sábado, 21 de junio de 2025

DONALD VINCENT TRUMP*

 


Noche cerrada en lluvia. El afamado promotor inmobiliario Donald Vincent Trump abandonaba el despacho, se había finiquitado el diseño de lo que sería la Trump Tower de la Quinta Avenida. Se construiría en el solar del viejo edificio Bonwit Teller. La demolición arramblaría con varias esculturas de piedra caliza estilo Art déco y la verja de la entrada, pero le prometió al arquitecto Der Scutt que se salvarían donándolas al Metropolitan. Promesa nunca cumplida. Finalizaban los setenta y Vincent Trump ansiaba comerse el mundo.

Ivana ultimaba los detalles de la cena. Aquel proyecto había que celebrarlo. La agotadora jornada alentó a Vincent a dar un paseo, debía despejar la mente. Bordeando Columbus Circle, en la esquina de Central Park West le llamó la atención una luz que se entreveía por la espesa arboleda. Movido por su innata curiosidad de oportunista, se adentró en el parque. Por las hojas de los árboles resbalaban suavemente gotas de lluvia. La luz se hacía más refulgente a medida que avanzaba. Intuyó una enorme figura redonda, una nave brillante que emitía una luz blanca cegadora. Un hombre de aspecto fatigado le salió al paso. “Un pordiosero, menudo malandrín, que no espere nada de mí”, pensó. El circunspecto individuo no podía articular palabra, solo levantó la mano como si saludara. Desconfiado, Vincent dio un respingo, aquella mano le resultó extraña: el dedo meñique lo tenía rígido. No soportaba ver las taras de nadie.

Aturdido, contó a Ivana lo sucedido. Quien no tardó en aconsejarle que se olvidara de aquella historia. Vincent Trump guardó durante décadas el secreto, no fueran a tomarlo por loco. Pero el olvido es tozudo y solo borra lo que le interesa, por lo que nunca abandonó la idea de que aquel individuo formaba parte de una misión de invasores galácticos que habían adoptado la imagen de personas de pocos recursos. La obsesión por su presencia en nuestro planeta iba en aumento, la misma que le hacía acumular millones de dólares y diversión.

Pasado el tiempo conoció a Melania y, sin saber cómo, la historia de aquella noche en Central Park se avivó. “¿Será porque ella es inmigrante?”, pensó. Cada vez que se topaba con desconocidos se fijaba en las manos y el dedo meñique. La paranoia la trasladó a Melania, quien también se fijaba en las manos de la gente. Se convencieron de que en muchos rincones del mundo los invasores de una galaxia remota, seres de un planeta agonizante, estaban aquí con el propósito de conquistarnos y destruir, sobre todo, su hermoso país —Estados Unidos—, un vergel de riqueza y una arcadia de paz y felicidad.

Sus negocios iban viento en popa, ganaba prestigio como empresario, pero la teoría de los peligrosos alienígenas, enmascarados con aspecto humano menesteroso, no corría la misma suerte. Pocos le creían. Incluso había quien lo miraba de reojo, entretanto él se mantenía como héroe solitario, salvador de la Tierra, en sus inamovibles convicciones. Su gran misión: perseguir a estos enemigos allí donde estuvieran. Nada de confiarse frente a su aparente normalidad que no llamaba la atención. Bien se lo advertía a Melania: “No podemos fiarnos de nadie, quien menos creamos puede ser uno de ellos”. El país, en peligro ante tan horripilantes seres, debía saber cuáles eran los detalles para descubrirlos, aparte de la rigidez del dedo menor, la ausencia de latidos cardíacos y de expresión de las emociones. Lo peor, su manera de morir: su cuerpo se vaporizaba al instante en una luz roja y sin sangrar.

Vincent Trump, inasequible al desaliento, porfiaba ante un mundo descreído por convencer de la pesadilla que había comenzado, su lucha en solitario no era suficiente. Los tiempos iban cambiando, galopaba el siglo XXI, y llegaban nuevos adelantos tecnológicos para manipular la realidad y propagar bulos y mentiras. Progresivamente su discurso de los invasores ganaba adeptos, tal creencia se convertía en una religión. Movimientos como Make America Great Again —MAGA— y su lema: “Haz a los Estados Unidos grande otra vez”, constituían plataformas perfectas para difundir el temor a la invasión de extraños seres que delinquían y nos robaban.

Las ambiciones de Donald Vincent Trump le llevaron a pactar con quien fuera para conseguir ser presidente de EE UU, solo de esa manera podría combatir a los usurpadores y culminar su venganza. Y bien que lo consiguió. En su primer mandato, muchos de los que tenía cerca le traicionaron, afirmó que se trataba de invasores infiltrados. Como ese vicepresidente desleal que no secundó la teoría del robo de las elecciones. O el sonoro fracaso del muro para cerrar totalmente la frontera con el indigno país de México, permisivo con la entrada de tantos enemigos.

Llegaría su segundo mandato y los combatiría sin compasión. Y así fue cómo les declaró la guerra y puso en marcha un plan para eliminarlos: deportaciones masivas, redadas en centros de trabajo, detenciones para llevarlos a cárceles de países colaboradores, dispersión de familias, niños separados de sus padres… Persecuciones en campus universitarios —que tildaba de concentración de invasores, ladrones del conocimiento y el saber, venidos de países remotos de Asia, África o América del Sur—, imposición de leyes a universidades para no matricular a asaltantes extranjeros, retirada de fondos del Estado.

Hasta que estallaron las protestas y manifestaciones ante semejante locura. Ciudades, como Los Ángeles, se levantaron para poner freno a inopinado dislate, y Vincent Trump mandó a la Guardia Nacional y todo se convirtió en un caos. (Continuará)

*Artículo publicado en Ideal, 20/06/2025.

** Ilustración: El meñique_Hugo Horita_Clarín


viernes, 13 de junio de 2025

TANTAS HISTORIAS PERDIDAS*

 


Cuando los “ladrillos del pasado”, como llamaba Benedetti a los recuerdos, se bañan en melancolía, lo normal es que los episodios del pasado revitalicen la añoranza de un tiempo perdido. El pasado, cada vez más lejano y desdibujado por la tiranía del olvido selectivo, trata de ordenar viejas amistades y vivencias probablemente siguiendo un orden aleatorio e incontrolable, sumidas en el limbo ajeno a la conciencia.

Así fue cómo se avivaron los recuerdos para ensamblar el retrato de una niñez que se despertó como una estampa machadiana de un patio de Granada o un huerto donde madura un limonero, o de jardines floridos, tréboles emergiendo entre el césped o agua brotando en fuentes en los jardines del Triunfo. Y luego una juventud ignota de décadas en tierra desconocida, y muchas historias personales y familiares perdidas en “algunos casos que recordar no quiero”.

Una fotografía en blanco y negro desencadenó esta marejada de sentimientos y melancolía de episodios olvidados. Cincuenta años ocultados bajo la penumbra brumosa del tiempo, eclipsando tantos resplandores compartidos en la infancia y adolescencia. El tiempo es capaz de mantener un cordón umbilical plagado de recordatorios que a poco que se agiten nos retrotraen al niño que fuimos, el que marca el adulto que somos, a “la verdadera patria del hombre, la infancia” que decía el poeta Rainer Maria Rilke.

