viernes, 24 de octubre de 2025

HISPANIDAD O ¿PEDIR PERDÓN POR LA CONQUISTA?*

 


Cada año por estas fechas se inicia una estúpida polémica en torno a la conquista y presencia española en América, como si tuviéramos la potestad de cambiar la historia, el pasado, ese que para bien o para mal nos juzga sin compasión. Como nuestra conciencia lo hace con nuestras vidas, llenas, en proporciones diferentes, de conductas deleznables y buenas acciones, de omisiones de compromiso y de respeto a nuestros semejantes.

Remediar lo que aconteció en los tres siglos de presencia española en el ‘nuevo continente’ a nuestro gusto es un sueño infantiloide de escaso fuste. Los que llegaron hasta él para dominarlo lo hicieron con la misma rudeza que hasta entonces utilizaron todos los imperios, los pueblos enemigos o las religiones. Los aborígenes que lo poblaban desde decenas de miles de años —algunos de culturas avanzadas— se vieron sojuzgados por una fuerza bruta superior. Querer remediarlo ahora es una entelequia, un absurdo que nos lleva a cometer estupideces como derribar estatuas de Colón o lanzar pintura roja sobre un cuadro de Colón en el Museo Naval de Madrid.

La historia está plagada de atrocidades cometidas por nosotros —los seres humanos— en todas las épocas y enarbolando nuestra inagotable, corrosiva y destructiva presencia en este planeta que vamos destruyendo poco a poco. A ningún pueblo se le olvidan los agravios recibidos, ni cicatrizan totalmente las heridas que se le abrieron en algún momento de su historia, sin que necesariamente deban conducirle a la venganza, si con el recuerdo del dolor padecido basta.

La Hispanidad es un constructo histórico que surge con fuerza tras la crisis del 98 y la pérdida de las últimas colonias americanas, que no nos lleva a muchos sitios, salvo al sentimiento de pertenencia a unos referentes históricos comunes con los pueblos de la América hispanohablante. Y esto es bueno. No obstante, la Hispanidad está atravesada por muchas sensibilidades que, siendo respetables, no deberían promover debates de confrontación orientados a la imposición de pensamientos e interpretación de los hechos contaminados por sesgos ideológicos, ajenos al análisis histórico, hasta llevar a los contendientes a la irracionalidad y la perversión.

Claro que España estuvo algo más de tres siglos en una tierra colonizada e incorporada a la corona de Castilla. Claro que le llevó adelantos, lengua, cultura y organización, como también recibió de aquellos pueblos otros adelantos, lenguas, culturas, enseñanzas y ciudades para su acervo histórico, porque no se encontró a ‘salvajes’ sino civilizaciones avanzadas. Y claro que cometió no pocos execrables actos de violencia, vejaciones, muertes e imposiciones contraculturales, como los ingleses en las tierras que ocuparon exterminando a pueblos libres, dueños de montañas, ríos, lagos y grandes llanuras desde decenas de miles de años, pero con la diferencia de que el sometimiento hispano de aquellos pueblos estuvo presidido por un proceso de sinergias que tampoco podemos desdeñar.

Hace un año se suscitó una controversia diplomática entre México y España, avivada en un debate sobre la historia de la conquista, que frustró la presencia de Felipe VI en la toma de posesión de la presidenta mexicana Claudia Sheinbaum, al no ser invitado. A semejante descortesía respondió el Gobierno de Pedro Sánchez con su no presencia. Una controversia diplomática que se remontaba a 2019 cuando el presidente López Obrador remitió una carta a Felipe VI solicitando que pidiera perdón por los excesos cometidos por los españoles durante la conquista. Carta no contestada por el monarca. Aquella postura del Gobierno mexicano pareció incongruente, salvo que quisiera echarle la culpa de la marginación, estado de miseria y atraso de sus poblaciones indígenas, o de la atroz violencia ejercida por los cárteles de la droga —extremo susceptible de tachar al Gobierno mexicano de ‘Estado fallido’—. Calamidades y ultrajes que debieran haber resuelto las autoridades mexicanas, tocadas por la absoluta responsabilidad tras más de dos siglos de independencia. En tal caso, debieran haber sido a ellos los peticionarios de perdón.

