Me pregunto si la
crisis nacionalista de Cataluña no será otro paso más en la descomposición de
una democracia española, removida por la crisis económica, tan necesitada de
una reforma constitucional. Una década después vemos que la crisis no fue sólo
económica, sino también política, social, de moralidad pública y, si me apuran,
sistémica. Igual que en Europa: con el avance de un sentimiento nacionalista,
capitaneado por la ultraderecha, y la devaluación de las instituciones.
Cataluña es el
territorio más próspero, desarrollado, de enorme impronta cultural y
cohesionado socialmente (a pesar de la heterogeneidad y procedencia de su
población) de España. Y, sin embargo, en este tiempo convulso, una parte de sus
élites políticas han escogido el camino de una deriva atemporal, sin calibrar
las nefastas consecuencias que puedan ocasionarse para Cataluña.
Mi concepción del
mundo se aleja tanto de las fronteras, de las naciones, del ‘nosotros’, de las
patrias, que veo ridículo tanto afán nacionalista. Una concepción que está
sostenida en el ser humano: los que sufren en España, en Cataluña, en América o
en los rincones abandonados de África; o los que son golpeados por el
terrorismo en Europa, en África o en Oriente.
Lo ocurrido estos
días en Cataluña nos ha servido para conocer mejor a Cataluña, al menos a mí.
Valorada por su riqueza natural y patrimonial, por su proyección cultural, por
su relevante presencia en el mundo desarrollado, la sorpresa ha sido, si cabe
mayor, al apreciar como se ha desbordado tanto odio en el seno de esa sociedad
culta y moderna. Un odio exacerbado hacia el que piensa diferente o al que
tiene carné de español. Todos tenemos en mente el conflicto vasco y las
proclamas contra España, pues ahora parece que Cataluña ha recogido el testigo.
El conflicto
catalán sabemos de qué va, o a lo mejor no, pero es mucho más que una
declaración unilateral de independencia. No me voy a detener en la ilegalidad
de las actuaciones del Govert y del Parlament, ni en los instrumentos que tiene
el Estado de derecho para hacer frente a semejante reto. Ni voy a hablar si
existen el derecho de los pueblos o razones históricas para demandar la independencia.
Más allá de ello, lo que me preocupa sobremanera es la fractura social que el
'procés' ha provocado en la sociedad catalana y la falta de respeto hacia las
personas, a las que considero que están por encima de todas las patrias.
Cataluña es un
territorio de libertades, lejos de estar sometido a un poder autoritario, y sin
embargo la fractura social ha irrumpido con una fuerza inusitada. Ha bastado
con hurgar en el independentismo para despertar comportamientos violentos e
intimidatorios. La estigmatización del otro, el acoso, el uso obsceno de
palabras, como ‘fascista’, por pensar de manera diferente, está eclipsando a
aquella sociedad basada en el respeto. La bestia y lo irracional ha salido a la
luz en una sociedad culta, moderna y educada. Algo que parecía solamente
privativo de los conflictos raciales o religiosos que conocemos de zonas de
Asia o África.
Vivimos un momento
crítico de nuestra historia presente. Los historiadores la escribiremos pasadas
unas décadas, pero ahora nos toca escribirla con los acontecimientos en marcha.
El riesgo: escribir desde la pasión y la visión sesgada y partidista. Como la
historia no se puede redactar desde las trincheras es por lo que, siguiendo las
enseñanzas de los grandes historiadores, como Lucien Febvre, debemos poner el
foco en el hombre, en la persona, en la ciudadanía. Las razones y los porqués
del conflicto catalán habremos de estudiarlos con más perspectiva temporal, el
gran aliado del historiador.
En este conflicto
me resisto a hacer concesiones a quienes lo han generado, prefiero empatizar
con las personas, con los ciudadanos. Una gran parte de los catalanes son, como
en otras disputas del planeta, los grandes olvidados. Lo han sido por el
Gobierno de España, con su dejación de años y la torpeza del uno de octubre, y
por el Govert y la mayoría parlamentaria que lo respalda, empecinados en una
independencia que no respeta a esa masa de población también catalana que no la
desea.
El 'procés' está
atravesado por un componente radicalizado que se ha ido imponiendo en la toma
de decisiones. Las asociaciones ANC y Òmnium Cultural, líderes en las protestas
de la calle, han actuado plegadas a la hoja de ruta marcada por el Govert. Se
han envuelto en una bandera pacifista que no es tal, porque están manipulando
los deseos de muchos crédulos del relato independentista y estigmatizando a los
que no lo comparten. Hablan de democracia y no respetan la ley.
ETA también quería
la independencia y se revistió de violencia. El Govert quiere la independencia
y se reviste de actitudes sibilinas y de un falso pacifismo, aunque a la vez va
en contra de millones de personas. Ha estado alimentando la fractura social,
utilizando la ANC y Omnium para ganar la calle y como estilete para enmudecer a
los que no estaban de acuerdo.
En los años noventa
llenamos las escuelas de valores universales que abrían la mente de los alumnos
hacia una dimensión planetaria, lejos de reduccionismo nacionalista que tanto
sufrimiento trajo a Europa. Las mentalidades excluyentes y las patrias quedaban
como un vestigio retrógrado del pasado. Hoy esto mismo lo tenemos en Cataluña y
apunta por toda Europa con la ultraderecha.
Hace tres años
manifesté estar de acuerdo con un referéndum en Cataluña en términos parecidos
al que se había llevado a cabo en Escocia. Había que dar voz y voto a la
población. Sigo pensando lo mismo. Pero a sabiendas que ningún supuesto derecho
de autodeterminación está por encima del derecho de las personas: primero a su
vida y segundo a que nadie le destroce su modo de existencia.
*Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 08/9/2017