ANTONIO LARA RAMOS
Las cifras que hablan de la pobreza en el mundo son como para ponernos el vello de punta, o quizá mejor para que se nos corte la digestión. Pero mucho me temo, si me permiten la licencia, que ni el primero se nos encrespará, no sé si porque la costumbre de depilarse está cada vez más extendida; ni es probable que se nos corte la digestión, porque estamos inmersos en la cofradía de la dieta a cuenta de alcanzar la figura ideal. Si bien, lo que no quiero pensar es que ante tanta pobreza no se conmueva ni un gramo de nuestro cuerpo.
Dicen las estadísticas que una quinta parte de la población mundial vive con menos de un dólar al día y que cinco millones de niños y niñas están al borde de la muerte cada año por la dichosa hambre. En la Cumbre Mundial sobre la Alimentación, celebrada en 1996, se hablaba de reducir el hambre a la mitad para el año 2015 (primer objetivo del milenio). A la luz de la situación actual hemos avanzado poco, 2015 está a la vuelta de la esquina y esto no tiene visos de alcanzar semejante reducción. ¡Ojalá estemos equivocados! Ahora se habla del año 2050. Mucho nos tememos que ésta como las anteriores predicciones sólo sirva para tranquilizar malas conciencias. El mapa de la pobreza en el mundo no ha cambiado sustancialmente, salvo espacios económicos emergentes en el continente asiático, desde hace cuarenta años: los que eran pobres siguen siendo pobres y los que eran ricos siguen siendo ricos, incluso ostentosamente.
No pretendemos escribir aquí un alegato llamando a la rebelión de los desheredados, dejémoslo para ellos. Tan sólo queremos mirar hacia dentro, hacia la sociedad de la opulencia en que vivimos, a ver si encontramos atisbo de rebelión de los acomodados frente a esta ignominia contra el hombre. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a rebelarnos ante esta injusticia social? Quizá estemos demasiado lejos en intereses, deseos y ambiciones –que no en distancia kilométrica– para sentir el problema. Si hay millones de personas que viven en la más absoluta pobreza –qué digo, viven mientras leemos este artículo, después de la última línea habrán muerto por inanición o por una enfermedad que aquí se cura con una aspirina– pero no lo recogen los telediarios o las páginas de un periódico, entonces no existen. Ya saben: ojos que no ven…
Encuentro difícil que la rebelión contra la pobreza invada nuestra conciencia colectiva y brote entre nosotros de forma mayoritaria. Estamos atrapados en la sociedad del crecimiento continuo y del consumo desaforado que arrancó en los albores de la revolución industrial. Es probable que nuestro modo de vida nos haya convertido en seres indolentes y dóciles, y ello haya adormecido los valores solidarios que de otro modo movilizarían nuestro natural espíritu de rebelión, el que ha hecho avanzar a la humanidad. Las normas morales, nuestra ética, nos obligan, no dejan descansar nuestra conciencia; entonces, ¿por qué tengo la sensación de que está adormecida?
¿Es el hombre un ser ‘rebelable’ por naturaleza? Con seguridad que sí. Nos rebelamos ante una decisión que consideramos injusta. Schopenhauer consideraba la rebeldía como una virtud original del hombre. En este tenor, entendemos que está llamado a rebelarse haciendo honor a esta cualidad de su condición humana. Por la rebeldía no consintió doblegarse a una vida en las cavernas, a ser un esclavo de otros hombres o a ser un siervo de la gleba, se levantó contra la explotación en la era industrial, como se alza cuando ve peligrar la libertad… La carrera de la humanidad ha estado expuesta a un sinfín de avatares, y la rebelión ante una vida sojuzgada y opresiva ha sido una práctica irrenunciable. Pero lamentablemente el ser humano es también fácilmente manipulable y, llegado el caso, alcanza con absoluta habilidad una fascinante acomodación a los ‘placeres de la vida’, que una vez probados no está dispuesto a renunciar, aunque los que le rodeen no los disfruten.
Quizá no baste con un concierto de música, ni siquiera con dos o tres, o los que se organicen –aun reconocida tan encomiable iniciativa–, donde se hurgue en nuestras conciencias en busca de solidaridad. Como tampoco bastan los programas internacionales que se impulsan desde los organismos internacionales, ni el despliegue solidario de las organizaciones no gubernamentales, ni las recolectas del ‘domund’ y otras muchas iniciativas que seguro habrá. Quizá haya llegado la hora de los ciudadanos, de que alcen su voz colectiva e individual, que hagan uso de la democracia y espoleen a sus gobiernos, y voten a quien presente un mejor y mayor plan de cooperación internacional. Quizá sea el momento para no exigir más por nuestro bienestar y sí por el de otros seres humanos. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a renunciar, aunque sea una parte insignificante de nuestro confort, para que nuestros gobiernos puedan hacer una política de cooperación internacional que al menos llegue al ridículo 0,7 %?