El agravio contra aquellos pueblos que España encontró a su llegada al continente fue perpetrado no solo por los españoles de la conquista, también por sus descendientes —los criollos de la independencia— que llevan ejerciendo el poder desde principios del siglo XIX. Ellos han constituido las élites de poder antes y ahora, gobernando a la población amerindia y a la proveniente de españoles y europeos emigrados durante dos siglos.

La historia no miente, salvo que queramos escribirla a nuestro antojo, falseándola, poniendo en solfa el pasado desde nuestro prisma de cultos, solidarios y respetuosos con los derechos humanos. Y tratemos, igualmente, de medir a nuestros antepasados por el filtro de una ‘verdad’ que a duras penas somos capaces de poner sobre hechos de nuestro tiempo que topan a diario con nuestros ojos en fotografías de prensa o pantallas de televisión, o llegan a nuestros oídos en las voces de la radio.

A nosotros nos cabe la responsabilidad de combatir el genocidio perpetrado en Gaza, protestar contra la ignominiosa invasión de Ucrania y elevar la voz contra otras muchas injusticias de nuestro tiempo que asolan este planeta donde respiramos.

Todos los imperios que han existido han cometido excesos en sus colonias, todos se han apropiado de recursos económicos y culturales para beneficio propio, contraprestando casi siempre muy poco, y han sojuzgado a sus habitantes, modificado sus vidas, costumbres y creencias, aplicando racismo y discriminación. En la dimensión que queramos establecer en todo ello la regla será donde nos situaremos a la hora de valorar el alcance del constructo Hispanidad.

*Artículo publicado en Ideal, 23/10/2025.

** Primer homenaje a Cristóbal Colón (1892), de José Garnelo

sábado, 11 de octubre de 2025

VINCENT TRUMP Y LA SOLUCIÓN DEFINITIVA*

 


En el capítulo anterior, Donald Vincent Trump puso en marcha su gran obra para la posteridad: Alcatraz Alligator. Las redadas de invasores no cesaban. Aún así EE UU iba a la ruina. Llevaba tiempo pidiendo al ‘traidor’ Jerome Powell que la Reserva Federal bajara los tipos de interés; al muro con México había que buscarle una solución, saltaban demasiados invasores, había que pintarlo de negro para que el calor quemara sus manos; ante tanta violencia, mandó la Guardia Nacional a Washington y pizzas para los agentes… Entonces se coronó la gorra roja de campaña y su lema: “Trump was right about everything” —llevaba razón en todo—, lanzando un mensaje: “Necesito ayuda, más ayuda, un verdadero experto”. Elon Musk le había traicionado. Se quejaba del país y del puñetero mundo que le habían dejado los ineptos demócratas, y clamaba: “Odio a mis adversarios”, como exclamó en el funeral del ‘santo’ Charlie Kirk, joven promesa del movimiento MAGA.

Las noches le devolvían al ineludible insomnio que mitigaba a fuerza de vídeos de TikTok, ese invento que había que ‘robar’ a los chinos. “Esta maravilla tiene que ser nuestra —había insinuado a Bill Gates y Zukemberg—, pensad cómo hacerlo, será vuestro gesto patriótico”. Luego se relajaba viendo a los Pitufos y a su admirado Gargamel preparando fantásticas pócimas para conquistar el reino de estos entrometidos y chillones seres amarillos. Esa noche, cuando le alcanzó el sueño adosado al cuerpo de Melania, no tardó en verse asaltado por una pesadilla. Su esposa se soliviantó al sentir que el cuerpo que la sepultaba se movía como un cachalote. El sudor pegajoso y caliente que desprendía había mojado su camisón. Al empujón que le propinó, Vincent hizo temblar la cama con su respingo angustiado: “Melania, he soñado que quedábamos atrapados en las escaleras mecánicas de la ONU, ¡y había que subirlas a pie!”.

A la mañana siguiente, en el Despacho Oval, ordenó llamar a Marco Rubio. “Presidente, el secretario de Estado de Exteriores está en Israel con Netanyahu, acordando los últimos detalles de la expulsión de los andrajosos gazatíes de la Franja —le comunicó su jefe de gabinete—, las empresas se quejan del retraso en las obras del resort en la Riviera de Oriente”. El enfado de Vincent no se hizo esperar: “Este Rubio a veces me mosquea, no sé si me habré equivocado al nombrarlo, puede ser otro invasor, tiene sangre cubana”. Y cambió de destinatario: “Entonces dile a Vance que venga, pero que no se entretenga con sus caprichitos, lo quiero aquí a la voz de ya, ¡Ah!, si tienes que traerlo a rastras, lo haces, tengo un asunto de Estado que no precisa demora”.

