jueves, 23 de enero de 2025

DECONSTRUIR EL MUNDO*

 


No voy a utilizar la manida frase de que vivimos tiempos difíciles para referirme a los tiempos que corren. Pero tampoco voy a esconder que las incertidumbres que nos asaltan no son el mejor panorama que podríamos desear. Sí diré que compartimos tiempos en que nuestra conciencia ciudadana —y colectiva— anda bastante debilitada.

Nos manejamos con conceptos de modernidad y posmodernidad en un intento de explicar los cambios que suceden ante nosotros. Somos como cualquiera de las generaciones que nos precedieron desde la Antigüedad: buscamos respuestas a preguntas que tal vez no tienen una sola respuesta. Por eso siempre acudimos a quienes son capaces de pergeñar explicaciones, más o menos acertadas, a las innumerables dudas que ensombrecen el devenir de nuestra existencia de seres racionales, provistos de una conciencia atormentada deseosa de encontrar razones.

Cogito ergo sum, proposición con la que Descartes abre un universo ligado al objeto más inmediato de nuestra conciencia. Sin el pensamiento sería imposible encontrar respuestas sobre nosotros mismos. La dificultad es esa: encontrar respuestas. En esta época de turbulencias no es descabellado recurrir a los clásicos para aclarar los hitos del ahora. Platón sugería a su maestro —Apología de Sócrates— declarar: “Una vida sin examen no es digna de ser vivida por el hombre”.

La modernidad configuró nuestra visión del mundo con cada cambio histórico —Ilustración, Revolución Francesa, Liberalismo, revoluciones industriales...—, desde el Renacimiento hasta su crisis en el convulso siglo XX: dos guerras mundiales, conflictos bélicos locales, descolonización y transformaciones en todos los órdenes de la vida. Tras la segunda gran guerra se abre el nuevo tiempo de la posmodernidad, materializada en nuevas concepciones y visiones artísticas, culturales, literarias o filosóficas, que con la publicación de La condición posmoderna (1979) de Jean-François Lyotard parece generalizarse como concepto.

La modernidad había fracasado y la posmodernidad traería otro paradigma capaz de proponer nueva visión del mundo. Conceptos como libertad, moralidad, ética o ideología serían sometidos a continua revisión, menos universal, más asociada a interpretaciones personales. Como si la razón dejara de presidir nuestro pensamiento y el discurso derivara a posiciones más liberadoras: una libertad que postulaba mayor individualismo —el ‘yo’ frente al ‘nosotros’—. La modernidad tachada de fracaso de la humanidad por mantener verdades inamovibles que regían, no obstante, patrones de injusticia: ideologías autoritarias o legitimación de la explotación colonial. La posmodernidad traía otras ‘verdades’ que debilitaban a la persona: libertad sin límites y a la carta, pensamiento y conciencia alejados del pensamiento crítico, decadencia de la ética y moral públicas, asunción de un neoliberalismo sin escrúpulos y un relativismo en las ideas que cuestionaba valores básicos de convivencia, respeto o búsqueda del bien común.

Llegado el primer tercio del siglo XXI el mundo se transforma, se relativiza la ética y la moralidad, lo cívico pasa a considerarse obstáculo para la libertad personal, y se menoscaban los espacios compartidos y democráticos. La igualdad, desde una óptica individualizada, ya no es compromiso esencial para convivir, priman los intereses personales frente al perjuicio causado a los demás, se genera un descrédito de las instituciones, factor colectivo de nuestra convivencia: ‘para qué las queremos, nosotros somos nuestra guía’. Se educa a la juventud vaciándola de pensamiento y capacidad crítica, se adiestra en la transgresión de las normas: lo importante son tus ‘alas’, no los demás.