La escolaridad marca una etapa fundamental en nuestras vidas. Concluye casi siempre inesperadamente, seguida del distanciamiento de quienes un día compartieron proyectos comunes, mientras se abren nuevos horizontes vitales. La distancia es el olvido, decía un bolero. Vidas que siguieron caminos diversos para acaso no cruzarse jamás, salvo si el azar del destino consigue unirlas, no se sabe con qué pretensión, pero sí haciendo de mediador. Como un apagón que extendiera la oscuridad, así quedaron decenas de vidas hace cincuenta años cuando aquellos adolescentes de COU del 74 abandonaron el colegio Salesianos del Triunfo. Como es posible que les ocurra a los escolares de ahora en este final de curso: cerrarán una etapa, se trasladarán de colegio o accederán a la Universidad.

Medio siglo que daría para muchas historias perdidas, tantas como la vida es capaz de componer. Una fotografía en blanco y negro de jóvenes con pelo largo, pantalones acampanados y camisas floreadas volvió a unirlos hace pocos días, con pelo ralo, canoso, achaques y cuerpo desgarbado, para alentar conjeturas y certezas sobre cómo habría sido la vida de cada uno. Algunos estudiaron medicina, otros han sido arquitectos, profesores, empresarios, militares… Pero una vida da para mucho más: quedaron por descubrir los amores vividos, el nacimiento de hijos, nietos, alegrías, penas, el dolor por la muerte de algunos, un sinfín de avatares vitales que nunca hubiéramos conocido.

El final de aquel verano del 74 separó vidas, y aquel septiembre no sería el del reencuentro. La vida continuó sin que supiéramos cómo aquellos compañeros, algunos amigos, acogieron los cambios que la historia de España deparó: la muerte del dictador, los primeros pasos en libertad, solo quedaba memoria de incipientes y adolescentes inquietudes políticas, y de la infancia, de profesores enigmáticos, de trabajos compartidos, de nuestra excepcionalidad para no examinarnos de Selectividad… y acaso los primeros amores adolescentes. Y de los versos de Machado: “Estos días azules / y este sol de la infancia / son el vago recuerdo de una vida temprana”.

España zozobraba, el dictador pretendía la continuidad de su régimen, pero Carrero Blanco saltaba por los aires y cincuenta años después nos enterábamos que algunos de nosotros vivieron la experiencia muy de cerca, mientras pasaban unos días en Madrid. Y así tantas historias que acaso nunca conoceremos. Paralizadas quedaron nuestras disputas entre ser de Beatles o Rolligs, mientras los ecos de Roberta Flack y su Killing me softly alentaban las ultimas emociones compartidas, como la música que marcaría después nuestras vidas o los libros leídos, o los viajes realizados.

No ha habido tiempo para más, quizás nunca lo tengamos, tampoco conoceremos cómo evolucionamos de aquella masculinidad impostora en la que se nos educó. Todos chicos, todos varones, todos machos. Solo tuvimos una raya en el agua cuando en aquel COU del 74 vinieron cinco chicas de la Sagrada Familia para estudiar Latín, más por necesidad que por aperturismo a la escuela mixta. Fuimos victimas de la separación por sexo de la escuela franquista, preservadora del miedo a mezclarnos, no se soliviantara una ‘indecencia’ que la naturaleza ya había despertado. Educados en la áspera masculinidad, la democracia luego nos civilizó.

No fuimos niños ni jóvenes machacados por las tecnologías que ahora urden el quebranto de mentes tiernas e influenciables de hijos y nietos. Nosotros escudriñábamos en revistas de incipiente pornografía para saber a las claras cómo era aquello del sexo, no como ahora, abierto en mil pantallas, soltando bofetadas de imágenes que distorsionan la percepción de la sexualidad.

Tantas historias perdidas, capaces de componer cincuenta años de la historia de España vividos en democracia. El agradable reencuentro añoró aquellos años. No se nos ocurrió preguntar ni por militancia política ni ideología, malos tiempos corren para ello. Interesaba recuperar recuerdos personales olvidados, volver a las ilusiones que nos unían, las que hacían de nosotros niños y adolescentes felices, aquel tesoro que añoramos de adultos. La infancia con la que Federico tanto se identificaba: “Estos mis años todavía me parecen niños. Las emociones de la infancia están en mí. Yo no he salido de ellas”.

A mis amigos y compañeros de aquel COU del 74 de Salesianos.

*Artículo publicado en Ideal, 12/06/2025.

lunes, 26 de mayo de 2025

LOS FELICES AÑOS VEINTE*

 


Iniciábamos la tercera década del siglo XXI los años veinte tras una crisis económica y una pandemia como nunca habíamos tenido. Éramos sometidos a confinamiento y medidas de prevención que ponían en jaque la normalidad de nuestras vidas. Nos sentimos vulnerables, murieron miles de personas y, a golpe de mensajes optimistas, no solo cantábamos ‘Resistiré’, también lanzábamos consignas vitalistas: ‘todo cambiará’, ‘saldremos mejor de esto’. La economía hundida, las pérdidas contadas en cifras escandalosas. Superados los momentos críticos nos arrojábamos a conquistar calles y espacios públicos con deseos desbordantes de libertad, recuperación de la normalidad secuestrada, dispuestos a que nadie viniera a amargar nuestra existencia.

Mediada la década, estamos en condiciones de hacer balance y rebajar tanto optimismo, mientras recordamos aquellos otros años veinte del siglo pasado. Nuestros abuelos venían de una época oscura, pandemia de ‘gripe española’ incluida, y la Primera Guerra Mundial la ‘guerra total’ como denominaba Eric J. Hobsbawm, con irresistibles deseos de euforia, de asir la vida con energía y vivirla frenéticamente, eran lo que la Historia denomina, con ocioso eufemismo, ‘los felices años veinte”. Las imágenes de entonces muestran escenas festivas a ritmo de Charleston, tipos impecablemente ‘esmoquinados’, mujeres con vestidos adornados de pedrería colgante, jolgorio ahogando penas, mucha música, jazz, desfiles teñidos de negro de Coco Chanel... Disfrutar la vida a toda costa, olvidando penurias pasadas. La república de Weimar enarboló la esperanza de una Alemania democrática y menos belicista, entretanto la prosperidad económica no ocultaba los peligros por venir: fascismo, crac del 29 o una nueva guerra mundial.

La novela El gran Gatsby’ (Scott Fitzgerald, 1925) retrata aquella vacuidad del poder del dinero y la miseria. El joven Nick Carraway narra una historia de derroche, donde se conjugan los turbios intereses y la feracidad por conquistar la vida de Jay Gatsby, personaje de fortuna advenediza y misteriosa vida, a través de la visión decrépita de una sociedad que acabaría colapsada.

Aquellos ‘felices años veinte’ fueron testigos de la irrupción del ampuloso y sincrético fenómeno artístico y cultural Art déco. No era un estilo definido y sí una amalgama de estilos para comprender lo que representaba, tras la ‘guerra total’, la explosión de sentimientos dispuestos a ocultar el horror vivido. Un terremoto de vida y conquista de ilusiones rotas y perdidas. Amalgama de estilos que pretendían no desperdiciar un gramo de vida mancillada por la muerte y el sufrimiento experimentado. Nada se podía desechar, todo era válido, una nueva evocación creativa impregnando variadas creaciones artísticas, artes decorativas u otras formas de expresarse, así vino la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industrias Modernas de París, 1925. La modernidad impuesta, la conquista de lo innovador y del renacer para un tiempo nuevo. Sin embargo, aquel tiempo que parecía huir de la barbarie y la destrucción atesoraba ideas y maldades incubadas, consecuencia de conflictos que habían sembrado demasiado resentimiento y odio.

