Hablar solo con quienes piensan como nosotros es parte
de esa tendencia del mundo de las storytelling,
donde se crean irrealidades como mecanismo de protección de nuestros miedos. Las
redes sociales han venido a alimentar un mundo donde se han perdido referentes
morales y éticos para quedarnos con infundios y fabulaciones. Rodearnos de aduladores
que nos regalen el oído es el mecanismo de los mediocres para sostener su estado
vegetativo.
Hacer política alejándose de argumentos es fomentar no
solo la alineación, también la alienación. Es la llamada ‘nueva política’ protagonizada
por advenedizos huérfanos de preparación, conocimiento y honestidad con la
verdad. Ya no les interesa el debate ni el pensamiento del contrario, su
mensaje político solo va dirigido a quienes piensan como ellos. Se trata de mensajes
adictivos que huyen de la convicción y la razón. Por eso triunfan en las redes
sociales, donde el uso del lenguaje se ve depauperado hasta la insolencia.
Hemos llegado a un
tiempo en que las verdades ni se buscan ni se comparten, sencillamente porque
lo que menos importa es la verdad. Mejor medias verdades o aseveraciones impuestas
a legiones de individuos. La búsqueda de la verdad ha perdido la prosapia que
debiera guiarnos, cualquier mentira disfrazada de ‘veracidad’ es capaz de enardecer
a las masas. No tiene más que ser auspiciada por medios sociales de
desinformación. Perdida la capacidad de pensar, otros pensarán por nosotros. Lo
vimos en el asalto del Capitolio promovido por Trump, lo vemos cuando se desprestigia
al contrincante político con falacias que conducen a su encarcelamiento, o con
Estados como Israel acusando a la cooperante Juana Ruiz de pertenecer a una
organización terrorista hasta encadenarla y sin un juicio justo.
Se nos educa para que
las opiniones y las ideas de los demás sean desechadas sin debate y ni siquiera
haberlas escuchado, como si fuéramos dueños de verdades que obedecen a relatos incontestables.
Y, sin embargo, un eslogan lo viene a decir todo, para qué los argumentos.
Hemos construido un mundo donde las relaciones interpersonales los establecemos
en dos ‘anticategorías’: ‘nosotros’ y ‘ellos’. Acaso el futuro haya dejado de
existir para una sociedad cada vez más sumida en una misantropía enfermiza,
donde la ética es lo que menos importa, tan lejos de esas palabras de Adela
Cortina: “No hay futuro sin ética”.
Antes de irse de
vacaciones, los políticos españoles dieron muestras de incompetencia e
inmoralidad. Vimos desde el huero triunfalismo de Pedro Sánchez hasta la
crítica desaforada y destructiva de la oposición, acusándolo de mentiroso, inútil
y traidor. Solo se dirigían a los suyos con mantras para individuos que no
supieran analizar la realidad por sí mismos. Se contraprogramaron ruedas de
prensa y actos públicos, una comparecencia presidencial era remedada con otra
comparecencia de la oposición. Bochornoso espectáculo con la única misión de zaherir
mensajes ajenos.
España no necesita tantos
gestos sectarios, sino lealtades. Cuando los fondos europeos están por llegar y
repartir, cuando la pandemia sigue impactando y generando desazón en la
población, cuando hay que dignificar las instituciones, huelga la política para
crear división y confusión. Son los tiempos del confort sectario, donde todo se
ha tornado en propaganda de mensajes para ser escuchados por los ‘nuestros’. En
cuarenta años de democracia no hemos construido una economía potente, ni aumentado
nuestra capacidad en investigación, ciencia, innovación o tecnología, han
disminuido la justicia social y el bienestar, la ciudadanía es rehén de los
grandes oligopolios y, sin embargo, ningún político se avergüenza de su
incapacidad para resolver tantos déficits, cuando ya todos han gobernado. Me
abochorna ver cómo se muestran orgullosos y no reparan en haber convertido a España,
desde que entramos en aquella Comunidad Económica Europea, en un país de
servicios, cuando no en el bar de copas de Europa.
Nuestros políticos son políticos de Twitter, de
palabras contadas en mensajes ‘endulzados’ para satisfacer a seguidores, no a
colectivos. Se ha sustituido la colectividad por la individualidad, lo
pedagógico por el proselitismo fanático. Los políticos de ahora son aquellos
niños que se educaron en la sociedad que rompió con las grandes utopías
finiseculares, aquellas que alentaban una especie de aldea global solidaria e intercultural.
Por eso les va mejor en Twitter, con mensajes rápidos y sobre la marcha, con palabras
contadas que no argumentan pero lanzan eslóganes efectistas sin sostén teórico para
enardecer a seguidores. Promueven el confort sectario como estrategia, de
consignas fútiles para seguidores alineados en el páramo del ‘no debate’, a lo
sumo montadas para discusiones de bar o de redes sociales, utilizando mensajes
que suenan a ‘verdades sólidas y eternas’, como si hubiesen salido de una
reflexión serena y sensata, y no de una estratagema bien pensada y tramada para
anular pensamientos ajenos.
Solo interesa el eco del mensaje, aunque retumbe en
una cabeza hueca y sin materia gris. Solo importa la respuesta visceral. Nos engañan, y nos lo creemos; nos adherimos al
frentismo para buscar culpables, y pensamos que es el camino. Admitimos el fanatismo
de las banderas, mientras vivimos el fracaso como sociedad incapaz de rebelarse
ante tanta estupidez. Y aceptamos eso: fomentar la división, la negación del
otro y subvertir los valores comunes para dejar de ser fuertes como colectividad.
Este declive del modelo de
sociedad es posible que esté anunciando la llegada de una gran revolución, esa
que acaso nunca llegue porque ya nuestra capacidad para ser autónomos revolucionarios
nos exista. Por eso me abono al pesimismo como único adalid del hipotético cambio
de una realidad no compartida.
* Artículo publicado en Ideal,
15/08/2021