Apareció Vance, todo sofocado: “Presidente, aquí me tienes”. Vincent le desveló una feliz idea: “James, los problemas nos asedian y hay que poner remedio a ello. Necesitamos a alguien de valía. Quiero que me busques a Gargamel y lo traigas a mi presencia”. “¿Gargamel?, presidente”. “Sí, sí —alargando sus labios hasta dibujar un orificio redondo—, y sin rechistar”. “Pero presidente… ¿quién es...”. Y Vincent le espetó: “Ni peros ni manzanas. Pega un salto y a cumplir mi orden”.

Al salir del Despacho Oval, Vance llamó a Marco Rubio para confesarle semejante encargo.

Jaimito, ¿qué me dices?, ¿Gargamel? —sorprendido, contestó Rubio.

¡Como me oyes, Marquito! Tú que eres cubano, con ese son de santería que gastáis en la isla, podrías darme una solución.

Yo soy tan estadounidense como tú, so cabrito. A ver si contaminas al jefe con sospechas y me enchirona en Alcatraz Alligator —respondió Rubio.

No te pongas así, es broma. Estoy acuciado con esta ocurrencia de ‘pelopanocha’.

Verás tú, esto del Gargamel acabará como la fiesta del Guatao. ¡La jugada está apretá! —sentendió Rubio.

Y pasaron tres, cuatro y más días, y Vance no daba señales de vida. Vincent Trump andaba buscando invasores: al español Sánchez que no pagaba el 5% a la OTAN y soliviantaba a Europa para reconocer a Palestina como Estado, a los señoritos europeos tan contestatarios y defensores de los derechos humanos y del cambio climático, que habían vivido como reyes desde la Segunda Guerra Mundial a costa de EE UU. Le rondaba pedirles que devolvieran el dinero del Plan Marshall, ¡y con intereses! Si no lo sabía todavía la remilgada Von der Leyen, se lo diría.

¡Y en su país!, las desagradecidas universidades defendiendo invasores y palestinos. Esas que tanto se reían cuando propuso combatir el Covid con lejía o ahora por decir que el paracetamol provoca el autismo. “Necesito a Gargamel como el comer. Sus pócimas son milagrosas”, ronroneaba a Melania, subidos al helicóptero presidencial, mientras ella miraba por la ventanilla.

Entretanto, Vance y Rubio, abrumados, no daban crédito a la petición del presidente. ¿Se le habrá ido el juicio?, se preguntaban en su fuero interno. Ni siquiera se atrevían a confesárselo mutuamente. Sofocados, no sabían a dónde acudir, ni a sus asesores más cercanos: !Menudo dislate si trascendía a la prensa tal petición del presidente!, los ingresaría en Alcatraz o los mandaría con Bukele.

Vincent Trump bramaba cada mañana desde el teléfono en la oreja de Vance: “¿Has encontrado ya a Gargamel?” El silencio y la voz entrecortada del vicepresidente enervaba al impaciente jefe. “¿Tan difícil es llegar a la ermita en medio del bosque de los estúpidos pitufos?”. Y Vance no tardaba en llamar a Rubio: “Te digo que tú puedes encontrar mejor que nadie la solución”. (Continuará)

 *Artículo publicado en Ideal, 10/10/2025.

**Ilustración de Ideal


jueves, 25 de septiembre de 2025

QUIÉN CONTROLA EL ÉXITO*

 


Alcanzar el éxito es una de la premisas que condiciona la vida de las personas en nuestro tiempo, erigido en una imposición dogmática ineludible. El concepto de éxito está íntimamente ligado a la fama, una obsesión que envuelve a millones de jóvenes de un modo tan fútil como pernicioso. Los medios utilizados para su consecución, alejados de la racionalidad, el saber o la valía, se canalizan a través de instrumentos o redes sociales con mensajes simplistas, efímeros y vulgares, acudiendo a bulos o tergiversaciones de una realidad desvirtuada o tendenciosa.

