jueves, 25 de septiembre de 2025

QUIÉN CONTROLA EL ÉXITO*

 


Alcanzar el éxito es una de la premisas que condiciona la vida de las personas en nuestro tiempo, erigido en una imposición dogmática ineludible. El concepto de éxito está íntimamente ligado a la fama, una obsesión que envuelve a millones de jóvenes de un modo tan fútil como pernicioso. Los medios utilizados para su consecución, alejados de la racionalidad, el saber o la valía, se canalizan a través de instrumentos o redes sociales con mensajes simplistas, efímeros y vulgares, acudiendo a bulos o tergiversaciones de una realidad desvirtuada o tendenciosa.

Vivimos en la sociedad del malestar, atenazada por incertidumbres y turbulencias, que no hacen más que avivar ese sentimiento de frustración que nos debilita y conduce a problemas emocionales. En educación la proliferación de estrategias de equilibrio emocional responde a la necesidad de llevar a nuestros alumnos a estados mentales que faciliten las condiciones óptimas para sus aprendizajes. El paradigma del éxito social, introducido también en la esfera educativa, llena discursos —leyes incluidas— que conciben este éxito escolar del alumnado en eslogan poco cuestionado por los receptores: alumnado, familias y docentes, en una proposición que simplifica la visión de la educación.

Guardar las apariencias como conquista de lo transitorio e insustancial se convierte en una condición social de muchos jóvenes, y no tan jóvenes. Esta transmutación banal de mostrarse suele ser un ‘valor’ unido al concepto de éxito, pero alejado del ‘modo de ser’ —imbricado en la libertad, independencia o capacidad crítica—, al que se refería Erich Fromm en su clásico ensayo ¿Tener o ser?, frente al ‘modo de estar o tener’, asociado a la propiedad y la codicia.

Ante la opción inabarcable del éxito, quizás deberíamos asumir una realidad distinta, apoyada en pensamientos de contrapeso que mitiguen tantas frustraciones y sentimientos de naufragio que conducen a dramas y problemas emocionales y de salud mental. En la Antigüedad nos dio la repuesta el pensamiento estoico con obras filosóficas, hoy de gran actualidad, como las Meditaciones de Marco Aurelio o el Manuel de vida de Epicteto. Su lectura está sirviendo de reflexión para afrontar tantos desasosiegos que nos acechan en este mundo saturado de memes, ‘me gusta’ o estrambóticas recetas que nos asedian proponiendo ser ‘felices’, con la fama y el dinero como horizonte, hasta hacernos esclavos de deseos o promesas inalcanzables. El estoicismo de Epicteto distinguía entre lo controlable —juicios, deseos e impulsos— y lo que está fuera de nuestro alcance: la riqueza o la fama. La clave de la felicidad y la libertad, vendidas como recetas propagandísticas, ausentes de responsabilidad personal, estimaba Epìcteto que residía en un aprendizaje personal asentado en la virtud y serenidad, dirigiendo pensamientos y actos más allá de lo próximo, sin caer en la confusión y la esclavitud de aspiraciones fuera de nuestro alcance.

Quienes pretenden controlarnos nos prometen la gloria, aun cuando nuestras posibilidades sean limitadas o nos aboquen al fracaso. Una constante, como señala Marina Garcés en El tiempo de la promesa: “Las promesas que no hacemos están en los objetos que consumimos, en la tecnología que utilizamos, en las marcas de ropa y los cosméticos con los que nos ocultamos…, en las terapias y los medicamentos, en los manuales que leemos para educar más bien a los hijos”. Vivimos entre promesas hechas por otros, no por nosotros, a través de una publicidad informada o desinformada, con el sentimiento de frustración garantizado. Nos trazan caminos hacia la notoriedad, el ‘exitismo’, como calificaba Eduardo Galeano a la obsesión de un mundo “preso de un sistema de valores que coloca el éxito por encima de todas las virtudes”. “Perder es el único pecado que en el mundo de hoy no tiene redención”, añadía. No triunfar en la vida es quedar abocado a la temida derrota. Pero, ¿qué es eso de tener éxito?

Nadie garantiza el éxito. Los libros de autoayuda o la cultura Mr.Wonderful —comercializadora de mensajes ‘positivos’, divertidos, guay, teñidos de optimismo de botica— sí que tienen ‘éxito’ comercial en la sociedad de la inconsistencia y el infantilismo. En tiempos de descreimiento, contradictoriamente somos seres fácilmente crédulos. Estas propuestas de triunfo nada tienen que ver con la consistencia de un pensamiento que aspire a concebirlo como algo noble. Ahí está la publicidad que vende ilusiones absurdas e inalcanzables predicciones de futuro, o bulos que nos tragamos sin el más mínimo ejercicio racional. Acaso sea nuestra respuesta imberbe y de supervivencia ante el mundo de confusión e incertidumbre que nos rodea.

