jueves, 31 de octubre de 2024

NI PARA LA PAZ NI PARA LA DIGNIDAD HUMANA ESTAMOS*



¡Cuánta desgracia nos aturde en tiempos tan groseros y cómo nos estamos acostumbrando a ella! La solidaridad, el compromiso y el interés por los problemas que nos rodean fluctúan al ritmo de un mundo cada vez más ‘empequeñecido’ por la vertiginosidad con que viajan la verdad y la mentira, así como nuestra propia movilidad física.

Nuestra conciencia ciudadana —y colectiva— es producto de un conjunto de valores interiorizados en los que hemos sido educados y con los que nos identificamos. Sin embargo, la conciencia depositada en las mentes de quienes lideran la política o la economía global se rige de otro modo: vaciada de los valores que como ciudadanos posiblemente asumirían. Un contrasentido, parte de una realidad que nos abruma, en la que se prescinde de la dignidad del ser humano para dejar paso a la ley del más fuerte.

Somos presa de la desinformación y los bulos, esa potente maquinaria que genera malestar, opiniones tendenciosas, ‘deshabilitación’ del pensamiento libre, ‘embarramiento’ de la convivencia o atracción hacia las posiciones del manipulador: ‘verdades’ construidas sobre mentiras, sin sentido ético ni moral. El proceder da igual, con tal de conseguir lo que se pretende. ¿El adversario?, enemigo antes que oponente. El mundo, nuestro país, pueden estar desangrándose, solo importa el objetivo pretendido a toda costa. La política española ha caído en este cenagal: relatos de buenos y malos, de odio y destrucción del otro, del diferente.

Mientras discutimos cómo vamos a rescatar y prestar ayuda a los que ponen en peligro su vida en una patera o cruzando el desierto, el naufragio y la vileza humana ya han engullido bajo las siniestras aguas de la perversión a cientos de vidas que una vez se ilusionaron con un rayo de luz que calmara el hambre y la indignidad de una vida miserable. Cuando una madrugada de invierno (febrero, 2023) —las cinco en el reloj de un guardacostas—, tras cuatro días y cuatro noches de travesía desde Turquía, se avistaron luces lejanas en la costa de Cutro (Italia), la última esperanza de salvación, una embarcación de madera naufragó: doscientas personas hacinadas —la mayoría afganos huyendo de la intolerancia talibán, habiendo pagado nueve mil euros—, de las que noventa y cuatro pisaron la tierra prometida, Europa, como cadáveres. A cuarenta metros estaban, y nadie activó una operación de rescate. Fue la tarjeta de visita de Georgia Meloni, la que hoy quiere a los inmigrantes lejos, encapsulados en otro país.

Entretanto no está lista la paz, y foros internacionales y ‘lobby’ que mueven entramados políticos y armamentísticos maquinan, las personas mueren bajo las bombas en Ucrania, Gaza o Líbano. El conflicto ucranio se alarga, mientras la figura siniestra de Putin aguanta. Y dejamos a un país, Israel, con un tipo sanguinario al frente, Netanyahu, arropado por una banda de secuaces y sicarios, masacrar hasta el genocidio a decenas de miles de personas inocentes porque dicen defenderse de los terroristas que un 7 de octubre de hace un año cometieron una atrocidad. Y se vengan perpetrando las mismas atrocidades que denuncian en esos terroristas de Hamás: asesinando con toda impunidad, creyendo que con la violencia llegarán a alcanzar la paz, porque los que pueden frenar esta barbarie no están para nada. Empezando por EE UU de Biden, que se marchará de la Presidencia de la manera más vil que uno pueda imaginar: protegiendo un genocidio. Si ejerciera solo de ciudadano y cristiano de a pie —él lo es— seguramente estaría clamando por la ignominia que está cometiendo Israel.

Hay muchas maneras de matar, como escribiera Bertolt Brecht, y todas ellas las practica Israel, además de otras inventadas para la ocasión. “Pueden meterte un cuchillo en el vientre. / Quitarte el pan. / No curarte de una enfermedad... / Llevarte a la guerra, etc…”, como también lanzar bombas contra inocentes, arrasar escuelas y hospitales y manipular ‘buscas’ o móviles para que exploten.

Llevo en este mundo más de seis décadas y me hubiera gustado que en alguna de ellas hubiera llegado la paz a Oriente Próximo y Medio. Que se cumplieran los mandatos de las Naciones Unidas y se crearan dos Estados donde vivir en armonía. Que los problemas se resolvieran con el diálogo, que la sed de venganza quedara entumecida en las entrañas propias y no destruyendo las del otro. Que las potencias mundiales no alentaran las acciones bélicas de los desalmados. Más de seis décadas, sí, y ninguno de los malhechores que anteponen sus ambiciones a la vida de inocentes me va a engañar con sus relatos confusos, llenos de mentiras, entelequias y ‘verdades’ tendenciosas. Ninguno merece el perdón y sí comparecer ante un tribunal.

Nunca están para nada, mientras la hemorragia de indignidad que provocan sigue inundando el mundo. Son como el apéndice o las muelas del juicio, partes inservibles de un cuerpo que, sin embargo, pueden ocasionar severos problemas de salud. Los valores quedan muy bien para la gente corriente, en la paranoia del poder parecen no valer. Kant, en el imperativo moral categórico, afirmaba: “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona del otro”.

No quisiera pensar, como Fernando Pessoa (Tabaquería’, que “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada”, y que no me queda más que tener “en mí todos los sueños del mundo”. Ni resignarme a que “El mundo es para los que nacieron para conquistarlo / no para los que sueñan que pueden conquistarlo”.