Vivimos en la sociedad del malestar, atenazada por incertidumbres y turbulencias, que no hacen más que avivar ese sentimiento de frustración que nos debilita y conduce a problemas emocionales. En educación la proliferación de estrategias de equilibrio emocional responde a la necesidad de llevar a nuestros alumnos a estados mentales que faciliten las condiciones óptimas para sus aprendizajes. El paradigma del éxito social, introducido también en la esfera educativa, llena discursos —leyes incluidas— que conciben este éxito escolar del alumnado en eslogan poco cuestionado por los receptores: alumnado, familias y docentes, en una proposición que simplifica la visión de la educación.

Guardar las apariencias como conquista de lo transitorio e insustancial se convierte en una condición social de muchos jóvenes, y no tan jóvenes. Esta transmutación banal de mostrarse suele ser un ‘valor’ unido al concepto de éxito, pero alejado del ‘modo de ser’ —imbricado en la libertad, independencia o capacidad crítica—, al que se refería Erich Fromm en su clásico ensayo ¿Tener o ser?, frente al ‘modo de estar o tener’, asociado a la propiedad y la codicia.

Ante la opción inabarcable del éxito, quizás deberíamos asumir una realidad distinta, apoyada en pensamientos de contrapeso que mitiguen tantas frustraciones y sentimientos de naufragio que conducen a dramas y problemas emocionales y de salud mental. En la Antigüedad nos dio la repuesta el pensamiento estoico con obras filosóficas, hoy de gran actualidad, como las Meditaciones de Marco Aurelio o el Manuel de vida de Epicteto. Su lectura está sirviendo de reflexión para afrontar tantos desasosiegos que nos acechan en este mundo saturado de memes, ‘me gusta’ o estrambóticas recetas que nos asedian proponiendo ser ‘felices’, con la fama y el dinero como horizonte, hasta hacernos esclavos de deseos o promesas inalcanzables. El estoicismo de Epicteto distinguía entre lo controlable —juicios, deseos e impulsos— y lo que está fuera de nuestro alcance: la riqueza o la fama. La clave de la felicidad y la libertad, vendidas como recetas propagandísticas, ausentes de responsabilidad personal, estimaba Epìcteto que residía en un aprendizaje personal asentado en la virtud y serenidad, dirigiendo pensamientos y actos más allá de lo próximo, sin caer en la confusión y la esclavitud de aspiraciones fuera de nuestro alcance.

Quienes pretenden controlarnos nos prometen la gloria, aun cuando nuestras posibilidades sean limitadas o nos aboquen al fracaso. Una constante, como señala Marina Garcés en El tiempo de la promesa: “Las promesas que no hacemos están en los objetos que consumimos, en la tecnología que utilizamos, en las marcas de ropa y los cosméticos con los que nos ocultamos…, en las terapias y los medicamentos, en los manuales que leemos para educar más bien a los hijos”. Vivimos entre promesas hechas por otros, no por nosotros, a través de una publicidad informada o desinformada, con el sentimiento de frustración garantizado. Nos trazan caminos hacia la notoriedad, el ‘exitismo’, como calificaba Eduardo Galeano a la obsesión de un mundo “preso de un sistema de valores que coloca el éxito por encima de todas las virtudes”. “Perder es el único pecado que en el mundo de hoy no tiene redención”, añadía. No triunfar en la vida es quedar abocado a la temida derrota. Pero, ¿qué es eso de tener éxito?

Nadie garantiza el éxito. Los libros de autoayuda o la cultura Mr.Wonderful —comercializadora de mensajes ‘positivos’, divertidos, guay, teñidos de optimismo de botica— sí que tienen ‘éxito’ comercial en la sociedad de la inconsistencia y el infantilismo. En tiempos de descreimiento, contradictoriamente somos seres fácilmente crédulos. Estas propuestas de triunfo nada tienen que ver con la consistencia de un pensamiento que aspire a concebirlo como algo noble. Ahí está la publicidad que vende ilusiones absurdas e inalcanzables predicciones de futuro, o bulos que nos tragamos sin el más mínimo ejercicio racional. Acaso sea nuestra respuesta imberbe y de supervivencia ante el mundo de confusión e incertidumbre que nos rodea.

Hay artistas que durante su vida no alcanzaron la notoriedad. Van Gogh solo vendió un cuadro, pero tras su muerte le llegaría el reconocimiento que ahora se le profesa. Igual le ocurrió a Franz Kafka, pensó que su obra no interesaría a nadie y, tras su muerte, su amigo Max Brod, desobedeciendo la voluntad del escritor, iría publicando su obra. No obstante, nada impidió que en vida ambos continuaran en su creación artística y literaria.