Art déco, el estilo de la edad de las máquinas, de nuevas tecnologías e inventos surgidos dentro de la destrucción bélica, puestos al servicio de la maquinaria de guerra. Aparecieron otras tipografías negrita, sans-serif...— y diseños: facetado, líneas rectas, quebradas, grecas…; nuevos materiales aluminio, acero inoxidable, laca, madera embutida...; la construcción de grandes edificios: Chrysler o Empire State en Nueva York, la capital del neófito orden mundial. Estilo opulento y exagerado, representaba la reacción a la austeridad forzada de la guerra, un irrefrenable deseo de escapismo observado en la pintura de Tamara de Lempicka, eminente representante de la estética del glamour, sofisticación, elegancia y modernidad de aquellos ‘felices años veinte’.

Cuando nosotros pretendimos generar una explosión de vida tras la pandemia de 2020 nos lanzamos a restaurantes, terrazas y discotecas, pero se nos olvidaron valores como solidaridad, respeto o empatía, sumidos en sueños imperialistas de Putin, el negacionismo de Trump o la creciente xenofobia. El mundo de nuestros años veinte lo convertimos lo estamos convirtiendo en un erial insolidario, violento, sujeto a la codicia, transgresor de derechos humanos, de una conflictividad grosera…, mientras el monstruo de la antipolítica recorre el mundo y corroe nuestras mentes, y las democracias entran en crisis y ascienden las autocracias, dibujando un futuro tremendamente incierto.

Los países ya no cooperan para la paz o contra el cambio climático, lo hacen para la guerra y la destrucción, intercambiando drones y bombas. Convivimos con mandatarios sanguinarios y déspotas. El historiador Heinrich A. Winkler (El largo camino hacia Occidente) dice que vivimos la ruptura histórica más profunda desde la caída del muro de Berlín. El orden mundial basado en el derecho internacional peligra, la ley del más fuerte se impone. Adiós a la comunidad de valores para la convivencia. Adiós a la Carta de París de 1990 de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), garante del derecho a la soberanía nacional o la integridad territorial. Se imponen visiones autoritarias e imperialistas: Putin se anexa Crimea (2014) y despliega una guerra en Ucrania; Trump pretende Canadá y Groenlandia, y permite arrasar Gaza para su anhelada ‘Riviera de Oriente’.

Las democracias occidentales flaquean, intentan unirse pero hay fuerzas externas e enemigos internos que lo impiden. La transformación del orden mundial, los desafíos geoestratégicos conducen en una solo dirección: seguridad y defensa, preparación para la guerra. El presupuesto europeo que, según Ursula von der Leyen, construía miles de kilómetros de carreteras en Europa habrá de destinarse a infraestructuras que soporten el paso de tanques y otros vehículos militares.

Es el signo de los tiempos. Nuestros felices años veinte.

*Artículo publicado en Ideal, 25/05/2025.

** Ilustración: Tamara de Lempicka, Tamara en un Bugatti verde, 1929.

sábado, 10 de mayo de 2025

EL DÍA DE EUROPA Y EL SUEÑO DE LA CAPITALIDAD*

 


Europa está viviendo probablemente la crisis más importante desde que un 9 de mayo de 1950 la ‘Declaración Schuman’ Robert Schuman, ministro de Asuntos Exteriores de Francia pusiera las bases de la Unión Europea (UE). No han sido los únicos momentos delicados en estos 75 años. Las crisis económicas habidas, las tensiones globales durante la Guerra Fría, la guerra de los Balcanes, la caída del muro de Berlín, crisis migratorias, Brexit o la pandemia del coronavirus son muestras de adversas coyunturas en un camino de espinas y rosas.

Aquella Europa, nacida de la devastación de la Segunda Guerra Mundial, está siendo acechada por no pocos peligros que ponen a prueba su solidez. El nuevo fascismo gobernando en países como Italia, Hungría..., o muy cerca de hacerlo, la guerra de Ucrania, el distanciamiento del trumpista EE UU, la ambición imperialista de Rusia y su obsesión por acabar con la UE, pretenden minar los grandes principios sostenidos en la Declaración de Schuman: paz, solidaridad y cooperación entre sus pueblos.

En el contexto histórico de los años 50, las consecuencias de la guerra y las muchas incógnitas por despejar: recuperación económica Plan Marshall, tensiones geopolíticas entre bloques antagónicos Occidental y Soviético—, restablecimiento de sociedades democráticas, aquella propuesta significó un halo de esperanza. Hablar de solidaridad y cooperación era ya un éxito. Postularse por la unión de las naciones europeas, exigiendo “la eliminación de la secular oposición entre Francia y Alemania”, que tantas tensiones y guerras había ocasionado, suponía todo un logro.

Decía el texto de la Declaración que “la contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas”. El Gobierno francés proponía una “acción inmediata” con “la producción franco-alemana de carbón y acero… bajo una Alta Autoridad común, en el marco de una organización abierta a la participación de los demás países europeos”. Nacía la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), embrión de la futura Comunidad Económica Europea, auspiciada en el Tratado de Roma de 1957. Esta “solidaridad productiva” la economía, factor determinante impediría que futuras guerras entre Francia y Alemania fueran “no solo impensable, sino materialmente imposible”, sentando las bases, como postulaba Schuman, “para su unificación económica”. La Historia nos muestra, aunque no siempre haya mediado el éxito Sociedad de Naciones, que en esta ocasión el proyecto común fortaleció el espacio europeo, convirtiéndolo en tierra de prosperidad y democracia, aunque el camino no siempre fuese fácil.

La celebración del 75 aniversario del Día de Europa en este 2025 quizás constituya una ocasión especial: Europa está en peligro. Los avatares antes mencionados obligan a dar un giro en muchas posiciones: no solo el rearme por miedo a la amenaza imperialista de Rusia, también ante enemigos internos que buscan su destrucción. Europa no debe olvidar de dónde viene, cuál fue su origen y por qué se dio tanta importancia a la unidad, primeramente como comunidad y, desde el Tratado de Maastrich del 93, como Unión Europea.

Susan Neiman, filósofa judía y estadounidense, manifestaba en una entrevista (EL PAÍS, 27/04/25) a propósito de su libro Izquierda no es woke : “Si Europa se pone en serio y deja de dividirse y se une y se da cuenta de que es la última oportunidad para los valores de la Ilustración, tiene el potencial para ser una verdadera fuerza en favor de la democracia en el mundo”. Universalidad de la Ilustración frente a discursos identitarios tribales. El legado cultural europeo debe prevalecer ante las amenazas, Europa es el gran territorio donde se defiende con el Derecho internacional la multilateralidad de este mundo frente a la creciente autocracia que impone el poder de la fuerza.

Granada, aspirante a Capitalidad Cultural Europea 2031, en este Día de Europa, con el proyecto europeo democrático cuestionado, ¿en qué podría contribuir a su defensa?

En el manifiesto de adhesión a la Capitalidad Cultural echamos en falta un enfoque más europeísta, una alusión más firme a cómo Granada y su legado cultural podrían contribuir a ello en este momento crítico. Antes hemos hablado de que los principios fundamentales de la ‘Declaración Schuman’ paz, solidaridad y cooperaciónestán siendo minados por el nuevo fascismo, ambiciones imperialistas o el revés trumpista de EE UU.

