del presente siglo la tónica de las reformas educativas ha ido en este sentido: abrir un vacío de devaluación humanística.

En estos días estivales la lectura ocupa algunas de mis horas: No digas que fue ayer de Ángel Fábregas, un retrato sobre la generación que cabalga ente los años 60 y 70 de aquella Granada, o El nombre de los nuestros de Lorenzo Silva, con el desastre de Annual de fondo. En el arranque del siglo XXI Javier Cercas se detuvo en el golpe del 23-F con Anatomía de un instante y en la guerra civil con Soldados de Salamina; Muñoz Molina nos regaló La noche de los tiempos y Almudena Grandes esa serie de ‘Episodios de una guerra interminable’. Vargas Llosa recreó el horror de la dictadura trujillista de República Dominicana en La fiesta del chivo o las conspiraciones internacionales para derrocar al presidente guatemalteco Jacobo Árbenz en Tiempos recios. Hay muchas más novelas donde lo histórico cobra protagonismo en una trama de ficción. De hecho las grandes editoriales disponen de profusas secciones de novela histórica.

Todas aportan una visión de la cotidianidad que la Historia suele olvidar, aunque no se sepa bien hasta dónde llega el dato histórico y dónde empieza la ficción. El lado humano de la historia, abordado por la corriente historiográfica de las mentalidades, es probable que sea narrado mejor desde la ficción que en una monografía histórica. Lo hizo con maestría Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales, elevando la ficción histórica a categoría literaria.

En esta ‘disputa’, a los historiadores quizás nos haya faltado mejorar las técnicas de divulgación de la Historia, sin que necesariamente mermara el rigor del estudio histórico. Escribir un libro de Historia, con la debida profundidad científica, no significa que haya que redactar un texto imposible de leer y comprender por el lector medio. Tampoco un docente tiene por qué hacer insufrible su clase de historia, la aproximación a ella se puede presentar de manera más atractiva.

Con el inicio de la democracia se abrió el horizonte de la divulgación histórica, los tiempos lo demandaban. Aparecieron excelentes colecciones: Historia16, y se editaron fascículos sobre temas históricos. Esta divulgación tuvo en la prensa a una gran aliada. Ideal, por ejemplo, editó aquella Historia de Granada, entre cuyos autores me cuento. Después vinieron estudios históricos de corte más divulgativo con Domínguez Ortiz o García de Cortázar, o esas grandes biografías sobre reyes, reinas y figuras señeras de la Historia de España. Fue una manera de aproximar la Historia al gran público.

No obstante, la sensación actual es que los historiadores hemos perdido terreno frente a la novela histórica. Los lectores la prefieren a un libro de divulgación histórica. Quizá sea porque la novela propone textos más asequibles a la lectura y la comprensión de las ideas; o acaso sea por la tendencia que impone la sociedad posmoderna de incentivar lo fácil, lo lúdico y lo accesible frente al esfuerzo del proceso analítico e intelectualizado de la comprensión histórica.

Una novela histórica no es un libro de historia, ni utiliza las mismas técnicas narrativas para trasladar el discurso al lector. La novela histórica, dentro de la necesaria verosimilitud que ha de proporcionar, emplea un tono de empatía que supera al texto histórico. Los recursos estilísticos y de seducción permitidos en la ficción propician situaciones y personajes que están ausentes en un texto histórico. Los personajes literarios se suelen presentar más humanizados que los históricos. La novela refleja una realidad que no siempre es la realidad que un historiador puede constatar en su obligación de mostrarla como se la sugieren las fuentes históricas. El novelista puede fraccionar la realidad, condensarla o presentarla como mejor convenga a las pretensiones del discurso que construye.

Es obvio que la novela histórica nunca podrá sustituir a un libro de historia, tampoco creo que lo pretenda, aunque haya novelistas que quieran hacernos ver lo contrario. Sin embargo, de cara a los lectores, el interés por un personaje, hecho o época histórica cuenta como aliados complementarios tanto con la novela como con el texto histórico.

 * Artículo publicado en Ideal, 02/08/2021