Los valores morales son los que respaldan la condición de la dignidad humana, universalmente asumida como principio inherente a nuestra especie. La obligación moral es lo que nos queda a la ciudadanía de a pie. Ni disponemos de los resortes de la economía, ni somos grandes grupos de presión económica, ni Estados poderosos. A la persona le queda su esencia moral de ciudadano, esa que ningún poder puede invadir y menos doblegar, le queda el poder tenaz de la rebeldía que sumado alcanza cotas inconmensurables, pero que aislado es como la gota de agua que se estrella sobre la cresta de una piedra disgregándose en infinitas partículas de agua que desaparecen.
No pretendo generar mala conciencia, a lo mejor estoy escribiendo este artículo por tenerla, pero por nuestro bien, por nuestra felicidad, no podemos olvidar a los que están al otro lado del bienestar. Tenemos la obligación ética y moral de exigir a nuestros gobiernos –hablo como ciudadano europeo– que pongan en marcha todas las políticas internacionales de cooperación para dar la respuesta efectiva a la pobreza extrema, que ahora se antoja irresoluble y que aguijonea nuestras conciencias al saber que también lo hace en el estómago de millones de personas.
Rousseau concebía en la especie humana dos tipos de desigualdad: una, la natural o física, establecida por la naturaleza (edad, salud, altura, carácter…); otra, la desigualdad moral o política, que depende de una suerte de convención, la de que se deriva del consentimiento de los hombres. En esta desigualdad es donde tenemos y debemos intervenir para erradicarla, apelando a la conciencia moral que debe presidir la condición del ser humano.
Dicen las estadísticas que una quinta parte de la población mundial vive con menos de un dólar al día y que cinco millones de niños y niñas están al borde de la muerte cada año por la dichosa hambre. En la Cumbre Mundial sobre la Alimentación, celebrada en 1996, se hablaba de reducir el hambre a la mitad para el año 2015 (primer objetivo del milenio). A la luz de la situación actual hemos avanzado poco, 2015 está a la vuelta de la esquina y esto no tiene visos de alcanzar semejante reducción. ¡Ojalá estemos equivocados! Ahora se habla del año 2050. Mucho nos tememos que ésta como las anteriores predicciones sólo sirva para tranquilizar malas conciencias. El mapa de la pobreza en el mundo no ha cambiado sustancialmente, salvo espacios económicos emergentes en el continente asiático, desde hace cuarenta años: los que eran pobres siguen siendo pobres y los que eran ricos siguen siendo ricos, incluso ostentosamente.
No pretendemos escribir aquí un alegato llamando a la rebelión de los desheredados, dejémoslo para ellos. Tan sólo queremos mirar hacia dentro, hacia la sociedad de la opulencia en que vivimos, a ver si encontramos atisbo de rebelión de los acomodados frente a esta ignominia contra el hombre. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a rebelarnos ante esta injusticia social? Quizá estemos demasiado lejos en intereses, deseos y ambiciones –que no en distancia kilométrica– para sentir el problema. Si hay millones de personas que viven en la más absoluta pobreza –qué digo, viven mientras leemos este artículo, después de la última línea habrán muerto por inanición o por una enfermedad que aquí se cura con una aspirina– pero no lo recogen los telediarios o las páginas de un periódico, entonces no existen. Ya saben: ojos que no ven…
Encuentro difícil que la rebelión contra la pobreza invada nuestra conciencia colectiva y brote entre nosotros de forma mayoritaria. Estamos atrapados en la sociedad del crecimiento continuo y del consumo desaforado que arrancó en los albores de la revolución industrial. Es probable que nuestro modo de vida nos haya convertido en seres indolentes y dóciles, y ello haya adormecido los valores solidarios que de otro modo movilizarían nuestro natural espíritu de rebelión, el que ha hecho avanzar a la humanidad. Las normas morales, nuestra ética, nos obligan, no dejan descansar nuestra conciencia; entonces, ¿por qué tengo la sensación de que está adormecida?
¿Es el hombre un ser ‘rebelable’ por naturaleza? Con seguridad que sí. Nos rebelamos ante una decisión que consideramos injusta. Schopenhauer consideraba la rebeldía como una virtud original del hombre. En este tenor, entendemos que está llamado a rebelarse haciendo honor a esta cualidad de su condición humana. Por la rebeldía no consintió doblegarse a una vida en las cavernas, a ser un esclavo de otros hombres o a ser un siervo de la gleba, se levantó contra la explotación en la era industrial, como se alza cuando ve peligrar la libertad… La carrera de la humanidad ha estado expuesta a un sinfín de avatares, y la rebelión ante una vida sojuzgada y opresiva ha sido una práctica irrenunciable. Pero lamentablemente el ser humano es también fácilmente manipulable y, llegado el caso, alcanza con absoluta habilidad una fascinante acomodación a los ‘placeres de la vida’, que una vez probados no está dispuesto a renunciar, aunque los que le rodeen no los disfruten.