*Artículo publicado en Ideal, 31/10/2024 

**La danza, Henri Matisse, 1910

martes, 8 de octubre de 2024

TODOS VENIMOS DE ALGUNA PARTE*

 


Las ciudades españolas fueron testigos del éxodo rural en aquella España de blanco y negro de los años sesenta y setenta del pasado siglo. Miles de familias se desplazaron del campo a la ciudad en un movimiento migratorio que puso a las ciudades patas arriba y activó un desarrollo económico acorde a los planes implementados por el régimen franquista. Era la época del desarrollismo, de la expansión del turismo y del crecimiento urbanístico con la construcción de nuevos barrios y la ocupación de viviendas deterioradas y en precarias condiciones de habitabilidad en los más antiguos.

La transformación agraria concentración de tierras y mecanización— y la puesta en marcha del Plan de Estabilización de 1959, apoyado en la importante emigración dirigida a Europa y la recepción de cuantiosas remesas de dinero aportadas por los emigrantes, favoreció la absorción por la industria del excedente de mano de obra agrícola. Según datos del INE, se calcula que 3.100.000 españoles se trasladaron a las ciudades en la década de 1960. Las zonas industriales y el sector servicios de Madrid, Barcelona y País Vasco acapararon ese grueso de población rural. Otras ciudades, como Granada, se vieron también favorecidas por este éxodo. En esta recalamos no pocos habitantes de los pueblos. ‘Castrojas’ nos llamaban, no sin un cierto tono peyorativo, un parte de la población urbana que exhibía un torpe orgullo capitalino. Menos mal que no teníamos la piel negra, tan solo oscurecida por el implacable sol del medio rural.

He sentido vergüenza al ver que la inmigración aparece como la primera preocupación de los españoles en el barómetro de septiembre del Centro de Investigaciones Sociológicas. A la pregunta: ¿Cuál es, a su juicio, el principal problema que existe actualmente en España?”, casi un tercio (30,4%) contestaba: “La inmigración”. Este fenómeno social practicado por la humanidad desde su existencia ha pasado de ser la cuarta preocupación (16,9%) en julio —tras el paro, la economía y la política— al primero.

Las continuas noticias sobre la llegada de cayucos y pateras, el alarmismo por la saturación de los centros de acogida, el reparto fallido de menores acogidos, la asociación inmigrante-delincuente, la vergonzosa actitud de partidos políticos que, antes de unirse para buscar soluciones, utilizan el dolor de estos desheredados para hacer un uso perverso y espurio de la tragedia, ha calado en la percepción negativa de la sociedad española. Somos maleables e influenciables, y eso lo saben políticos y gentes sin escrúpulos que lanzan infundios, tergiversan la realidad y buscan chivos expiatorios. Alguien está empeñado en convertir a los inmigrantes en enemigos.

Y duele pensar lo fácil que es llegar a la conciencia de los demás y moldearla a nuestro antojo, extendiendo el mantra de que los inmigrantes son culpables de todo lo malo, que nos arrebatan nuestro trabajo y nuestro dinero, que ensucian nuestras calles y hacen aumentar la delincuencia, que se comen nuestras mascotas: gatos, perros, serpientes o cualquier otro bicho que nos haga compañía. Estos prejuicios siempre proceden de concepciones supremacistas: ese ‘nosotros perfectos’, de educación exquisita, de conductas cívicas inmejorables, que retiramos los desechos de un botellón para depositarlos en un contenedor o llevarlos a casa, que no tiramos bolsas ni vidrios ni latas en el campo ni en la ribera de un río, que no delinquimos ni estafamos. Nosotros. Ellos.

Siempre ha existido aversión al forastero, al diferente, a quien consideramos no encaja en nuestros cánones de ‘normalidad’, y lo miramos a través del visillo de los prejuicios. Como hacemos con nuestros vecinos, con los del otro barrio, con los del pueblo que rivalizamos, con los de otros territorios españoles, con los que no hablan nuestra lengua y les decimos que en ‘nuestra tierra’ se habla ‘mi idioma’. Repudio a lo de fuera, envuelto bajo la suspicacia del recelo y la sospecha.

Pero hay realidades que nos impactan en las narices para que espabilemos. El peligro que se cierne sobre las pensiones nos alcanzan de lleno: si no encontramos soluciones a los ritmos económicos actuales no están garantizadas para un futuro inmediato. Hace unos días el Banco de España, en su informe anual, se centró en este asunto, concluyendo que ni la llegada de inmigrantes, ni las subidas de cotizaciones, ni los incentivos para demorar la jubilación son suficientes para sostener el sistema de pensiones. Vaticinando que se trata de “uno de los mayores desafíos a los que se enfrentarán las principales economías en los próximos años”. En España, con el envejecimiento de la población, el aumento de las jubilaciones del llamado baby boom de los sesenta y la baja tasa de natalidad, el problema se acentuará más que otros países. Para paliar esto se estima que la población inmigrante trabajadora de nuestro país tendría que elevarse más allá de los 24 millones y llegar, al menos, a los 37 millones para 2053.

Todos venimos de alguna parte. Los ‘castrojas’ de aquellos años que coadyuvamos a levantar el nivel de vida de las ciudades españolas, sacándolas de la miseria heredada de la posguerra; los emigrantes españoles que potenciaron las economías europeas; y los inmigrantes latinoamericanos o africanos que sostienen la agricultura exportadora o los servicios de atención a dependientes. Todos somo migrantes.

No criminalicemos la inmigración. El deseo de buscar un lugar en el planeta donde mejorar las condiciones de vida es un derecho. Frenar los sueños es imposible. Las grandes migraciones son la seña de identidad en la historia de la humanidad y de la construcción de los países.

*Publicado en Ideal, 07/10/2024

**ACNUR_Roger Arnold