Jacques Derrida impulsó el deconstructivismo. Sus ideas se extendieron desde los años ochenta del pasado siglo como un paradigma que postulaba la deconstrucción del mundo, su disección en una amalgama de escenarios inconexos, cuestionando lo conocido hasta entonces, pues se necesitaba otro nuevo enfoque alejado de los postulados hegelianos que cohesionaban las sociedades. El deconstructivismo caló en el arte, el pensamiento, la educación o la política, fortaleciendo mundos imaginados o realidades paralelas que escapaban a la lógica, a la ciencia o a la razón. La verdad ya no era una aspiración absoluta porque existía la posverdad, la que cada cual construye para sí mismo y para que los demás la asuman.

La realidad tergiversada o la imposición de realidades son hoy parte de ese mundo dominado por los relatos, las mentiras o los bulos. El triunfo de la posverdad que, por ejemplo, es alentada por las grandes plataformas de redes sociales (Facebook, Telegram o X) sin poner límites a la falsedad o la patraña, permitiendo que la pseudoinformación se propague. Su influencia sobre un desierto dominado por la ‘incapacidad crítica’ permite al histriónico Elon Musk comprar Twitter y consentir en X la propagación de bulos, o que Mark Zuckerberg haya eliminado los verificadores en Meta, alineándose con el retornado presidente de EE UU, Donald Trump, cuando años atrás pedía disculpas por la desinformación que circulaba en Instagram y Facebook, convencido de que la moderación de contenidos ahora no es lo que toca.

El triunfo de Trump es el triunfo de la deconstrucción del mundo de hoy, consistente en reconstruir el que quiere, donde la verdad es arrinconada y la insolencia y el descaro triunfan. El sentido humanista de la vida es dilapidado frente al negacionismo de la ciencia, el terraplanismo, el creacionismo o cualquier otra idea medieval.

Cuando la palabra es manipulada, deja de ser símbolo de la verdad. No es de extrañar que recurramos al pensamiento de los estoicos tardíos: el emperador Marco Aurelio (Meditaciones) o al esclavo filósofo Epicteto (Manual de vida) para alumbrarnos: “A los hombres no le turban las cosas, sino las opiniones que hacen de ellas”.

 *Artículo publicado en Ideal, 22/01/2025.

**Museo Guggenheim de Bilbao, Frank Gehry.

lunes, 13 de enero de 2025

EL TIEMPO TRANSCURRE AL MARGEN DEL CALENDARIO*

 


Es inevitable pensar en el paso del tiempo cuando el calendario nos recuerda que la sucesión de un año a otro se asoma a nuestras vidas. El tiempo, ese algo metafísico que un calendario no puede controlar, incapaz de establecer los cánones en la sucesión del pasado, presente y futuro, abstracciones que conforman un devenir del que solo los humanos estamos dotados para interpretar. Somos el producto, sujeto, de una conciencia capaz de representar el tiempo y el espacio, como sostenía Schopenhauer, independientemente de la existencia de ambos, el objeto.

La obsesión del hombre, desde los albores de su presencia en la Tierra, ha sido la de medir el tiempo. Cuando el calendario era cosa menos frecuente, las etapas temporales se regían por la estacionalidad de los ciclos de la naturaleza que regulan el ritmo circular de las siembras y las cosechas. El cambio climático está volviendo loca la naturaleza, y de camino a nosotros. Para los que no creen en él, seguro que vivirán más felices. Quienes lo vemos venir lo descubrimos en el mandarino de mi jardín que se llena de azahar en octubre, cuando ya lo hizo en abril, o en la planta de pimientos que aguanta tres o cuatro años y cada año vuelve a echar fruto. No desafían al invierno con su letargo porque no hay invierno.

Desde que Julio César 46 a.C. implantó el calendario juliano, pasaron siglos midiendo el tiempo con un cómputo mensual de duración distinta a los actuales, hasta que el Papa Gregorio XIII alumbró el calendario gregoriano que rige en casi todo el mundo desde 1582. La Revolución Francesa quiso alterarlo y, tras la Toma de la Bastilla (14/julio/1789), sus artífices consideraron que ese día pasaba a ser el inicio de la Era de la Libertad. Y como quiera que la convulsión revolucionaria continuó, después vino la Era de la Igualdad y el calendario Republicano, trastocando fechas de inicio del año y nombres de meses, asociándolos a las inclemencias meteorológicas o actividades agrícolas.