Ángel Ganivet, el miembro de la Generación del 98 que más viajó por Europa vicecónsul en Amberes, cónsul en Helsinki o Riga, autor de ‘Cartas finlandesas’… reflexionaba sobre el sentimiento frustrado de España frente a un mundo exterior que evolucionaba a otro ritmo en ideas, economía y pensamiento. Sírvanos su figura para revertir la reflexión: ¿qué podría ofrecer Granada para reforzar los principios de Schuman, cuestionados hoy por tantos enemigos?

Granada atesora historia y valores para alzar la voz sobe la Europa que queremos, fortalecer el deseo de espacio de libertad, solidaridad y cultura. Los valores culturales que unen a los pueblos de Europa son la seña de identidad que la destacan sobre otros espacios del planeta. Ni siquiera EE UU, conglomerado de orígenes diversos, puede presumir de ello. Como tampoco pueden desligarse del patrimonio cultural heredado millones de estadounidenses emigrados desde Europa.

Llegado este momento, acaso Granada también debería preguntarse qué Europa queremos en el proyecto de Capitalidad. No solo apostar por nuestra transformación, también por lo que podemos ofrecer: legado cultural, simbiosis cultural, valores interculturales que favorezcan los principios que sustentan las instituciones europeas.

Granada se juega la Capitalidad, Europa su futuro.

*Artículo publicado en Ideal, 09/05/2025.


martes, 29 de abril de 2025

DONALD QUIJANO JÚNIOR*

 


En un lugar de Florida de cuyo nombre bien que nos acordaremos, no ha tanto tiempo que jugaba al golf un vivián de los de ‘wedges’ y ‘putter’ enristrados, de empuñadura dorada, bolsa tour staff, Rolls-Royce Silver Cloud del 56, ‘caddie’ dúctil y perro robótico Spot. Golpeaba la bola con desgarbada figura —nadie se atrevía a calificarla de otro modo que no fuera ‘elegante’ hasta hacer un ‘birdie’, pero nunca había conseguido un ‘ace’. Y todo vino a complicarse cuando importunados escozores en las ingles fueron avivados por aquellos pantalones vaqueros lesotenses, regalo de la princesa Melania por su cumpleaños.

Una mañana, cuando las luces de los pantanos aún no habían soliviantado el sueño de los cocodrilos, partió de Mar-a-Lago el tagarote caballero Donald Quijano Júnior —‘pelogualdo’, así conocido hacia la venta Casablanca. Acumulaba noches de insomnio, atribuladas ensoñaciones y afanes por alcanzar un ‘hoyo en uno’ desde el ‘tee’ de salida, visionando sin desmayo, para mejorar su técnica, tutoriales de Youtube, pero su cuerpo deforme no ayudaba. Ante la falta de sueño, invadieron su atormentado intelecto monstruos, enemigos y ladrones de ilusiones. Ni siquiera su exclusivo ‘resort’ fue capaz de apaciguar la fiebre que lo trastocaba en soberbio, vengativo y capitoste.

El viaje, antes que avión, en el Rolls-Royce Silver Cloud del 56. Provisto de sus mejores palos de golf, atravesó largas autopistas entre amenazas de gentes morenas, sucias y malolientes, y vítores de chicos musculosos, blanquitos y rubios enarbolando banderines con siluetas de ‘greens’. Arribado a ‘Venta Casablanca’, ‘agasájole’ el ventero Vance, satisfaciendo su deseo ególatra invistiéndolo caballero, acaso de alguna orden de caballería posadera de narcisistas: “Vuesa merced, centinela y guía del universo, iluminador de tinieblas y azote de malvados y criminales”. Y Quijano Júnior atisbó socarrona sonrisa.

El servil Vance predicaba las bondades del nuevo huésped, ataviado con finos y costosos trajes, larga corbata carmesí, que disimulaban su estrafalaria figura de adiposa blandura, ahora ángel salvador de su negocio que, a buen seguro, dejaría sus arcas repletas de sustanciosas monedas. “Bendita sea la guía luminosa de su riqueza para el buen gobierno de nuestras vidas”, sentenciaba eufórico el hospedero, antes que la decepción lo alcanzase.

Así fue que la obsesión del engreído Quijano por aquel ‘ace’ acuciaba sus privilegiadas neuronas. Devoto del totalitarismo antes que demócrata, ideó para el alivio de sus males que mandatarios de todos los confines del mundo vinieran a lamer sus ingles escocidas. Ni siquiera calmada tanta desgracia por el bálsamo de Fierabrás.

Veló palos aquella noche en el Jardín de las Rosas. Sin tregua, escribió con trazos gruesos tantas cartas como mandatarios había. Y según dibujaba palabras, recitaba: “Maldito escozor que me trastorna, no tardéis en venir o seréis castigados sin piedad”. La oscuridad de la noche se teñía de sones estridentes. Tantas fueron las alarmantes voces, que el ventero, abriendo puertas y ventanas, salió presto tan despavorido como inquieto. Y a sus pasos, sirvientes, empresarios y especuladores se arremolinaron en derredor de Donald Quijano Júnior. Vociferaba este sin desmayo, advirtiendo aquestos, ufanamente: Me están besando el culo, a todos los reto a lamerlo, que no digan que es producto de mi encantamiento, si no saldré en su búsqueda sin compasión”. Acrecentaba valentía y poderío por tantas aventuras ideadas en su perturbada mente, como voces anunciadas desde el Altísimo: “Pon el mundo a tus pies, extermina desheredados, migrantes y otras raleas venidas a delinquir, asesinar y robar”.

Mas persistiendo el escozor, y no olvidando el anhelado ‘ace’, hizo saber la mala fe de dos execrables enemigos: los pingüinos de Islas Heard y McDonald que, tras noches de insomnio, emergían en los documentales de la Fox para contagiarle extraños andares, que no cejaba en imitar; y la pérfida Lesoto, exportadora de pantalones Levi’s, que Melania le regaló. Malditos calzones, cortos de tiro, martirio insufrible al golpear la bola en cada ‘putt’.

Estas gentes arremolinadas quedaron absortas ante semejantes confesiones de hombre de tanta prestancia. Mas el ventero Vance aminoró tan crecida admiración, calificándolo de ‘idiota’ como antaño. Recordó historias de hombres valerosos, huéspedes de la venta Casablanca, ninguno tan descabellado como Quijano Júnior, y evocó su pretérita estancia en ella, cuando salió ahuecando el ala, haciéndoles saber que aire tan jactancioso renacía de enajenación rayana en la locura, desvaríos y obsesiones.

Obnubilado, el caballero ‘peligualdo’ se alejaba del Jardín de las Rosas. Las plumas, artífices de tantas palabras, acariciadas con ternura por tan adiposas manos —codiciosas de los grifos dorados del ‘resort’—, quedaron a la luz de la luna sobre el brocal de una fuente. Acompañando sus pasos un quevedesco son: “Madre, yo al oro me humillo, / él es mi amante y mi amado, / pues de puro enamorado / anda continuo amarillo. / Que pues doblón o sencillo / hace todo cuanto quiero, / poderoso caballero / es don Dinero”.

A la mañana siguiente, ni su viejo amigo pastor presbiteriano ni Melania retornando presta a la hospedería lo convencieron para remediar semejante encantamiento. Empujado a la fuerza al Rolls-Royce Silver Cloud del 56, bloquearon las puertas, donde se revolvía como fiera enjaulada. ¡Menudo rebote cervantino!

