viernes, 20 de diciembre de 2024

EL PLANETA NOS INTERPELA*

 


La tergiversación de la palabra libertad, su significado, ha provocado un relativismo en las formas y los hechos que no ha beneficiado, entre otras cosas, a nuestra conducta cívica. Hacernos creer que tenemos derecho a todo, incluso a diezmar los recursos del planeta, nos ha llevado a sucumbir en una espiral de desastres naturales y desigualdades cuyas consecuencias las estamos pagando cada día.

Se nos pide que seamos ciudadanos militantes de ideas magníficas, pero con trampa. El cambio climático es una realidad, a pesar de los negacionistas, terraplanistas y otras estirpes sumidas en la ignorancia, esos que a cada giro del planeta redondo y achatado por los polos van ganando espacio, control y poder, incluido el político. Salen con descaro de las sombras de la superstición para mostrarse como adalides de ideas acientíficas, amorales, xenófobas, que, sin rubor ni crítica, son votadas por millones de personas. Como se votó a Hitler y su supremacía aria. Ellos serán los que nos gobiernen en los próximos años, quizás decenios, si antes no nos llevan a la destrucción de la especie.

Nuestra ejemplaridad ciudadana nos impele a discriminar los residuos que generamos y depositarlos en coloridos contenedores. Llevamos a cabo no pocos gestos nobles y cívicos, incluidos no desperdiciar comida, mirar por el medio ambiente y ser fervientes defensores del planeta. Ciudadanos ejemplares, porque así nos lo pide nuestra conciencia ante el deterioro del planeta. Y transmitimos a nuestros hijos, alumnos, familiares y amigos que pequeños gestos suman mucho hasta convertirse en un gesto inmenso, capaz de cambiar la deriva negativa de la Tierra. A lo que sumamos otros hábitos particulares: gestionar bien nuestros gastos, consumir con responsabilidad, practicar hábitos de vida saludable, no despilfarrar recursos, ni ensuciar las calles y tirar los papeles a una papelera y no al suelo. Nos han bombardeado con tantos mensajes nobles en pro del civismo y nuevos valores culturales de siglo veintiuno, y todo para luchar contra la barbarie del siglo veintiuno. Sin embargo, frente a nosotros, ciudadanos ejemplares, hay otros muchos que no tan ejemplares, como existen grandes potencias y corporaciones que siguen contaminando por encima de sus posibilidades.

Las cumbres del clima terminan sin grandes acuerdos, ni compromisos firmes que no enojen al clima de este planeta que nos cobija. Por eso no es posible frenar el deshielo del Ártico, los efectos perniciosos de huracanes que asolan islas y costas orientales del Caribe o América del Norte, el ensañamiento de gotas frías en regiones mediterráneas, ni veranos e inviernos cada vez más calurosos, y permitimos que el calentamiento global deje a los osos polares sin su hábitat o que muchas especies animales desaparezcan. Nuestra civilización está sostenida en el consumo de combustibles fósiles, el vertido de residuos industriales a ríos y océanos, la generación de enormes cantidades de residuos urbanos o el deterioro del medioambiente.

La sexta extinción. Una historia nada natural de Elisabeth Kolbert, el libro que alertó de la venidera sexta extinción de vida terrestre —tras las cinco grandes extinciones anteriores—, señala que en esta hay un factor nuevo: la intervención y responsabilidad de los humanos. En las anteriores, ni existíamos. Nosotros, los humanos, recién aterrizados en este planeta, le hemos causado más daño que cualquier otra especie en sus casi cinco mil millones de años de existencia.