No quisiera que el tiempo me lo marcara un calendario, porque me horroriza ver cómo sus hojas caen inclementes sin reparar en mí. Ni quisiera que el paso del tiempo me negara que un recuerdo pueda seguir vivo y no sepultado por la tiranía del presente o la codicia del futuro. Porque “esto de no ser más que tiempo espanta”, como escribiera Carlos Murciano.

En nuestros días el calendario es un monstruo de doce cabezas que nos va engullendo sin compasión, devorando nuestra existencia y acelerando una percepción de las etapas de la vida como meros retazos de olvidos y recuerdos. Resulta tan difícil calibrar cuándo sucedió un acontecimiento, cuándo fuimos a un viaje o cuándo nos reencontramos con un viejo amigo.

A los habitantes del planeta del primer cuarto del siglo XXI ya no nos sirven la estacionalidad de las frutas ni el viento que acompaña cada época del año. El tiempo pasa. Solo nos vale el implacable tictac del reloj o la fecha marcada en la esquina inferior derecha de nuestro ordenador. Mientras se nos olvida que nuestra propia decrepitud, lenta pero pertinaz, es la que nos avisa del discurrir de una existencia inmisericorde.

Heráclito expresó que “en la vida todo fluye” y “nada permanece inmutable”, como si todo estuviera sujeto a un ciclo eterno de cambio y transformación en constante evolución. Pensamiento tan inquietante que habla de la implacabilidad del tiempo que no cesa. Henri Bergson acuñó su “élan vital” o impulso vital, una conceptualización de la fuerza que impulsa la evolución de los seres vivos y de cada organismo para activar su desarrollo. Deambulando por la naturaleza, fuerza superior que nos empeñamos en someter, esta nos recuerda de vez en cuando que nuestra soberbia no es más que la debilidad del indefenso cuando desata su furia volcánica, sísmica, huracanada o de lluvia torrencial. Solo su magnanimidad nos da el respiro para contemplarla y admirar, no sin fascinación, su fuerza luminosa, las arquitecturas talladas en los paisajes que ha compuesto o la variedad de colores que componen sus pinceles.

Está bien que se mida con la dura / sombra que una columna en el estío / arroja o con el agua de aquel río / en que Heráclito vio nuestra locura”. Estos versos del poema “El reloj de arena” de Borges nos trasladan a la inquietud que suscita el existencial fenómeno del tiempo, esa fuerza invisible que nos atropella hacia un precipicio llamado futuro. Y al decir de Borges: “...el rito / de decantar la arena es infinito / y con la arena se nos va la vida”.

El tiempo nunca será nuestro aliado, solo espero que en este año que comienza pueda administrarlo y no dilapidarlo, y sentirme vivo para responder ante las injusticias, las miserias humanas, la intransigencia o la violencia desatada, que masacra a tantos seres humanos, por psicópatas que un día se hicieron con el poder para emplearlo en beneficio propio, a costa del exterminio de pueblos enteros.

Al final de nuestro ciclo vital caeremos como hojas secas en otoño, aunque el olvido quiera ocultarnos que cuando éramos jóvenes creíamos que nunca llegaría este momento del otoño de nuestros días que, aunque tarde, nos arroje las respuestas a los interrogantes que antes nos asediaron.

Aquellos sueños de juventud se fueron consumiendo en sí mismos, mientras que en este tardío ahora nos queda poco para seguir pergeñando los venideros. “Somos el tiempo que nos queda”, como diría Caballero Bonald.

 *Artículo publicado en Ideal, 12/01/2025.

**La persistencia de la memoria, Salvador Dalí, 1931.