Hannah Arendt expresaba Los orígenes del totalitarismo que en la era del imperialismo los hombres de negocios, empresarios de éxito, se convertirían en políticos aclamados como hombres de Estado. Y en la era de la digitalización decimos nosotros—, su valor añadido se incrementa mediante manipulación de medios, bulos y desinformación difundida. Los poderes económicos y políticos fundidos en peligrosos abrazos psicópatas.

*Artículo publicado en Ideal, 28/04/2025.

** Dave Whamond, 2019, Cagle Cartoons, Inc.

lunes, 14 de abril de 2025

EL RELATO NOS HACE SER NOSOTROS*

 


Tengo la sensación de que la constante búsqueda de identidades a que nos somete la sociedad actual nos deja desprovistos de no pocas fortalezas para construir la propia idea de nosotros mismos. Necesitamos el relato que nos ubique en el mundo para sobrevivir, anclar sobre bases creíbles la razón de lo que somos, sentir que merece la pena habitar este planeta que tantos convierten en un estercolero. Somos buscadores impenitentes de razones que sustenten lo que hacemos, el ‘autoconvencimiento’ es nuestra tabla de salvación para navegar por las turbulencias que advertimos, en esa constante necesidad de pergeñar tanto nuestra identidad individual como colectiva.

La afamada poeta y novelista Margaret Atwood, autora, entre otras, de El cuento de la criada o Los testamentos, concibe que las historias son las que nos hacen humanos, evitando perdernos en la confusión del mundo. Estas obras, representaciones distópicas de una rebelión contra los relatos promovidos socialmente, quizás sean la respuesta a los miedos que nos generan presentes turbulentos. 1984 o Rebelión en la granja de George Orwell fueron dos propuestas de relatos creados en un tiempo turbio, amenazador de la libertad, que venía a horrorizarnos del futuro que podría llegar con los fascismos y totalitarismos. El ser humano se alejaba de su subjetividad, su ‘yo’ quedaba alienado por el dominio de poderes inmovilizadores de su voluntad, anuladores de la libertad.

No sabemos vivir sin una historia que nos sirva de apoyatura en el tráfago de la supervivencia en que se convierte nuestra existencia. La construcción de historias es un método de supervivencia, sin el cual no sabríamos explicar lo que somos o lo que creemos ser. Las realidad y su complejidad imposible controlarla por nuestros propios medios, ni siquiera sujetarla hasta el punto de hacerla nuestra es la que nos impone la búsqueda de esos relatos. El director de cine Jean-Luc Godard afirmaba que son las historias las que le dan forma a la vida, a nuestra vida. Las ilusiones, las esperanzas, el anhelo por el tiempo que nos hará felices mientras nos esforzamos, o el amor buscado a veces con desesperación, son parte de ese constructo que nos sostiene, que nos impulsa a seguir adelante, a pesar de las miserias que nos rodean.

En los jóvenes este cisma parece recrudecerse. El anecdotario es su modo de edificar justificaciones de una vida que parece escapar a su control, sin horizonte, solo inmersa en el consumo del momento, de lo que se les ofrece desde el exterior, sin filtro alguno de la conciencia. La dispersión que nos desequilibra es probablemente el enemigo silencioso que mina nuestro ‘yo’. Pero el relato tiene sus trampas y abismos que no siempre nos hace ser nosotros mismos. Es habitual ver cómo los niños se pierden en la maraña de ofrecimientos que los adultos les tejemos, como arañas que hilan la trampa para su propia subsistencia, sin reparar que no siempre es lo que ellos han elegido.

Hoy día la escuela soporta innumerables tensiones que se vuelcan sobre ella por situaciones familiares desestructuradas, conflictivas, de padres separados o divorciados, que aportan un riesgo de inestabilidad emocional a una legión de niños y jóvenes que muestran conductas disruptivas, cuando no autolesivas. Otros pequeños, sin embargo, se envuelven en una cápsula de aislamiento que les hace desconectar de la realidad más próxima, como mecanismo de huida del entorno agresivo y dañino tan próximo.

Muchas ideas sobre las que giran nuestras obsesiones son las que están en la obra de Lola López Mondéjar, Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad (Anagrama, 2024), psicoanalista que nos presenta al individuo posmoderno que pierde la ‘narratividad’ en una sociedad que le dificulta encontrarse a sí mismo, como también configurar el relato donde reconocerse y que le proporcione, al menos, una mínima dosis de estabilidad.

Cuesta definirse en la sociedad posmoderna. Nunca habían proliferado tantas etiquetas generacionales: generación X, millennians, generación Z, Alfa..., como si se establecieran grupos humanos definidos en una evolución galopante que nos obligara a conceptuarlos en una suerte de múltiples características cambiantes. López Mondéjar señala que la rendición sin criterio a la tecnología provoca la fragmentación de nuestra atención, nos hace dispersos y dependientes, nos aleja de nuestro interiorismo como espacio de reflexión y modelación del mundo exterior, y la realidad no siempre benévola. El conformismo es uno de los hándicap que menos ayuda a la construcción del pensamiento propio y de nuestra configuración del ‘yo’.

Los niños y los jóvenes son quizás los principales víctimas de esta voluble manera de entender la vida. En ellos los artefactos tecnológicos, el exceso de actividades a que los sometemos o la ocupación dirigida de su tiempo parecen convertirlos en un objeto de laboratorio para diseñar el niño y el adulto ideal. Creyendo que le hacemos un bien y que están arropados por nuestra atención, entretanto limitamos su capacidad de pensamiento o los medios que les ayuden a encontrar su propia identidad, su mundo interior. Moldeamos lo que queremos que sean no siempre conseguido, pero no les dejamos margen para que por sí mismos lo construyan y sean menos dependientes. Inmersos, como todos, en el exceso de información, estímulos o modelos que les asedian por las redes sociales, se ven sometidos a un proceso de mimetismo que les impersonaliza, fomenta su individualismo y siquiera hasta su egoísmo.

La búsqueda del relato que nos haga ser nosotros es uno de los grandes retos de nuestro tiempo.

*Artículo publicado en Ideal, 13/04/2025.

** Frida Kahlo, La cama volando, 1932.

lunes, 17 de marzo de 2025

¿PACIFISMO O BELICISMO?*

 


Muchos hemos vivido sin la apremiante necesidad de pronunciarnos ante una guerra que llegara hasta nuestra propia casa. El destino nos ha asignado un papel contemplativo, cuando no condescendiente, en un mundo donde la estulticia y la depravación han campado a sus anchas manu militari para satisfacción de intereses mezquinos. Lejos, ocurriendo todo siempre lejos.

Ha transcurrido una quinta parte de este siglo, fluctuando entre el esperanzador bienestar y los sobresaltos de inhumanas e injustas veleidades repartidas por el resto del planeta, mas las manifestaciones del ‘No a la guerra’ de Irak pueden resultar una broma frente a los nubarrones que acechan nuestra tranquilidad. Esperemos que no tengamos que pasar de impotentes testigos, viendo por televisión imágenes sobrecogedoras de destrucción y muerte, a activas víctimas de una barbarie desencadenada por lo que ya es una mafia mundial dueña de gobiernos influyentes. Hemos visto en Ucrania o Gaza a ejércitos causar la muerte de personas inocentes y la destrucción de ciudades. La guerra no ha cambiado su lógica: lo importante no es destruir ejércitos, lo realmente relevante es arrasar a la población civil, sus casas y las infraestructuras suministradoras de energía, comunicaciones o abastecimiento.

