Más de dos meses desde
la celebración de las elecciones generales y aún no tenemos un nuevo gobierno.
Si tuviéramos la experiencia de Italia, con su enorme fragmentación
parlamentaria, tal vez podríamos estar tranquilos (sin mencionar el actual excurso
de tinte ‘fascitoide’). Durante décadas la política italiana fue por un lado y
el país y su economía por otro. Eso no le impidió ser una de las principales
economías del mundo. Roto el bipartidismo en España, la fragmentación política es
una realidad, pero a diferencia de Italia nuestra idiosincrasia y trayectoria histórica
como país es distinta.
Vivimos en el país de
las dos Españas machadianas, donde casi todos los conflictos los resolvemos
parapetados en un enconamiento visceral, cuando no con conatos de choque
violento y excluyente. Al otro, al que piensa distinto de nosotros, si hay que
eliminarlo, no tenemos empacho en mandarlo al exilio sin más contemplaciones.
La crispación es, o lo es para algunos, consustancial a nuestra forma de hacer
política. La derecha, cuando no está en el poder, alienta la crispación sin
cortapisas. Ejemplos hemos tenido. La democracia parece habernos enseñado poco
en materia de convivencia política. Este es un país de herencias históricas.
El debate abierto en
torno a la formación del nuevo gobierno, con el aderezo de los gobiernos autonómicos,
ha desvelado que habiendo cambiado de actores las formas de hacer y de decir
siguen siendo las mismas. La política española está enquistada en las posicionamientos
que heredamos del franquismo: frentismo e intransigencia, izquierda y derecha,
y el fusil siempre al hombro.
En Alemania la debacle
del nazismo y la derrota en la Segunda Guerra Mundial les enseñó que si querían
borrar aquella amarga experiencia y prosperar como país habían de proveerse de una
nueva convivencia y de sentido de Estado. Durante décadas dieron ejemplo: si un
partido no ganaba las elecciones, tampoco obstaculizaba la formación de
gobierno al ganador, y en momentos puntuales hasta se coaligaron democristianos
y socialdemócratas para formar gobierno. El país no se podía paralizar. En
España esto es impensable. En la actual situación de fragmentación
parlamentaria parece que ni nos sirve la fórmula italiana ni la alemana. El
tema no está en que vuelva el bipartidismo, sino en saber hacer política.
Nosotros tuvimos
nuestro fascismo, antes una guerra civil, y algo antes una república. ¿Sacamos
alguna enseñanza de ello en la democracia? Los partidos políticos en España no
saben construir la convivencia, ni saben estar a la altura del país. Demasiadas
herencias y excesivo sentido fratricida que enturbia la convivencia.
Al final de la primera
década del siglo XXI la crisis económica nos zarandeó hasta el punto de generar
una gran crisis política y social. En la segunda
década del siglo XXI creímos que saldríamos de ella con el suficiente aprendizaje
para convertirnos en una sociedad mejor. La realidad de estos últimos meses lo
desmiente. Seguimos con los mismos defectos y las mismas maneras hoscas en el
decir, y un rencoroso posicionamiento frente al adversario, como hace quince o
diez años. Los actores han cambiado, la diversidad de opciones políticas también,
pero nuestro cainismo sigue presente.
Los nuevos partidos lo
hacen tan mal como los viejos. Hubo un tiempo en que creímos que con la llegada
de la nueva política las cosas serían distintas y que el zarandeo de las
conciencias serviría para algo: acabar con la vieja política que nos había
llevado a la crisis social, política y económica. Entonces pensamos también que
los políticos serían distintos, con un sentido más colectivo de la decencia,
incluso que los propios ciudadanos rechazaríamos formas barriobajeras de hacer
política. Todo un espejismo: los nuevos líderes políticos acopian posiciones
sectarias e intransigentes, en absoluto constructivas.
Uno de los partidos de la
nueva política, Ciudadanos, se ha radicalizado, adoptando una deriva hacia la
derecha que lo ha alejado del centro político que reivindicaba en exclusividad.
Igual ocurre con Podemos, cuyo lamentable liderazgo no ha hecho más que restarle
presencia política.
Al PSOE, ganador de las
elecciones generales, a pesar de su exigua mayoría, se le está torpedeando la
posibilidad de formar gobierno. Para ello se han utilizado argumentos que rayan
la infamia: ser socio del independentismo o aliado de terroristas. La veracidad
o mentira de estas afirmaciones no es lo importante, que se repitan machaconamente
para que parezcan verdad, sí. Con esto
PP y Ciudadanos están alentando el protagonismo de quien no debería tenerlo:
independentismo e izquierda abertzale. Y con relatos plagados de mentiras están
demostrando que España les importa poco. Su fariseísmo es obsceno: hablan de
los otros enemigos de España y, sin embargo, se alían con VOX, quien precisamente
maneja unas ideas poco recomendables para la construcción de la convivencia
nacional y de una sociedad más justa e igualitaria.
España necesita formar pronto
un nuevo gobierno. El país y las necesidades de la ciudadanía lo demandan. La
celebración de unas nuevas elecciones sería un fracaso general achacable a la
clase política. Obstaculizar la formación de un gobierno es una deslealtad con
España, y si viene de la mano de aquellos que hacen del patriotismo su bandera,
una traición. Los partidos de la derecha no tienen la aritmética parlamentaria
que les permita formarlo, como sí hicieron en Andalucía; sin embargo, están
haciendo todo lo posible para dificultar que lo haga el PSOE. Tampoco Podemos está
ayudando mucho, la obsesión por entrar en el gobierno no me parece la mejor
opción. Con ellos el nuevo gobierno estaría más preocupado por su coordinación
interna que en trabajar por el país.
El tiempo político que
no quisimos que regresara, ahora nos aplasta como una apisonadora.
*
Artículo publicado en Ideal el 15/07/2019
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