lunes, 17 de marzo de 2025

¿PACIFISMO O BELICISMO?*

 


Muchos hemos vivido sin la apremiante necesidad de pronunciarnos ante una guerra que llegara hasta nuestra propia casa. El destino nos ha asignado un papel contemplativo, cuando no condescendiente, en un mundo donde la estulticia y la depravación han campado a sus anchas manu militari para satisfacción de intereses mezquinos. Lejos, ocurriendo todo siempre lejos.

Ha transcurrido una quinta parte de este siglo, fluctuando entre el esperanzador bienestar y los sobresaltos de inhumanas e injustas veleidades repartidas por el resto del planeta, mas las manifestaciones del ‘No a la guerra’ de Irak pueden resultar una broma frente a los nubarrones que acechan nuestra tranquilidad. Esperemos que no tengamos que pasar de impotentes testigos, viendo por televisión imágenes sobrecogedoras de destrucción y muerte, a activas víctimas de una barbarie desencadenada por lo que ya es una mafia mundial dueña de gobiernos influyentes. Hemos visto en Ucrania o Gaza a ejércitos causar la muerte de personas inocentes y la destrucción de ciudades. La guerra no ha cambiado su lógica: lo importante no es destruir ejércitos, lo realmente relevante es arrasar a la población civil, sus casas y las infraestructuras suministradoras de energía, comunicaciones o abastecimiento.

En una guerra cada bando tiene sus adeptos. La neutralidad puede estar mal vista y la crítica concebirse como deserción. En la Primera Guerra Mundial la neutralidad de España no fue óbice para que se crearan corrientes de opinión: germanófilos (apoyando al Imperio Alemán) y aliadófilos (a favor de Francia y Reino Unido). En la siguiente gran guerra la postura pacifista más llamativa fue la de Gandhi. Con su ‘no violencia’ se negó a apoyar a Reino Unido contra la Alemania nazi, entre otras razones, por la contradicción de luchar en favor de una libertad que el imperio británico negaba a la India. Gandhi recomendó a la población dejarse conquistar por los alemanes, como a los judíos, que no opusieran resistencia a sus verdugos. Aquella actitud despertó una gran controversia, la más significativa la de Orwell, autor de ‘1984’, también pacifista pero crítico con Gandhi, defensor del uso de la violencia para combatir el nazismo y fascismo europeos.

La paz no deja de ser una batalla cultural. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, entendida como bien universal, la paz se vio sometida a relatos propagandísticos de estadounidenses y soviéticos. Tiempo de Guerra Fría y cada bloque promoviendo guerras y conflictos locales por medio mundo. El Congreso Mundial de Intelectuales por la Paz —agosto, 1948, Wroclaw (Polonia)— se vio envuelto en discursos egocéntricos. Una prueba de la fragilidad de la paz, incluso siendo teorizada por mentes supuestamente formadas.

Desde entonces no ha cundido en Europa el riesgo de un conflicto bélico a gran escala. Con la invasión de Ucrania por Rusia, hace tres años, las incendiarias proclamas de Trump, hablando de que “la Unión Europea se formó para joder a Estados Unidos”, o la ruptura de la alianza transatlántica mantenida durante ochenta años, han activado tambores de guerra. El gran debate gira en torno a la seguridad. Menguado el gasto militar —no peligraba la paz, ni siquiera en la década de los noventa con el conflicto yugoslavo—, este brusco despertar lo cambia todo. La presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, ha propuesto un plan de rearme europeo por valor de 800.000 millones de euros en cuatro años. Enorme inversión en defensa, contradiciendo las palabras de Luther King: “Una nación que gasta más dinero en armamento militar que en programas sociales se acerca a la muerte espiritual”.

El indecente y humillante trato de Trump hacia Zelenski en Washington escenificó el paupérrimo interés que el presidente estadounidense tiene por la paz en Europa. Anulada la ayuda a Ucrania, para él solo existe negocio: la explotación de las tierras raras, a cualquier precio, sin importarle el daño causado por Putin a Ucrania o el debilitamiento de Europa. Sin ánimo de atribuirle a Trump un nivel cultural inexistente, acaso al negociar con Zelenski le hayan soplado el pensamiento de Erasmo de Rotterdam que decía: “La paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa”.

La carrera por el rearme empieza a interpelarnos a los ciudadanos. La situación no deja de ser convulsa, las tensiones y amenazas afloran. Rusia no cejara en su empeño de seguir adelante si triunfa en Ucrania: repúblicas bálticas o Polonia, mientras Trump se acerca a Putin. La inquietud entre los líderes europeos es patente. Macron lo ha manifestado: “Estamos entrando en una nueva era”.

¿Es posible la tercera guerra mundial?, ¿dónde nos situaríamos nosotros: militando como pacifistas o apostando por el belicismo? Un debate en aumento que hará crecer la incertidumbre que poco a poco invade nuestra esfera personal. Por lo pronto, nos debatimos en si Europa necesita tanto gasto en defensa o deberíamos hacer más esfuerzos en favor de la paz.

Con solo mirar la Historia entenderemos que las amenazas de hoy no son baladíes. La II Guerra Mundial vino precedida de discursos amenazantes y acciones militares puntuales de la Alemania nazi. No las tomaron en serio las potencias occidentales, hasta que un primero de septiembre del 39 Polonia era invadida.

La guerra siempre será una salida cobarde a los problemas de la paz, como sostenía Thomas Mann, pero qué hacer cuando los intereses de gobernantes psicópatas y mafiosos se anteponen y su ansia expansionista busca conquistar territorios y recursos, sin importarles el daño causado a millones de inocentes. ¿También ahora la guerra sería sinónimo de fracaso?

*Artículo publicado en Ideal, 16/03/2025.