En una guerra cada bando tiene sus adeptos. La neutralidad puede estar mal vista y la crítica concebirse como deserción. En la Primera Guerra Mundial la neutralidad de España no fue óbice para que se crearan corrientes de opinión: germanófilos (apoyando al Imperio Alemán) y aliadófilos (a favor de Francia y Reino Unido). En la siguiente gran guerra la postura pacifista más llamativa fue la de Gandhi. Con su ‘no violencia’ se negó a apoyar a Reino Unido contra la Alemania nazi, entre otras razones, por la contradicción de luchar en favor de una libertad que el imperio británico negaba a la India. Gandhi recomendó a la población dejarse conquistar por los alemanes, como a los judíos, que no opusieran resistencia a sus verdugos. Aquella actitud despertó una gran controversia, la más significativa la de Orwell, autor de ‘1984’, también pacifista pero crítico con Gandhi, defensor del uso de la violencia para combatir el nazismo y fascismo europeos.

La paz no deja de ser una batalla cultural. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, entendida como bien universal, la paz se vio sometida a relatos propagandísticos de estadounidenses y soviéticos. Tiempo de Guerra Fría y cada bloque promoviendo guerras y conflictos locales por medio mundo. El Congreso Mundial de Intelectuales por la Paz —agosto, 1948, Wroclaw (Polonia)— se vio envuelto en discursos egocéntricos. Una prueba de la fragilidad de la paz, incluso siendo teorizada por mentes supuestamente formadas.

Desde entonces no ha cundido en Europa el riesgo de un conflicto bélico a gran escala. Con la invasión de Ucrania por Rusia, hace tres años, las incendiarias proclamas de Trump, hablando de que “la Unión Europea se formó para joder a Estados Unidos”, o la ruptura de la alianza transatlántica mantenida durante ochenta años, han activado tambores de guerra. El gran debate gira en torno a la seguridad. Menguado el gasto militar —no peligraba la paz, ni siquiera en la década de los noventa con el conflicto yugoslavo—, este brusco despertar lo cambia todo. La presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, ha propuesto un plan de rearme europeo por valor de 800.000 millones de euros en cuatro años. Enorme inversión en defensa, contradiciendo las palabras de Luther King: “Una nación que gasta más dinero en armamento militar que en programas sociales se acerca a la muerte espiritual”.

El indecente y humillante trato de Trump hacia Zelenski en Washington escenificó el paupérrimo interés que el presidente estadounidense tiene por la paz en Europa. Anulada la ayuda a Ucrania, para él solo existe negocio: la explotación de las tierras raras, a cualquier precio, sin importarle el daño causado por Putin a Ucrania o el debilitamiento de Europa. Sin ánimo de atribuirle a Trump un nivel cultural inexistente, acaso al negociar con Zelenski le hayan soplado el pensamiento de Erasmo de Rotterdam que decía: “La paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa”.

La carrera por el rearme empieza a interpelarnos a los ciudadanos. La situación no deja de ser convulsa, las tensiones y amenazas afloran. Rusia no cejara en su empeño de seguir adelante si triunfa en Ucrania: repúblicas bálticas o Polonia, mientras Trump se acerca a Putin. La inquietud entre los líderes europeos es patente. Macron lo ha manifestado: “Estamos entrando en una nueva era”.

¿Es posible la tercera guerra mundial?, ¿dónde nos situaríamos nosotros: militando como pacifistas o apostando por el belicismo? Un debate en aumento que hará crecer la incertidumbre que poco a poco invade nuestra esfera personal. Por lo pronto, nos debatimos en si Europa necesita tanto gasto en defensa o deberíamos hacer más esfuerzos en favor de la paz.

Con solo mirar la Historia entenderemos que las amenazas de hoy no son baladíes. La II Guerra Mundial vino precedida de discursos amenazantes y acciones militares puntuales de la Alemania nazi. No las tomaron en serio las potencias occidentales, hasta que un primero de septiembre del 39 Polonia era invadida.

La guerra siempre será una salida cobarde a los problemas de la paz, como sostenía Thomas Mann, pero qué hacer cuando los intereses de gobernantes psicópatas y mafiosos se anteponen y su ansia expansionista busca conquistar territorios y recursos, sin importarles el daño causado a millones de inocentes. ¿También ahora la guerra sería sinónimo de fracaso?

*Artículo publicado en Ideal, 16/03/2025.

** Bansky, Para y revisa, 2007, Belén (Cisjordania)


martes, 4 de marzo de 2025

UN PODER TAN NECESARIO*


Si se quedara sola la clase política para dirimir el futuro de un país y de la vida en sociedad seguramente terminaríamos en una guerra sin cuartel. La vida pública de la política no termina de salir de un estercolero que a los ciudadanos nos abochorna. Los debates en el Congreso son de todo menos constructivos episodios de diálogos platónicos en defensa de la justicia, la verdad o el bien común. Aseguraría que es el lugar donde más se miente en España. La construcción de relatos falsos y malintencionados, dirigidos a la opinión pública, abundan en una vociferante verborrea de gentes enervadas que ni siquiera se escuchan: puro alarde de estulticia parlamentaria. Prefiero las conversaciones entre gentes sentadas al calor de unos rayos de sol en una plaza pública.

En uno de los Caprichos de Goya, “El sueño de la razón produce monstruos”, aguafuerte donde el pintor nos presenta un panorama sombrío dominado por los desasosiegos que atormentan al ser humano, en una visión onírica de animales —lechuzas, búhos, gatos o linces— que representan la imagen sórdida de todo lo ajeno a la razón. Engendros que torturan a quienes no son capaces de encontrar explicaciones a la zafiedad de la política o el abuso de poder, lejos de la razón kantiana o la búsqueda de la modernidad de España, entonces inspirada en las ideas de la Ilustración, con la que soñaba Jovellanos.

La razón, facultad del ser humano, bajo la impronta de la libertad para pensar y reflexionar, sacar conclusiones, juicios y valoraciones, deber ser el eje vertebrador de nuestra vida en sociedades modernas y civilizadas. Sin embargo, la sensación percibida por la ciudadanía es que la razón está desaparecida en aquellos ámbitos donde nunca debiera ausentarse: las esfera de los poderes del Estado.

Hoy muchos monstruos se ciernen sobre nuestro país. El ruido, la crispación, la algarabía, la mugrienta falsedad, se han apoderado de la política de una manera vomitiva: burdo sarcasmo, dialéctica barata, descalificación del otro, ausencia de ideas y argumentos, solo chabacanería y vulgaridad. Los ciudadanos, víctimas de esta desvergüenza, de la tergiversación de los hechos, ven mancillado su derecho al sosiego y atormentadas sus vidas. Monstruos generados por esa clase política indecente, inventora de mentiras y obscenamente criticona de todo. En nuestro país solo les falta esgrimir una motosierra, como los perturbados Milei o Musk, para hacernos sentir atacados y perseguidos por el mismísimo Leatherface, el trastornado mental de la familia de caníbales de La matanza de Texas.