Controlar el éxito de los demás es otro modo de manipulación, de imposición de gustos, preferencias o dirigismo del dinero para el consumo. Cuando impulsamos a nuestros jóvenes a buscar el éxito no se hace valorando el esfuerzo, la formación ética o la noble predisposición para alcanzar una meta, un conocimiento, el uso adecuado de herramientas que les hagan mejores ciudadanos capacitados para desempeñar un proyecto, casi siempre se hace desde la óptica de convertirlos en cualificados peones del rendimiento productivo, a cuenta de prometerles un futuro de éxito y reconocimiento social.

*Artículo publicado en Ideal, 24/09/2025.

** Ilustración: El Tren: El éxito empresarial en movimiento, Irfan Ajvazi, 2023


sábado, 6 de septiembre de 2025

LOS LÍMITES MORALES DE NUESTROS POLÍTICOS*

 


El horizonte de este final de estío se ha teñido de un resplandor rojizo coronado por una nebulosa blanquecina, como si el cielo quisiera vestirse de gala para una puesta de sol carnavalesca. Pero no, más bien es un trozo del infierno aposentado en los verdes montañas del noroeste de España, lanzando al tiempo llamaradas hacia otros puntos de la península, como si quisiera cubrir la piel de toro de un resplandor sanguinolento.

Suena el crepitar de hojas verdes consumidas por la avidez de un fuego incesante, mientras el chisporroteo de las brasas se confunde con la desesperación de quienes se afanan por apagarlo y los gemidos de tantas personas, llorando como niños, al ver que una parte de su vida desaparece en un instante. Los sonidos angustiados penetran en los oídos de los españoles, encogiendo su corazón. Son días de dolor compartido, de muestras de solidaridad, de deseos de ir hasta en ayuda de las tierras que sucumben abrasadas por uno de los elementos de la naturaleza, el que sale de las entrañas de la Tierra, de la ira de los dioses del Olimpo, el que cambió la vida de aquellos hombres de las cavernas al dominarlo para calentarse, asar la carne cazada o protegerse de las fieras. El mismo elemento que mantenía un punto de luz en la costa para orientar a los barcos que arribaban o se ofrecía como tributo para los dioses.

Esta fuerza de la naturaleza está desatada día y noche, aferrada a la voracidad, lanzando sonidos de furia que dibujan el horror, mientras que entre el chisporroteo y los clamores de la tragedia incontrolable resuenan otros gritos: voces, exabruptos y graznidos exhalados por gargantas infestas, deshonestas, marcadas por la espuria más desvergonzada. Son los chillidos de los políticos entrometidos entre el dolor y la catástrofe, propagados como regueros de impudicia que acumulara solo odio y ambición, sin respeto a los sentimientos ajenos, desconsiderados ante el sufrimiento.

Las Cámaras parlamentarias —Congreso y Senado— cerraron sus puertas en julio. Y si hubiera algo por lo que agradecer este cierre no es porque sus señorías disfruten del ‘merecido’ descanso, sino porque la ciudadanía descanse de ellas, saturada como está del bochornoso espectáculo ofrecido día tras día, mes tras mes, año tras año, grosería tras grosería, ofensas tras ridículas conductas. Su capacidad para el debate es nula, su tendencia a comportarse como energúmenos sin educación, total: insultos, zafiedad, burdos sarcasmos, argumentos carentes de intelecto y dominados por la demagogia.

Mejor hubiera sido que este verano, extremadamente caluroso, dejara paso a un otoño amable y soñador, de atardeceres ceniza y árboles que se desnudan para teñir los caminos y las riberas de los ríos de una sinfonía de colores ocres y rojizos. Pero el verano se va a despedir con extensos frentes de llamaradas y columnas de humo que arrasan la vida a su paso, dejando un erial de pavesas ennegrecidas, cadáveres de animales, postes calcinados de lo que un día fueron hermosos árboles y, lo más dramático, personas fallecidas que defendían sus viviendas y el entorno natural que amaban. Sin embargo, en medio se ha desatado otra hecatombe en forma de trifulca política que no olvidaremos en mucho tiempo, como no olvidamos la que continúa tras el siniestro de la dana en Valencia. La inmoralidad con que se están conduciendo los políticos, escupiendo mentiras, inquina y fuego por sus lenguas, mientras la catástrofe se extiende por cientos de miles de hectáreas, confundiendo a la ciudadanía, echando las culpas de su incompetencia al corral ajeno, acudiendo a falsedades, engaños, con relatos dirigidos a una ciudadanía lerda, sin pensar en el dolor, la tragedia y el patrimonio natural que se está destruyendo, es una indignidad. Miran solo el rédito político. No importa la colaboración, paliar la tragedia, entonar un ‘mea culpa’ y hacer propósito para que algo así no vuelva a repetirse.