En noviembre se celebró la 29ª Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en Bakú (Azerbaiyán). El lema: “Solidaridad por un Mundo Verde”, todo un dechado de intenciones, como todos los lemas que congregan las mejores intenciones y porfían por esa palabra clave: sostenibilidad. Todo ha de ser sostenible en nuestro tiempo. Es obvio. Ahora bien, despilfarrar, no cuidar nuestro entorno, abusar del consumo de recursos o creer en un modelo económico y social basado en el crecimiento acelerado y continuo, no puede sostenerse sin hacer daño. A su manera lo decían también nuestros padres, cuando nos educaban en que había que mirar por lo que teníamos y gestionar bien y no gastar más de lo necesario, en aquella época de precariedad y limitación de recursos. Lo mismo que transmitimos a nuestros hijos en esta época de abundancia, pero con múltiples enemigos de estas convicciones. Otro mundo anegado de mensajes que hablan de que como somos libre podemos consumir sin límites, que todo es inagotable y que obvian que los recursos naturales son limitados y, muchos, irreemplazables.

Hacer creer que nuestra libertad consiste en tener todo lo que deseemos, a través de una publicidad y propaganda tóxicas, o que es posible un crecimiento económico ilimitado, es hacernos trampas al solitario.

En Bakú se habló de un mundo verde, de la urgente necesidad de caminar hacia la transición energética y el multilateralismo entre países para alcanzarla.  Se acordó una financiación climática, donde los países desarrollados aportaran 300.000 mil millones de dólares hasta 2035. Pero a los grandes contaminadores del planeta: China, EE UU, India y Rusia, esto no les interesa y caminan por senderos opuestos.

Las energías renovables quisieran sustituir a los contaminantes combustibles fósiles, pero quizás estemos aún ante la gran mentira del trilero. No sabemos si la civilización de los combustibles fósiles colapsará en 2028, como vislumbra Jeremy Rifkin en El Green New Deal global, y si la vida en la Tierra se salvará, pero mientras las grandes corporaciones petroleras y gasísticas sigan dominando las políticas de los países, influyendo en gobiernos, aupando a negacionistas del cambio climático al poder, el planeta estará en peligro.

*Publicado en Ideal, 19/12/2024

**Tierra, naturaleza, medioambiente_Tomado de México social. La cuestión social en México

martes, 3 de diciembre de 2024

TAMBIÉN EL CONSUMISMO*

 


Dicen que Nueva York adelanta el futuro que nos llegará una o dos décadas después. En un mundo globalizado, el plazo quizás se acorte hasta la simultaneidad. Los cambios de vida, las tendencias y las nuevas prácticas capitalistas las vemos reproducidas en nuestra vida diaria cuando allí triunfaron hace tiempo.

Estamos en la época del año donde el consumo se dispara de manera desorbitada y hasta obscena. EE UU es la cuna del consumismo, eso comentan. En nuestro calendario se han aposentado fiestas invasoras: Hallowenn, Black Friday o la de Santa Claus, el gordito de cara beoda. Consumismo voraz, bucle de la economía capitalista: producir para consumir, consumir para producir.

Visité Nueva York un mes de noviembre. Pasadas dos semanas de Hallowenn, las huellas de su celebración permanecían: infinidad de calabazas aposentadas en escaleras de las brownstones, derroche de frutos cucurbitáceos. En el horizonte, el Black Friday; entre ambos: día de Acción de Gracias; a la vista: la explosiva Navidad neoyorquina. Mucho para festejar; también el consumismo.

El Black Friday también se ha instalado en España, lo hemos adoptado. No es una fiesta religiosa ni familiar, ni nada por el estilo. El Viernes Negro es una fiesta montada para consumir, sin tapujos, sin eufemismos, ahora dirigida a toda clase de bienes y servicios, proyectada con la fuerza incuestionable de las estrategias comerciales y el marketing, capaz de influir poderosamente incitando y torciendo la voluntad del individuo, debilitándola, trasteando en el rincón de las emociones.