La vida pública se ha llenado de bazofia, que se traslada sin reparos a la ‘vida social’ encaramada en las redes sociales para acumular más basura. Aburre y cansa. Y poco importa que finalmente recale en el tercer poder del Estado de derecho: la Justicia, a través de continuas demandas y denuncias. En estos años hemos asistido a no pocos espectáculos donde los jueces por una u otra razón han sido protagonistas de la vida pública. La separación de poderes, heredada de la Ilustración y El espíritu de las leyes de Montesquieu, cuesta reconocerla. Duele escuchar decir que en los órganos de poder de la Justicia hay sectores conservadores y progresistas, que la ideología de un juez es de un signo u otro, que su pensamiento jurista —no el personal, como individuos pueden tener sus propias ideas— está mediatizado por un sesgo ideológico que condiciona las sentencias que después dictará. Esto abruma, entristece y subleva a la ciudadanía.

A mí no se me ocurre elaborar un informe técnico condicionado por mi aversión a ideas, personas o intereses concretos, reflejándolo luego en las argumentaciones o motivaciones que fundamentan lo que serán propuestas de resolución. En el caso de los jueces quiero imaginar que tampoco, que el ejercicio de su labor y decisiones se rige por procedimientos ungidos —con el enorme poder que les atribuye la Constitución— por el cumplimiento estricto y garante de la norma. Conocer sentencias sobre los mismos hechos, las mismas situaciones, la misma vulneración de derechos, presentadas por distintas personas a titulo individual o colectivo, que terminan siendo diferentes, a favor o en contra, provoca desconfianza hacia la Justicia.

La prensa nos bombardea con informaciones plagadas de noticias judiciales que dirimen disputas políticas, muchas de ellas con las instituciones del Estado involucradas. El espacio público de debate, garantía de democracia y parlamentarismo, se traslada a la esfera judicial en la búsqueda de autos y sentencias que puedan favorecer al demandante. La vida política es judicializada, mientras la sensación de la ciudadanía es que hay jueces que entran en este juego y practican más política que justicia.

Los poderes del Estado no pasan por su mejor momento. El descrédito a que se ven sometidos aumenta el escepticismo ciudadano hacia las instituciones. Las sociedades democráticas, no obstante, basan gran parte de su fortaleza en instituciones fuertes y respetables, garantía de los principios fundamentales de justicia y salvaguarda de los derechos y libertades.

Un poder tan necesario como la Administración de Justicia, pilar del Estado de derecho, debe aislarse de la vida política, evitar ser considerado un adversario político más o un peón de intereses partidistas que van más allá de la ecuanimidad en la aplicación de las leyes. ¡Cuidado, la política siempre intentará involucrarlo en esta trampa!

Necesitamos que la Justicia coadyuve al alcanzar el equilibrio de la vida democrática, que sea garante de las normas que emanan de la soberanía popular y que se abstraiga de las razones ideológicas para regirse solo por las razones legislativas.

* Artículo publicado en Ideal,03/03/2025.

** Ilustración incluida en el artículo publicado en Ideal, 03/03/2025.

lunes, 17 de febrero de 2025

TRUMP ‘EL POCERO’*

 


En la época de la burbuja inmobiliaria, cuando el capitalismo del ladrillo se adueñó de terrenos y voluntades políticas, era común ver cómo nacían inmensas urbanizaciones, para bien de bolsillos insaciables y arcas municipales, en terrenos baldíos —recalificados en urbanizables para gozo de los especuladores—. No tenemos más que echar una mirada a muchos de nuestros pueblos y ver cómo en pocos años duplicaron o triplicaron sus áreas urbanas para hacernos una idea de lo que aquel fenómeno supuso. Pueblos que no habían crecido en decenios, se convirtieron en miniciudades de la noche a la mañana.

Las costas mediterráneas, como era tradicional, fueron otros de los escenarios de esta vorágine de cemento y ladrillo. Se construyó casi tocando la orilla del mar o arrasando terrenos que antes habían sido zonas de cultivo. Modestos pueblos de pescadores se convirtieron en apreciados emporios de torres y urbanizaciones para veraneantes, y se construyeron equipamientos y paseos marítimos, mientras al bolsillo de algunos alcaldes se despistaron pequeñas cantidades que, sumadas entre promociones urbanísticas, terminaron acumulando un ‘capitalito’ nada desdeñable.

Una de las realidades urbanísticas de ese tiempo, acaso las más sonora —sin menospreciar los pelotazos de grandes inmobiliarias, algunas arruinadas tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, dejando un reguero de esqueléticos fantasmas de hormigón— fue la ciudad dormitorio levantada por Paco 'el Pocero' en Seseña. El constructor, al que nadie parecía frenar, solo lo hizo el maldito Covid-19 arrebatándole la vida en 2020, levantó miles de viviendas en un secarral inhóspito, el Quiñón. Según cuentan las crónicas era de origen humilde: pasó hambre de niño y se hizo a sí mismo trabajando de repartidor de carne, vendedor de agua, carbón… y de pocero.

Paco podría haber llegado a presidente de EE UU si hubiese tenido la ciudadanía estadounidense, pero era español. En nada tenía que envidiar a Donald Trump: ganaba dinero a espuertas, tenía aviones privados y montaba un negocio inmobiliario en un santiamén. Se diferenciaba del yanqui en que tenía mejor corazón, a tenor de las palabras de su hijo: “Mi padre lo que quería era construir viviendas de máximo nivel para gente trabajadora”.

Trump, presidente de EE UU otra vez —por si alguien no lo sabe—, es un magnate inmobiliario que ha conseguido hacerse multimillonario con la especulación urbanística, que tiene cuentas pendientes con la justicia por sus dudosos negocios y que en su mente impera la mentalidad de empresario. Lo demás le trae sin cuidado. Heredó de su padre el negocio, ha dado cabida a sus hijos y con ‘Trump Organization’ sigue expandiéndose por el mundo. Su imperio inmobiliario, compuesto de multitud de viviendas, campos de golf y resorts —complejos hoteleros, para entendernos— no hace más que aumentar. De dudoso gusto, apuesta por lo ostentoso, hortera y chabacano. No son pocos los neoyorquinos que se sienten horrorizados por la vulgaridad que exhiben los edificios que tiene repartidos por la ciudad; pero, ya se sabe, en Nueva York cabe todo, hasta la ‘Trump Tower’.

Su próxima promoción inmobiliaria: la “Riviera de Oriente Próximo” en Gaza, clima cálido y maravilloso proyecto a orillas del Mediterráneo, donde la gente guapa puede pasar unas excelentes vacaciones. No sé si ya estará instalada la caseta de información, pero en cuanto esté habría que preguntar, no sea que nos quedemos sin apartamento.

Nada de esto debiera sorprendernos, la cabeza de Trump no piensa en derechos humanos, ayuda humanitaria, reparación del daño infligido a las familias de 47.000 inocentes asesinados y otros daños colaterales. Esto es una ordinariez frente al magno proyecto que iluminará el Mediterráneo oriental.

Trump tiene negocios en la zona. Su grupo inmobiliario hace poco firmó acuerdos con una empresa saudí, Dar Al Arkan, para construir apartamentos de lujo, campos de golf y hoteles en Omán, Arabia Saudita y Dubai. La vocación expansionista de su imperio en la zona es uno de sus principales activos inmobiliarios. Su ‘privilegiada’ cabeza, y notabilidad empresarial sin escrúpulos, lo tiene todo bien pensado: EE UU, bajo su mando de comandante en jefe, tomará el control de la Franja, la demolerá —como buen constructor— y la convertirá en un maravilloso vergel, pero antes su peón de brega, Israel, habrá hecho el trabajo sucio ‘limpiando’ la era de ‘indeseables’ y ‘molestos’ gazatíes que andan con burros y carros y aspecto desaliñado. Allí vivirá ‘gente decente del mundo’. Los ‘incómodos’ dos millones de habitantes serán expulsados permanentemente a países de segundo orden: Egipto o Jordania, u otros países, que para eso hay muchos; o a España, como insinuó Israel, por decir que se vulneraba la legalidad internacional. ¡Es que están en todo!