La política, utilizada como arma arrojadiza y no como medio para solucionar los problemas, vaga infiltrada en la vida cotidiana sin reparar en el daño ocasionado a la salud emocional de los españoles. Sujeta solo al ruido, la confusión y tergiversación de la realidad, sin importar el daño ocasionado, convertida en un factor de consumo cotidiano, sea consciente o auspiciado por la influencia del entorno, que no deja indiferente ni siquiera a quienes pretendan eludirla. Son tantos los medios utilizados por plataformas políticas y sus adláteres que es imposible que sus mensajes no tengan repercusión en este tiempo de circulación vertiginosa de la información y la desinformación. La realidad que nos invade es una política convertida en ruido, con mensajes fragmentados, inconexos, destructivos, sesgados y dirigidos al consumo ciudadano, basados en soflamas y peroratas propagandistas, desprovistos de argumentos y valoraciones. A lo cual contribuyen algunos medios de comunicación en más ocasiones de las deseadas.

De esto también tenemos mucha culpa la ciudadanía que lo consentimos, que entramos en su estrategia compuesta de mensajes superfluos y poco fundamentados que apelan a los impulsos, urdidos por asesores que maquinan en las sombras siniestras de la política, sabedores de lo manipulables que somos y lo fácil que resulta posicionarnos del lado que les interesa.

La ola de incendios no ha sido una cuestión menor, las responsabilidades de las administraciones para combatirlos, cada una con su cuota correspondiente, se pretenden eludir tirándose los trastos a la cabeza, sin asumir culpas, removiendo solo la confusión como rédito político. La inmoralidad y la desvergüenza han quedando patentes.

 *Artículo publicado en Ideal, 05/09/2025.

**Ilustración en Ideal

jueves, 21 de agosto de 2025

LA HISTORIA NO MIENTE*

 


Asistimos a un cambio de orden mundial de recorrido impredecible. El que trajo fascismos y totalitarismos en los años treinta del pasado siglo terminó en una enorme guerra. Hoy contemplamos la reconversión de los valores de la razón que propició la Ilustración, asentados tras la Segunda Guerra Mundial, a pesar de tantas convulsiones y catástrofes humanas acontecidas en los últimos dos siglos: ignominiosa esclavitud, colonialismos e imperialismos, guerras mundiales y otras muchas definitorias del discurrir de la Historia.

No seré yo, como historiador, quien construya el análisis de nuestra época, se encargarán quienes acceden a universidades para formarse como futuros historiadores, o alumnos de la escuela o, acaso, historiadores no nacidos. Los que vivimos el mundo de hoy somos espectadores y protagonistas de la Historia, como definía hace un siglo Lucien Fevbre al hombre. Nosotros, experimentadores de los hechos, quizás nos dejemos llevar por el corazón.

La verdad en la Historia no existe, pero se aproxima cuando recurre a fuentes contrastadas y visiones interdisciplinares. En la investigación histórica no caben la opinión ni conjeturas o suposiciones, estas y el intrusismo la han dañado. En el tráfago de la búsqueda de la verdad histórica estamos mediatizados por la subjetividad, como expresaba Paul Ricoeur en su Historia y verdad: “Existe una subjetividad buena y una mala, y esperamos distinción de la buena y la mala subjetividad por el ejercicio mismo del oficio de historiador”.

En nuestro tiempo las relaciones internacionales han cambiado de paradigma o están en crisis: Derecho y tribunales internacionales saltando por los aires, igual que el ordenamiento humanitario —Declaración de Derechos Humanos—, organizaciones supranacionales en crisis —ONU, Unión Europea, etc.— o la economía globalizada colapsada frente a la sacudida de los aranceles impuestos por Estados Unidos. Mientras, el mundo rigiéndose por la ley del más fuerte, sin normas de Derecho, ni equilibrios multilaterales, solo imponiéndose con descaro violencia, guerra y explotación.