No se hubiera entendido mi visita a Nueva York en esas fechas y perderme el Black Friday, si quería escudriñar como viajero curioso en el conocimiento de la metrópoli. Para ello, una visita de campo a almacenes como Saks o Macy’s, o a un shopping malls. Entre Nueva York y Nueva Yersey, como en otras rutas, proliferan como setas. Da igual al que vayas, son todos iguales. El elegido se llamaba Mall Jersey Garden’, donde se reunían grandes marcas, franquicias, juguetería, restauración, joyería, náutica, decoración, electrónica, perfumería… en un espectáculo comercial en estado puro. El acceso: miles de coches dibujando colas serpenteantes, kilométricas, ocupando dos y tres carriles, de todas clases, modelos y tamaños. Era el Black Friday, el gran día, nadie podía perderse la gran fiesta en aquel enorme complejo construido expresamente para consumir lo necesario, y lo que no.

Limpio, amplio, ampuloso, de grandes espacios: largos, anchos y altos. Los nuevos bazares del siglo XXI, que nada tienen que ver con los de una calle de Bagdad, El Cairo o Marraquech, salvo que tienen la misma finalidad: vender y comprar. Estos, en la calle, en una relación directa comprador-vendedor; los otros, impersonales, diseñados para atrapar, no por la persuasión que ofrecen las excelencias del producto, sino mediante el impacto neurológico de una estrategia diseñada para manipular los sentidos y las emociones. La vista, el oído, el tacto, el olfato y hasta el gusto atacados para generar una necesidad que acaso nunca tuvimos.

En el Mall Jersey Garden, compuesto de grandes espacios interiores, mastodónticas escaleras y una descomunal plaza central, desde el mirador corrido de la planta superior, las personas se apreciaban como hormigas que supieran a qué agujero-tienda entrar o a qué cola interminable agregarse. La paciencia no tenida para otras cosas, aquí afloraba como un valor que esperaba recompensa. Pantalones, camisas, camisetas, cinturones, sudaderas, chaquetas, jersey, zapatillas, faldas, blusas…, objetivos deseados. Solo había que esperar, tener aguante, para tocar decenas de prendas, acercarlas al cuerpo, comprobar la talla o el color más favorecedor. Centenares de piezas de ropa amontonada, acumulada en estanterías, caída al suelo, u ordenada sobre anaqueles. Infinidad en perchas, aguardando la mano generosa para tocarla, desplegarla, desearla. El espectáculo: una escena sembrada de caos.

En la puerta de una tienda de ropa vaquera, gentes de edades variadas aguardaban media hora, una hora, para acceder al interior. En ella las ofertas llegaban al sesenta por ciento. Merecía la pena el sacrificio, a decir de la sonrisa exhibida al palparla. Fuera, en un gran cartel, rezaba: 60 % off everything. Al lado, varios chicos haciendo un receso en la aventura del día, agolpados junto a grandes maletas y bolsas, extraían de sus mochilas refrescos y sándwich. Había que reponer fuerzas. Sus rostros denotaban alegría, intercambiaban comentarios e ilusión por lo depositado en las maletas y por lo que aún les esperaba.

Era mi rostro el que reflejaba cansancio y hastío. Más de cuatro horas, acaso cinco, dentro de aquel enorme templo del mercadeo más soez y descarado, con humanos convertidos en piezas de un gran juego. Tomaba notas como observador participante. Me veía ridículo, sin interés alguno en comprar, pero atrapado en un aquelarre dominado por muchos machos cabríos de la magia tecnologizada, aferrada igualmente a la superstición y al delirio.

Jóvenes y mayores con el deseo intacto de atrapar lo que les hiciera sentirse bien: esa ropa que modelará su imagen, la estética para presentarse ante los demás, producto no de un ejercicio de libertad sino de mimetismo con los modelos o estereotipos sugeridos, cuando no impuestos. Entendido todo desde mi óptica: un insulto a mis convicciones, contrarias a dejarse atrapar por lo insustancial y lo superfluo. Debo estar viejo.

Abajo, en la plaza central, el rumor no cesaba. La gente caminaba en todas direcciones, como si practicaran un juego para reconocerse. Mis fuerzas se agotaban. La mirada, agostada. Era noche cuando salimos del Mall Jersey Garden. Como podríamos estar saliendo del Nevada Shopping.

*Publicado en Ideal, 02/12/2024

**La realidad te ciega, Carlos Saura Riaza