Quizá no baste con un concierto de música, ni siquiera con dos o tres, o los que se organicen –aun reconocida tan encomiable iniciativa–, donde se hurgue en nuestras conciencias en busca de solidaridad. Como tampoco bastan los programas internacionales que se impulsan desde los organismos internacionales, ni el despliegue solidario de las organizaciones no gubernamentales, ni las recolectas del ‘domund’ y otras muchas iniciativas que seguro habrá. Quizá haya llegado la hora de los ciudadanos, de que alcen su voz colectiva e individual, que hagan uso de la democracia y espoleen a sus gobiernos, y voten a quien presente un mejor y mayor plan de cooperación internacional. Quizá sea el momento para no exigir más por nuestro bienestar y sí por el de otros seres humanos. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a renunciar, aunque sea una parte insignificante de nuestro confort, para que nuestros gobiernos puedan hacer una política de cooperación internacional que al menos llegue al ridículo 0,7 %?
Los valores morales son los que respaldan la condición de la dignidad humana, universalmente asumida como principio inherente a nuestra especie. La obligación moral es lo que nos queda a la ciudadanía de a pie. Ni disponemos de los resortes de la economía, ni somos grandes grupos de presión económica, ni Estados poderosos. A la persona le queda su esencia moral de ciudadano, esa que ningún poder puede invadir y menos doblegar, le queda el poder tenaz de la rebeldía que sumado alcanza cotas inconmensurables, pero que aislado es como la gota de agua que se estrella sobre la cresta de una piedra disgregándose en infinitas partículas de agua que desaparecen.
No pretendo generar mala conciencia, a lo mejor estoy escribiendo este artículo por tenerla, pero por nuestro bien, por nuestra felicidad, no podemos olvidar a los que están al otro lado del bienestar. Tenemos la obligación ética y moral de exigir a nuestros gobiernos –hablo como ciudadano europeo– que pongan en marcha todas las políticas internacionales de cooperación para dar la respuesta efectiva a la pobreza extrema, que ahora se antoja irresoluble y que aguijonea nuestras conciencias al saber que también lo hace en el estómago de millones de personas.
Rousseau concebía en la especie humana dos tipos de desigualdad: una, la natural o física, establecida por la naturaleza (edad, salud, altura, carácter…); otra, la desigualdad moral o política, que depende de una suerte de convención, la de que se deriva del consentimiento de los hombres. En esta desigualdad es donde tenemos y debemos intervenir para erradicarla, apelando a la conciencia moral que debe presidir la condición del ser humano.
(Artículo publicado en el diario IDEAL de Granada el 22 de agosto de 2008)
2 comentarios:
Lo cierto, es que la gente se acomoda a un bienestar y a unas comodidades que les hacer ser egoistas en general, y la mayoría en su vida diaria no se paran a pensar en la pobreza y condiciones de vida tan precaria en la que viven millones de personas.
Vivimos en una sociedad de la opulencia,como bien dices,Antonio. Todos tenemos necesidades.
A medida que nuestro nivel de vida mejora necesitamos más, sin pensar en los que realmente están necesitados.
Podríamos distinguir entre necesidades verdaderas y falsas. “Falsas” son aquellas que intereses sociales particulares imponen al individuo para su represión: las necesidades que perpetúan el esfuerzo, la agresividad, la miseria y la injusticia. Su satisfacción puede ser de lo más grata para el individuo, pero esta felicidad no es una condición que deba ser mantenida y protegida si sirve para impedir el desarrollo de la capacidad (la propia y la de otros) de reconocer la enfermedad del todo y de aprovechar las posibilidades de curarla. El resultado es, en este caso, la euforia dentro de la infelicidad. La mayor parte de las necesidades predominantes de descansar, divertisrse, comportarse y consumir de acuerdo con los anuncios, de amar y odiar lo que otros odian y aman, pertenecen a esta categoría de falsas necesidades.”
“El hecho de que la gran mayoría de la población acepte y sea obligada a aceptar, esta sociedad, no la hace menos irracional y menos reprobable. La distintición entre conciencia falsa y verdadera, todavía está llena de sentido.
Pero esta distinción misma ha de ser validada. Los hombres deben llegar a verla y encontrar su camino desde la falsa hacia la verdadera conciencia, desde su interés inmediato al real. Pero sólo pueden hacerlo si experimentan la necesidad de cambiar su forma de vida, de negar lo positivo, de rechazar,de revelarse.
lamentablemente pertenezco a uno de los gremios más insolidarios que existen (la enseñanza). En lo que se refiere a saber que el problema de uno es el problema de todos, a los mineros no les llegamos ni a las suelas de los zapatos.
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