Antes también ocurría, pero percibimos nuevas crónicas basadas en variables ideológicas segregacionistas y autoritarias conectadas a ambiciones personales e intereses geoestratégicos, políticos y económicos. Solo la Historia arrojará luz pasado el tiempo. Ahora, en el fragor de tantas batallas, cuando se entrecruzan discursos, soflamas o quimeras en este tiempo de bulos, desinformación, mentiras elevadas a categoría de ‘verdades’, de negacionismo climático, racismo o xenofobia, se imponen narrativas que tergiversan la realidad para acabar con el Estado del bienestar, la multiculturalidad o los derechos humanos, ajenas a cualquier análisis histórico sustentado en la razón.

Hiroshima y Nagasaki forman parte de la barbarie humana que atraviesa la Historia. Se ha cumplido el octogésimo aniversario del lanzamiento de aquellas dos bombas atómicas que fulminaron la vida de más de doscientos mil inocentes: ‘Little Boy’ —6/agosto/1945 desde el bombardero Enola Gay, 16 kilotones de potencia— y ‘Fat Man’ —desde el Bockscar, tres días después, 21 kilotones—. El promotor: el deshonrado presidente Harry Truman de EE UU, quien quiso justificar su infamia: “La usamos para acortar la agonía de la guerra, para salvar las vidas de miles y miles de jóvenes estadounidenses”, en una supuesta invasión terrestre. Y añado: acaso fue para realizar la prueba definitiva, sin ensayos, con ‘cobayas’ humanas. Eisenhower, siguiente inquilino de la Casa Blanca, años después diría: “Los japoneses estaban listos para rendirse y no hacía falta golpearlos con esa cosa horrible”. Más tarde, historiadores como Mark Selden —La bomba atómica: voces de Hiroshima y Nagasaki—, señalaría que las bombas no fueron determinantes para la rendición, Japón había sufrido bombardeos, destrucción de ciudades y la pérdida de casi medio millón de vidas, solo demoraba esa claudicación —buscando la intermediación de la Unión Soviética— para obtener, no una rendición incondicional, sino algunas concesiones, como protección al emperador.

Después la guerra de Vietnam estuvo sometida a una sesgada propaganda para suavizar la masacre y el uso de bombas químicas empleadas indiscriminadamente contra población indefensa. Al presidente Nixon, un tipo sin escrúpulos, de nada le sirvió la propaganda frente al posterior dictamen de la Historia. Esto le ocurrirá a Netanyahu, será recordado como criminal de guerra, de nada le valdrán las acusaciones de antisemitismo a quienes critican el genocidio que perpetra en Gaza. Tampoco salvó la Historia a Hitler del holocausto del pueblo judío, y explicará lo que ocurre en Ucrania o Gaza, pero también en el Sahel o la deriva dictatorial en Latinoamérica —acaso extendida a EE UU—, frente a los relatos construidos por tiranos para justificar sus acciones.

La Historia no miente si se escribe con perspectiva, investigación y análisis histórico global, como apuntaba Febvre en Combates por la Historia, por historiadores honestos, sujetos a una deontología profesional que les haga basarse en las fuentes historiográficas. Mienten, en todo caso, los aficionados, los sediciosos que buscan tergiversar el discurso histórico para confundir al lector y construir relatos tendenciosos, parciales y orientados a la especulación y la confusión del hecho histórico.

Algún día los libros de Historia hablarán de genocidio en Gaza como hablan del holocausto judío perpetrado por los nazis. Y algún día compararán a Netanyahu con Hitler, o a Putin con el serbio Slobodan Milosevic. De nada valdrán las palabras de Netanyahu comparando el grito de ‘Palestina libre’ con el ‘Heil Hitler’, ni justificando la ocupación como liberación o los asesinatos a manos de soldados israelíes de diplomáticos, periodistas, voluntarios de ONGs, de niños en hospitales o en las colas del hambre, de indefensos ciudadanos sin rumbo, cargados de escasos enseres y montando burros o carros, como ‘accidentes de guerra’.

*Artículo publicado en Ideal, 20/08/2025.

** Psblo Pivsddo, Guernica, 1937