Las guerras casi siempre se inician con una mentira, una excusa o un incidente como parte de un equívoco interesado. Se trata de la anécdota detrás de la que se esconden las verdaderas intenciones e intereses geoestratégicos, económicos o ideológicos. Somos como niños que pretendemos engañar con cualquier subterfugio. Antes de invadir Polonia, Hitler simuló un ataque polaco contra un puesto fronterizo alemán, la operación Gleiwitz: soldados alemanes disfrazados de soldados polacos irrumpieron en una estación de radio alemana, utilizando cadáveres de judíos de campos de concentración, para amañar un ataque enemigo. El asesinando en Sarajero del archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona austrohúngara, a manos de Gavrilo Princip, dio inicio a la Primera Guerra Mundial. Y así similares e incontables maniobras a lo largo de la historia para justificar la invasión de países. La más reciente: la falacia del nazismo ucraniano esgrimida por Putin para invadir Ucrania.
Pero quizá la gran mentira de este siglo XXI sea la que ‘inventó’ el Trío de las Azores (George Bush, Tony Blair y José María Aznar) para invadir Irak aquel 20 de marzo de 2003, bajo la falsedad de la existencia de armas de destrucción masiva. Sin escrúpulos, provocaron una guerra que cambió el orden y equilibrio mundiales, y cuyas consecuencias aún perviven. Las muertes, el desequilibrio en Oriente Próximo y Medio, o la ola terrorista islámica desatada, fue el precio pagado, demasiado alto, por la decisión inconsciente de tres mandatarios, cada uno movido por sus intereses personales.
La oposición generalizada, con aquel “No a la guerra”, se extendió por el mundo occidental en una protesta ciudadana sin precedentes. Hoy lamentamos que de los tres artificies de la guerra reunidos días antes en las Azores, solo Aznar no haya mostrado un atisbo de duda por haber apoyado una intervención armada que el tiempo ha demostrado que estaba sustentada en una mentira, incluso manteniendo la idea de que el mundo fue mejor tras aquella operación bélica. En 2008 manifestó que nunca se arrepentiría de aquella foto, calificando el encuentro como “el momento histórico más importante que ha tenido España en 200 años”. No sabría decir si con ello nos tomó el pelo a los españoles o tuvo un episodio de delirios de grandeza. No obstante, en esta intención mesiánica del ex presidente, sospecho que le invadió el deseo de modificar los equilibrios de poder dentro de la Unión Europea, y que España jugara un papel relevante en el contexto europeo y en sus relaciones con EE UU. Algo que a día de hoy no se ha conseguido. Y 20 años después de aquella invasión, sostiene que volvería a respaldar aquella guerra, aunque supiera que no había armas de destrucción masiva en Irak.
La falacia de las armas de destrucción masiva, jamás encontradas, y el peligro que se decía que suponían para Occidente, encubrían enormes intereses para controlar el petróleo, utilizando también otra fantasía: la democratización de Irak. El negocio de la guerra estaba servido, los halcones del Pentágono lo sabían, y las nefastas consecuencias, también. Demasiada manipulación de pruebas, mentiras y engaños para justificar una tropelía que la historia ha ido ‘juzgando’ en las dos décadas transcurridas.
Cuando el presidente Bush proclamó el 1 de mayo del 2003 el fin de las operaciones militares en la cubierta del portaaviones Abraham Lincoln, la realidad es que la verdadera guerra desatada no había hecho más que empezar. Esta contienda ha convulsionado las dos primeras décadas del siglo XXI: alteró el equilibrio de poder existente y propició un panorama internacional con nuevos actores que desestabilizaron la paz y la convivencia mundial. Hoy vivimos, en nuestras vidas diarias, consecuencias de aquello, no sólo económicas y de movilidad, también de proliferación del racismo hacia lo musulmán y el miedo al terrorismo.
La actuación de EE UU fue abominable e infame, convirtiendo la guerra en el gran negocio de muchos y vulnerando los derechos humanos en la famosa prisión de Abu Ghraib, donde las torturas y vejaciones despertaron el rechazo mundial por el trato vejatorio y humillante a los presos iraquíes por militares estadounidenses, agentes de la CIA y contratistas privados; o con la reclusión en Guantánamo de presos sin garantías jurídicas que, como denuncia Amnistía Internacional: “sigue perpetuando graves violaciones de derechos humanos”.
Una guerra siempre es como un macabro aquelarre, plagado de barbaridades, dramas y víctimas inocentes. En Irak se puso de moda denominar todo esto como ‘daños colaterales’. Asesinatos de población civil aparte, murieron periodistas españoles, como José Couso, en el ataque al hotel Palestina, ubicación de la prensa internacional, por tropas estadounidenses; o el de Julio Anguita Parrado, en otro ataque iraquí a estadounidenses. Y es que en la guerra ‘vale’ todo, y casi todo queda impune.
Aquella mentira trajo un mundo más inseguro y agitado, y abrió muchos escenarios indeseados: Irak y sus regiones limítrofes se convirtieron en un avispero tribal, donde kurdos, suníes y chiíes tomaron el poder en territorios separados, erigiéndose en motivo de desestabilización de la zona y objetivo de países próximos: Irán apoyando a los chiíes, el yihadismo adueñándose de territorios y fuentes de energía, o la creación del posterior Estado Islámico. Se avivó el resentimiento del mundo musulmán hacia Occidente por las vejaciones que consideraban sufridas, y que aún vemos no se ha disipado.
Casi siempre la historia se escribe con reglones torcidos que los historiadores tratamos, no de enderezar, sino de darles sentido. Es el oficio de historiador a que se refería Marc Bloch.
*Artículo publicado en Ideal, 26/03/2023