miércoles, 22 de junio de 2022

ESCUELAS Y DOCENTES*


 

Hay realidades en el mundo de la educación que inevitablemente impactan hasta el sobrecogimiento. Aunque al mismo tiempo te hagan creer en ella y en la labor de los docentes. Hace unos días leí un reportaje de Simona Carnino, “Escuelas libres de violencia: la lucha pacífica de los docentes contra las pandillas en Honduras”, publicado en El País. En él se narra la historia de algunos docentes de escuelas de barrios marginales de Tegucigalpa, que arriesgan su vida para defender a los estudiantes del reclutamiento forzado por parte de las maras Salvatrucha y Barrio 18. Desde las rejas de las escuelas públicas ambas intentan convencer a niños entre 10 y 14 años para que ingresen en la banda por las buenas y, cuando no, por las malas. El reportaje visibiliza a unos docentes que, armados de valor, tratan de salvar a sus alumnos.

La labor de un docente no es solo enseñar los contenidos de una materia, consiste también en hacer de sus alumnos ciudadanos libres y mejores personas, aunque a veces esta tarea se ahogue en el terreno de la entelequia. Marina Garcés, en Escuela de aprendices, dice que la historia de la humanidad escenifica la tragedia de la educación: “una larga cadena de aprendizajes y una cadena aún más pesada de errores”, donde los humanos que deberíamos “aprenderlo todo… no aprendemos nunca nada”.

En el curso escolar que está a punto de concluir hemos recobrado la normalidad que la pandemia nos privó en los dos anteriores, cuando el confinamiento cerró las escuelas o nos separó en grupos burbuja. Una escuela cerrada es el acto más triste que puede cernirse sobre un pueblo, una barriada o sobre la sociedad misma. Ver las escuelas huérfanas de alumnos proyecta un panorama tan desolador como el que no hace mucho nos mostraba las ruinas de una escuela bombardeada en Lugansk.

El curso finaliza, pero no tardará en llegar otro, y el proceso de implantación de la enésima reforma educativa, si es que antes no lo evita un cambio de partido en el poder, que vendría, sin lugar a dudas, con la suya. La maldición de nuestra democracia: una reforma tras otra a base de varitas mágicas, que luego tantas ilusiones quiebran. No se dan cuenta, o sí, de que lo único importante en todo esto es la labor de los maestros, y ellos meros figurantes en el gran teatro de la educación. Los políticos actúan como enfermos imaginarios, obsesionados en enzarzarse en refriegas políticas, atrayendo solo la atención hacia sí mismos, mientras por el camino languidecen los sueños de tantos docentes. En estos días nos abochorna ese intento de abrir un nuevo frente judicial de la presidenta de la Comunidad de Madrid y el recurso ante el Supremo contra el bachillerato “por su falta de contenidos y elevada carga ideológica”; o aquello otro del Parlamento catalán aprobando una ley en contra de la sentencia que obliga a reservar más tiempo a contenidos impartidos en castellano. Es la bochornosa máxima de nuestra democracia: “A los políticos de todos los colores lo que menos les interesa es la educación”.

Cuando la educación se convierte en un tema central, Marina Garcés entiende que no se trata tanto de una crisis educativa como de una de esas crisis “civilizatorias en las que se muestran los conflictos, los deseos, los límites y las posibilidades de cada sociedad y de cada tiempo histórico.” Por esto mismo me quedo con los docentes como único baluarte que alienta la esperanza en una educación mejor. Ellos sostienen la escuela, lo veo a diario. Allí, donde hay un maestro, hay una escuela, decía el humorista gráfico Peridis.

Me gustaría que los docentes fuesen mejor tratados por la sociedad y la política, que no los enmarañaran en absurdos y desesperantes trámites burocráticos, que los dejaran hacer su trabajo. Nunca olvidemos que la educación es el mayor tesoro del que disponemos, un instrumento de emancipación, un espacio para hacernos seres más sociables, una plataforma de oportunidades para el desarrollo personal. Una persona o una sociedad sin educación es menos libre, más fácilmente manipulable, menos solidaria y justa.

Por eso siento una enorme satisfacción cuando veo a maestros y maestras que piensan en sus alumnos para hacer de ellos mejores ciudadanos, que no escatiman esfuerzos para darles la posibilidad de que nunca sean parte de una masa informe e ignorante. La mayoría de nosotros les debemos mucho. Mis recuerdos se inundan de maestros que me enseñaron, me guiaron, me pusieron en el camino de ser lo que ahora soy. Sin el esfuerzo de mi familia y de mis maestros yo sería ahora alguien incapaz de escribir este artículo y, sin embargo, lo escribo, porque la educación me ayudó a formarme en aquellos años sesenta y setenta cuando estudiar era casi una extravagancia para los hijos de las clases humildes y trabajadoras. Me llegó la oportunidad para ser ahora un ciudadano formado, crítico, cívico, con vocación de devolver a la sociedad lo mejor que pueda ofrecerle.

El psiquiatra Enrique Rojas, en su libro Todo lo que tienes que saber sobre la vida, aparte de escribir que en la vida no es tan importante tener buenas cartas, sino saber jugarlas, entiende que educar es proporcionar raíces y alas, amor y disciplina, es seducir con valores que no pasen de moda. La educación es el mayor tesoro del que disponemos y el sostén de la sociedad, ¡qué menos que cuidarla!, como hacen esos maestros que luchan a diario en los barrios marginales de Tegucigalpa.

