Estaba redactando una cita para el ensayo sobre educación que estoy terminando, al citar el libro de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, equivoqué el año de su publicación: en vez de 2018 puse 2081. Así permaneció bastante rato hasta que advertí el error. Entonces me asaltó un pensamiento apocalíptico: cómo sería la educación si las democracias hubieran muerto. Se me sobrecogió el alma, aunque para ese tiempo yo ya no existiera, pero sí mis nietos.
Vivimos en los años veinte del siglo
XXI, el mismo donde se incluye 2081. La democracia en el mundo, ese concepto
burgués de organización de la sociedad, está seriamente atacada por próceres
que pertenecen a la burguesía más antediluviana, los mismos que en los albores
de la revolución liberal pretendían restringirla al máximo y no creían en los
derechos que hoy disfrutamos los que configuramos la ciudadanía, burgueses o
no, de las democracias occidentales. Por eso me preocupé tanto al ver esa fecha,
imaginé con horror cómo sería el futuro de mis nietos, igual que estoy
preocupado por nuestro futuro ahora, después de ver cómo ha empezado este siglo
emulando al que dejamos atrás, tan terrible para la historia de la humanidad.
Corren malos tiempos para la
democracia en el planeta. Seguramente la pandemia del coronavirus ha venido a
alimentar la crisis de la democracia, aunque antes de ella viniera dando
señales de debilitamiento y destrucción. En su concepto más formal solo se
mantiene en EEUU y la vieja Europa, si bien no le faltan los salpullidos de la
ultraderecha de tintes fascistas. El triunfo de Donald Trump, que abrió en
Estados Unidos la espita para el desmoronamiento democrático de ese país, parece
que contagió al resto de América, donde ya se vislumbraba un proceso de involución
preocupante: Venezuela, Nicaragua, Brasil… En el resto del mundo las cosas van mucho
peor: regímenes autoritarios o seudodemocráticos se extienden por ambos
hemisferios, y dos de los gigantes mundiales se posicionan lejos de la democracia:
Rusia y China, donde ni siquiera existe.
La campaña electoral en EEUU toca a
su fin, mientras, todos los ojos del planeta no apartan la vista. Si la
democracia está en peligro en países considerados democracias estables y
consolidadas, el futuro no se presenta muy halagüeño. Que esto ocurra en EEUU, la
democracia más antigua del mundo, preocupa más. La influencia de los sectores
negacionistas, terraplanistas o supremacistas está minándola, proyectando sobre
el modelo de vida democrático mentiras y medias verdades, generando confusión y
dudas fácilmente aceptadas por la población. Las redes sociales se inundan de
mensajes de este tipo y la debilidad de pensamiento de las sociedades
posmodernas, producto de una educación deficitaria, hacen el resto. En EEUU ha
crecido exponencialmente la influencia de los sectores más retrógrados y
negacionistas desde que Trump llegara al poder.
El recordado José Luis Sampedro decía
en una entrevista de 2009: “El sistema de vida occidental se acaba”, y añadía
que el sistema capitalista que había pasado por tantas fases (mercantilismo,
industrial, financiero, globalización) estaba agotado. ¿Puede la deriva
política de EEUU ser un síntoma de ello? Crisis y debilitamiento de la democracia
que nos recuerda al declive de las democracias occidentales del primer tercio
del siglo XX. Aquello no trajo nada bueno, la Historia lo deja claro: fascismos
y totalitarismos, los que vemos resurgir hoy en forma de populismos.
Adela Cortina señalaba que las
democracias funcionan mejor allí donde se refuerzan con códigos de conducta que
la comunidad asume. Que en las democracias actuales se confunda la mano
invisible de la economía de mercado y la mano visible del Estado es un peligro,
pero más lo es que la mano intangible de los valores, las normas y las virtudes
cívicas no exista. No es extraño que Levitsky y Ziblatt apunten como una de las
causas del declive de la democracia en su país a la erosión de creencias y
prácticas asumidas por el conjunto de la población. Las democracias necesitan
normas legales, pero se refuerzan con códigos de conducta y valores de
tolerancia respetados por la ciudadanía y el convencimiento de que las conductas
sectarias la ponen en peligro.
EEUU está en campaña
electoral, el mundo entero estamos en campaña electoral, la democracia,
también. Nos jugamos mucho: frenar a la ultraderecha que ha asomado las narices
como presagiando el peligro que no queremos que se reproduzca un siglo después.
Esa ultraderecha que siempre estuvo ahí, entreverada en poderes fácticos,
económicos y políticos, desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Las
dudas que Donald Trump ha sembrado en su
campaña sobre la fiabilidad del propio sistema democrático o de los resultados
electorales (dudando del voto por correo o animando a votar dos veces) es un
ataque frontal a la democracia. Gradualmente ha estado subvirtiendo el régimen
democrático con prácticas tóxicas y alentando un peligroso autoritarismo, si
consiguiera revalidar un segundo mandato el futuro sería impredecible.
El peligro para la
democracia en EEUU se inició hace cuatro años: alteración caprichosa de las
relaciones internacionales, proteccionismo económico, incremento del racismo,
política migratoria degradante, división interna del país, controversia con la
OMS y otras instituciones supranacionales, menosprecio a la prensa libre… Sin desdeñar,
no obstante su carácter coyuntural, la actitud imprudente de Trump frente a la
pandemia que ha causado millones de contagios y cientos de miles de muertes.
Como yo, Trump no vivirá en 2081, y
espero que su influencia para el futuro tampoco. La democracia y la educación,
los mejores constructores de futuro, espero que sí.
* Artículo publicado en Ideal, 30/10/2020.