** Bansky, Para y revisa, 2007, Belén (Cisjordania)


martes, 4 de marzo de 2025

UN PODER TAN NECESARIO*


Si se quedara sola la clase política para dirimir el futuro de un país y de la vida en sociedad seguramente terminaríamos en una guerra sin cuartel. La vida pública de la política no termina de salir de un estercolero que a los ciudadanos nos abochorna. Los debates en el Congreso son de todo menos constructivos episodios de diálogos platónicos en defensa de la justicia, la verdad o el bien común. Aseguraría que es el lugar donde más se miente en España. La construcción de relatos falsos y malintencionados, dirigidos a la opinión pública, abundan en una vociferante verborrea de gentes enervadas que ni siquiera se escuchan: puro alarde de estulticia parlamentaria. Prefiero las conversaciones entre gentes sentadas al calor de unos rayos de sol en una plaza pública.

En uno de los Caprichos de Goya, “El sueño de la razón produce monstruos”, aguafuerte donde el pintor nos presenta un panorama sombrío dominado por los desasosiegos que atormentan al ser humano, en una visión onírica de animales —lechuzas, búhos, gatos o linces— que representan la imagen sórdida de todo lo ajeno a la razón. Engendros que torturan a quienes no son capaces de encontrar explicaciones a la zafiedad de la política o el abuso de poder, lejos de la razón kantiana o la búsqueda de la modernidad de España, entonces inspirada en las ideas de la Ilustración, con la que soñaba Jovellanos.

La razón, facultad del ser humano, bajo la impronta de la libertad para pensar y reflexionar, sacar conclusiones, juicios y valoraciones, deber ser el eje vertebrador de nuestra vida en sociedades modernas y civilizadas. Sin embargo, la sensación percibida por la ciudadanía es que la razón está desaparecida en aquellos ámbitos donde nunca debiera ausentarse: las esfera de los poderes del Estado.

Hoy muchos monstruos se ciernen sobre nuestro país. El ruido, la crispación, la algarabía, la mugrienta falsedad, se han apoderado de la política de una manera vomitiva: burdo sarcasmo, dialéctica barata, descalificación del otro, ausencia de ideas y argumentos, solo chabacanería y vulgaridad. Los ciudadanos, víctimas de esta desvergüenza, de la tergiversación de los hechos, ven mancillado su derecho al sosiego y atormentadas sus vidas. Monstruos generados por esa clase política indecente, inventora de mentiras y obscenamente criticona de todo. En nuestro país solo les falta esgrimir una motosierra, como los perturbados Milei o Musk, para hacernos sentir atacados y perseguidos por el mismísimo Leatherface, el trastornado mental de la familia de caníbales de La matanza de Texas.

La vida pública se ha llenado de bazofia, que se traslada sin reparos a la ‘vida social’ encaramada en las redes sociales para acumular más basura. Aburre y cansa. Y poco importa que finalmente recale en el tercer poder del Estado de derecho: la Justicia, a través de continuas demandas y denuncias. En estos años hemos asistido a no pocos espectáculos donde los jueces por una u otra razón han sido protagonistas de la vida pública. La separación de poderes, heredada de la Ilustración y El espíritu de las leyes de Montesquieu, cuesta reconocerla. Duele escuchar decir que en los órganos de poder de la Justicia hay sectores conservadores y progresistas, que la ideología de un juez es de un signo u otro, que su pensamiento jurista —no el personal, como individuos pueden tener sus propias ideas— está mediatizado por un sesgo ideológico que condiciona las sentencias que después dictará. Esto abruma, entristece y subleva a la ciudadanía.

A mí no se me ocurre elaborar un informe técnico condicionado por mi aversión a ideas, personas o intereses concretos, reflejándolo luego en las argumentaciones o motivaciones que fundamentan lo que serán propuestas de resolución. En el caso de los jueces quiero imaginar que tampoco, que el ejercicio de su labor y decisiones se rige por procedimientos ungidos —con el enorme poder que les atribuye la Constitución— por el cumplimiento estricto y garante de la norma. Conocer sentencias sobre los mismos hechos, las mismas situaciones, la misma vulneración de derechos, presentadas por distintas personas a titulo individual o colectivo, que terminan siendo diferentes, a favor o en contra, provoca desconfianza hacia la Justicia.

La prensa nos bombardea con informaciones plagadas de noticias judiciales que dirimen disputas políticas, muchas de ellas con las instituciones del Estado involucradas. El espacio público de debate, garantía de democracia y parlamentarismo, se traslada a la esfera judicial en la búsqueda de autos y sentencias que puedan favorecer al demandante. La vida política es judicializada, mientras la sensación de la ciudadanía es que hay jueces que entran en este juego y practican más política que justicia.

Los poderes del Estado no pasan por su mejor momento. El descrédito a que se ven sometidos aumenta el escepticismo ciudadano hacia las instituciones. Las sociedades democráticas, no obstante, basan gran parte de su fortaleza en instituciones fuertes y respetables, garantía de los principios fundamentales de justicia y salvaguarda de los derechos y libertades.

Un poder tan necesario como la Administración de Justicia, pilar del Estado de derecho, debe aislarse de la vida política, evitar ser considerado un adversario político más o un peón de intereses partidistas que van más allá de la ecuanimidad en la aplicación de las leyes. ¡Cuidado, la política siempre intentará involucrarlo en esta trampa!

Necesitamos que la Justicia coadyuve al alcanzar el equilibrio de la vida democrática, que sea garante de las normas que emanan de la soberanía popular y que se abstraiga de las razones ideológicas para regirse solo por las razones legislativas.

* Artículo publicado en Ideal,03/03/2025.

** Ilustración incluida en el artículo publicado en Ideal, 03/03/2025.