  * Artículo publicado en Ideal, 21/06/2022

 ** Norman Rockwell, Visitando una escuela rural, 1947

martes, 7 de junio de 2022

VIVIR COMO TOPOS*

 


Recordando noticias de la España tardofranquista, la de los ‘topos’ fue una de las más impactantes. Ocultos en zulos, sótanos excavados bajo tierra o habitáculos parapetados tras un armario hubo españoles viviendo durante veinte o treinta años. Mi mente adolescente se preguntaba cómo era posible aquello, qué clase de vida habrían llevado o por qué lo habían hecho.

Las guerras no terminan cuando se dice que terminan. La reconstrucción de vidas desgarradas no acaba nunca. Los ‘topos’ que emergieron a finales de los sesenta, después del decreto de amnistía de 1969 del dictador Franco, eran presos de la misma guerra civil de treinta años atrás, como los muertos en las cunetas sesenta u ochenta años después. Estuvieron ‘sepultados’ en agujeros inmundos, privados de libertad, huyendo de las represalias del régimen dictatorial que había mandado a miles de españoles al exilio. El miedo a morir, la venganza de los vencedores, la ausencia de compasión o la persecución sin piedad los camuflaron como a tálpidos. “Ellos, los vencedores, / Caínes sempiternos, / de todo me arrancaron. / Me dejan el destierro.”, decía Cernuda en Un español habla de su tierra.

El miedo, la supervivencia, la vileza, la represión, la bellaquería obligaron a ocultarse a miles de españoles cuando finalizó la guerra. El miedo a ser fusilado ocultó a Manuel Cortés treinta años en su casa de Mijas, bajo la protección de Rosa, su mujer, cuenta la película La trinchera infinita. Como las vidas que narraron los periodistas Jesús Torbado y Manuel Leguineche (1977), en el libro Los topos, de los hermanos de Benaque (Málaga), Juan y Manuel Hidalgo, tras 28 años escondidos; o la del ‘topo’ de Felanitx (Mallorca), cobijado en un pozo y fusilado al ser descubierto; o los trece años de Manuel Serrano en Almodóvar del Campo (Ciudad Real). Historias de desagarro e infamia, que no fueron las únicas en la dictadura.

El alcance de los horrores de una guerra nunca llegaremos a conocerlo. Tan evidentes pero tan repudiables, se enquistan en los recovecos de la mente. Las consecuencias son antes tragedias personales que colectivas, muchas quedan sepultadas en los confines del olvido cuando se ‘normalizan’ la guerra o la paz. Las afrentas son tantas que nunca podrían caber en las páginas de un periódico, en programas de radio o de televisión, ni siquiera en el universo de internet.

En la guerra de Ucrania ocurren cada día incontables atrocidades, la verdad de las mismas es lo que ya desconocemos cuando la manipulación informativa aparece. Más de tres meses de invasión y no cesan los bombardeos de escuelas, estaciones de ferrocarril o corredores humanitarios. Cada día se descubren civiles asesinados con manos atadas a la espalda y fosas comunes atestadas de cadáveres. Han pasado días, y el episodio en la planta metalúrgica de Azovstal (Mariúpol) persiste como un relato impío donde cientos de personas viviendo como topos más de dos meses nos ha conmovido. La oscuridad bajo tierra ha sido una dura prueba para niños que necesitaban correr, saltar, tocarse, reír con sus travesuras…, una experiencia de privaciones, de precaria alimentación, de sed a medio saciar, de extenuantes desarreglos intestinales. La salud mental, afectada, sin duda. Como topos se refugiaron para huir de la muerte, sin rayos de sol que iluminaran amaneceres, sin paseos bajo la arboleda del parque donde jugaban entre risas y carreras.

Mientras Rusia bombardeaba e impedía evacuaciones de población civil e indefensa, esta se preguntaba: “Qué mal hemos cometido para que nos hagan esto”. Mujeres, niños, ancianos, todos queriendo salir de un agujero horadado en la tierra para otros fines, distintos a los de soterrar bajo las ruinas a cientos de personas. Y el llanto mezclado con olores de heridas supurantes de los soldados postrados en catres improvisados. Dos meses o más sin ver la luz del día, refugiados en túneles y búnkeres insalubres, oliendo a humedad y a desesperación.

A cuentagotas salieron para ver nuevamente el resplandor del sol entre la nebulosa del humo de las bombas que caían sobre una ciudad devastada y un espacio de trabajo y convivencia convertido en ruinas y escombros. Para Rusia, una conquista estratégica, Mariúpol permitiéndole enlazar la península de Crimea con territorios separatistas del Donbás.

Las guerras convierten a los individuos en anónimos e ignorados. La normalización de la guerra es la mayor excusa para construir toperas infinitas. El silencio de aquella España sojuzgada y cautiva, temerosa, que callaba cosas que era mejor callar, la hizo cómplice de la ocultación de aquellas otras víctimas anonimizadas de la guerra civil durante decenas de años. La normalización de una guerra empieza cuando solo se habla de avances y retrocesos en los frentes, del número de muertos, bombas y morteros lanzados sobre edificios, de las represalias contra el invasor o las ayudas prestadas al invadido.

Por eso es tan importante, para que no se normalice una guerra, llenar los relatos de historias personales, de madres que protegen a sus hijos, de padres desesperados que van al frente, de la reinvención diaria para proveer la subsistencia, de cuál será el futuro, de las ilusiones truncadas, de los daños psicológicos que se alojarán en los confines del recuerdo.

Horrores como los de Bucha o Borodianka, y los que no nombramos, son parte también de la ignominia con que se conduce el ser humano, desposeído de humanidad, capaz de destruir sin piedad. Si no se habla de las historias personales, si no se hace terapia individual y colectiva, Ucrania será una gran topera, y lo será durante muchos años.

 * Artículo publicado en Ideal, 06/06/2022

 ** Miguel Becerro, De Guernica (1937) a Bucha (2022), historia de la estupidez humana.