¡Menudo pelotazo urbanístico! Un terreno de 41 kilómetros de largo y de 6 a 12 de ancho, con una superficie de 360 km². Así, de gañote, por la cara. El pelotazo del siglo XXI, ‘limpio’ de humanos que puedan incordiar y obstaculizar a las excavadoras y los bulldozer, solo lagartos y escarabajos fáciles de exterminar. Una tontería eso de la limpieza étnica.

Acaso a Trump le falte visión de futuro. Ni siquiera ha pensado que los gazatíes pudieran contratarse como camareros, jardineros o directores en la Riviera. Si a Paco el Pocero le hubieran dejado el terreno de Gaza, seguro que lo habría pensado, dándoles trabajo y construido hoteles y urbanizaciones con viviendas para los palestinos. Nunca los hubiera expulsado.

Lo que no sabemos es lo que pretende hacer Trump 'el Pocero' con Groenlandia o Canadá: ¿parques de atracciones, temáticos, pistas de patinaje sobre hielo…?

* Artículo publicado en Ideal, 16/02/2025.

** Ilustración incluida en el atículo publicado en Ideal, 16/02/2025.


jueves, 23 de enero de 2025

DECONSTRUIR EL MUNDO*

 


No voy a utilizar la manida frase de que vivimos tiempos difíciles para referirme a los tiempos que corren. Pero tampoco voy a esconder que las incertidumbres que nos asaltan no son el mejor panorama que podríamos desear. Sí diré que compartimos tiempos en que nuestra conciencia ciudadana —y colectiva— anda bastante debilitada.

Nos manejamos con conceptos de modernidad y posmodernidad en un intento de explicar los cambios que suceden ante nosotros. Somos como cualquiera de las generaciones que nos precedieron desde la Antigüedad: buscamos respuestas a preguntas que tal vez no tienen una sola respuesta. Por eso siempre acudimos a quienes son capaces de pergeñar explicaciones, más o menos acertadas, a las innumerables dudas que ensombrecen el devenir de nuestra existencia de seres racionales, provistos de una conciencia atormentada deseosa de encontrar razones.

Cogito ergo sum, proposición con la que Descartes abre un universo ligado al objeto más inmediato de nuestra conciencia. Sin el pensamiento sería imposible encontrar respuestas sobre nosotros mismos. La dificultad es esa: encontrar respuestas. En esta época de turbulencias no es descabellado recurrir a los clásicos para aclarar los hitos del ahora. Platón sugería a su maestro —Apología de Sócrates— declarar: “Una vida sin examen no es digna de ser vivida por el hombre”.

La modernidad configuró nuestra visión del mundo con cada cambio histórico —Ilustración, Revolución Francesa, Liberalismo, revoluciones industriales...—, desde el Renacimiento hasta su crisis en el convulso siglo XX: dos guerras mundiales, conflictos bélicos locales, descolonización y transformaciones en todos los órdenes de la vida. Tras la segunda gran guerra se abre el nuevo tiempo de la posmodernidad, materializada en nuevas concepciones y visiones artísticas, culturales, literarias o filosóficas, que con la publicación de La condición posmoderna (1979) de Jean-François Lyotard parece generalizarse como concepto.

La modernidad había fracasado y la posmodernidad traería otro paradigma capaz de proponer nueva visión del mundo. Conceptos como libertad, moralidad, ética o ideología serían sometidos a continua revisión, menos universal, más asociada a interpretaciones personales. Como si la razón dejara de presidir nuestro pensamiento y el discurso derivara a posiciones más liberadoras: una libertad que postulaba mayor individualismo —el ‘yo’ frente al ‘nosotros’—. La modernidad tachada de fracaso de la humanidad por mantener verdades inamovibles que regían, no obstante, patrones de injusticia: ideologías autoritarias o legitimación de la explotación colonial. La posmodernidad traía otras ‘verdades’ que debilitaban a la persona: libertad sin límites y a la carta, pensamiento y conciencia alejados del pensamiento crítico, decadencia de la ética y moral públicas, asunción de un neoliberalismo sin escrúpulos y un relativismo en las ideas que cuestionaba valores básicos de convivencia, respeto o búsqueda del bien común.

Llegado el primer tercio del siglo XXI el mundo se transforma, se relativiza la ética y la moralidad, lo cívico pasa a considerarse obstáculo para la libertad personal, y se menoscaban los espacios compartidos y democráticos. La igualdad, desde una óptica individualizada, ya no es compromiso esencial para convivir, priman los intereses personales frente al perjuicio causado a los demás, se genera un descrédito de las instituciones, factor colectivo de nuestra convivencia: ‘para qué las queremos, nosotros somos nuestra guía’. Se educa a la juventud vaciándola de pensamiento y capacidad crítica, se adiestra en la transgresión de las normas: lo importante son tus ‘alas’, no los demás.

Jacques Derrida impulsó el deconstructivismo. Sus ideas se extendieron desde los años ochenta del pasado siglo como un paradigma que postulaba la deconstrucción del mundo, su disección en una amalgama de escenarios inconexos, cuestionando lo conocido hasta entonces, pues se necesitaba otro nuevo enfoque alejado de los postulados hegelianos que cohesionaban las sociedades. El deconstructivismo caló en el arte, el pensamiento, la educación o la política, fortaleciendo mundos imaginados o realidades paralelas que escapaban a la lógica, a la ciencia o a la razón. La verdad ya no era una aspiración absoluta porque existía la posverdad, la que cada cual construye para sí mismo y para que los demás la asuman.

La realidad tergiversada o la imposición de realidades son hoy parte de ese mundo dominado por los relatos, las mentiras o los bulos. El triunfo de la posverdad que, por ejemplo, es alentada por las grandes plataformas de redes sociales (Facebook, Telegram o X) sin poner límites a la falsedad o la patraña, permitiendo que la pseudoinformación se propague. Su influencia sobre un desierto dominado por la ‘incapacidad crítica’ permite al histriónico Elon Musk comprar Twitter y consentir en X la propagación de bulos, o que Mark Zuckerberg haya eliminado los verificadores en Meta, alineándose con el retornado presidente de EE UU, Donald Trump, cuando años atrás pedía disculpas por la desinformación que circulaba en Instagram y Facebook, convencido de que la moderación de contenidos ahora no es lo que toca.

El triunfo de Trump es el triunfo de la deconstrucción del mundo de hoy, consistente en reconstruir el que quiere, donde la verdad es arrinconada y la insolencia y el descaro triunfan. El sentido humanista de la vida es dilapidado frente al negacionismo de la ciencia, el terraplanismo, el creacionismo o cualquier otra idea medieval.

Cuando la palabra es manipulada, deja de ser símbolo de la verdad. No es de extrañar que recurramos al pensamiento de los estoicos tardíos: el emperador Marco Aurelio (Meditaciones) o al esclavo filósofo Epicteto (Manual de vida) para alumbrarnos: “A los hombres no le turban las cosas, sino las opiniones que hacen de ellas”.

 *Artículo publicado en Ideal, 22/01/2025.

**Museo Guggenheim de Bilbao, Frank Gehry.