Hay artistas que durante su vida no alcanzaron la notoriedad. Van Gogh solo vendió un cuadro, pero tras su muerte le llegaría el reconocimiento que ahora se le profesa. Igual le ocurrió a Franz Kafka, pensó que su obra no interesaría a nadie y, tras su muerte, su amigo Max Brod, desobedeciendo la voluntad del escritor, iría publicando su obra. No obstante, nada impidió que en vida ambos continuaran en su creación artística y literaria.

Controlar el éxito de los demás es otro modo de manipulación, de imposición de gustos, preferencias o dirigismo del dinero para el consumo. Cuando impulsamos a nuestros jóvenes a buscar el éxito no se hace valorando el esfuerzo, la formación ética o la noble predisposición para alcanzar una meta, un conocimiento, el uso adecuado de herramientas que les hagan mejores ciudadanos capacitados para desempeñar un proyecto, casi siempre se hace desde la óptica de convertirlos en cualificados peones del rendimiento productivo, a cuenta de prometerles un futuro de éxito y reconocimiento social.

*Artículo publicado en Ideal, 24/09/2025.

** Ilustración: El Tren: El éxito empresarial en movimiento, Irfan Ajvazi, 2023


sábado, 6 de septiembre de 2025

LOS LÍMITES MORALES DE NUESTROS POLÍTICOS*

 


El horizonte de este final de estío se ha teñido de un resplandor rojizo coronado por una nebulosa blanquecina, como si el cielo quisiera vestirse de gala para una puesta de sol carnavalesca. Pero no, más bien es un trozo del infierno aposentado en los verdes montañas del noroeste de España, lanzando al tiempo llamaradas hacia otros puntos de la península, como si quisiera cubrir la piel de toro de un resplandor sanguinolento.

Suena el crepitar de hojas verdes consumidas por la avidez de un fuego incesante, mientras el chisporroteo de las brasas se confunde con la desesperación de quienes se afanan por apagarlo y los gemidos de tantas personas, llorando como niños, al ver que una parte de su vida desaparece en un instante. Los sonidos angustiados penetran en los oídos de los españoles, encogiendo su corazón. Son días de dolor compartido, de muestras de solidaridad, de deseos de ir hasta en ayuda de las tierras que sucumben abrasadas por uno de los elementos de la naturaleza, el que sale de las entrañas de la Tierra, de la ira de los dioses del Olimpo, el que cambió la vida de aquellos hombres de las cavernas al dominarlo para calentarse, asar la carne cazada o protegerse de las fieras. El mismo elemento que mantenía un punto de luz en la costa para orientar a los barcos que arribaban o se ofrecía como tributo para los dioses.

Esta fuerza de la naturaleza está desatada día y noche, aferrada a la voracidad, lanzando sonidos de furia que dibujan el horror, mientras que entre el chisporroteo y los clamores de la tragedia incontrolable resuenan otros gritos: voces, exabruptos y graznidos exhalados por gargantas infestas, deshonestas, marcadas por la espuria más desvergonzada. Son los chillidos de los políticos entrometidos entre el dolor y la catástrofe, propagados como regueros de impudicia que acumulara solo odio y ambición, sin respeto a los sentimientos ajenos, desconsiderados ante el sufrimiento.

Las Cámaras parlamentarias —Congreso y Senado— cerraron sus puertas en julio. Y si hubiera algo por lo que agradecer este cierre no es porque sus señorías disfruten del ‘merecido’ descanso, sino porque la ciudadanía descanse de ellas, saturada como está del bochornoso espectáculo ofrecido día tras día, mes tras mes, año tras año, grosería tras grosería, ofensas tras ridículas conductas. Su capacidad para el debate es nula, su tendencia a comportarse como energúmenos sin educación, total: insultos, zafiedad, burdos sarcasmos, argumentos carentes de intelecto y dominados por la demagogia.

Mejor hubiera sido que este verano, extremadamente caluroso, dejara paso a un otoño amable y soñador, de atardeceres ceniza y árboles que se desnudan para teñir los caminos y las riberas de los ríos de una sinfonía de colores ocres y rojizos. Pero el verano se va a despedir con extensos frentes de llamaradas y columnas de humo que arrasan la vida a su paso, dejando un erial de pavesas ennegrecidas, cadáveres de animales, postes calcinados de lo que un día fueron hermosos árboles y, lo más dramático, personas fallecidas que defendían sus viviendas y el entorno natural que amaban. Sin embargo, en medio se ha desatado otra hecatombe en forma de trifulca política que no olvidaremos en mucho tiempo, como no olvidamos la que continúa tras el siniestro de la dana en Valencia. La inmoralidad con que se están conduciendo los políticos, escupiendo mentiras, inquina y fuego por sus lenguas, mientras la catástrofe se extiende por cientos de miles de hectáreas, confundiendo a la ciudadanía, echando las culpas de su incompetencia al corral ajeno, acudiendo a falsedades, engaños, con relatos dirigidos a una ciudadanía lerda, sin pensar en el dolor, la tragedia y el patrimonio natural que se está destruyendo, es una indignidad. Miran solo el rédito político. No importa la colaboración, paliar la tragedia, entonar un ‘mea culpa’ y hacer propósito para que algo así no vuelva a repetirse.

La política, utilizada como arma arrojadiza y no como medio para solucionar los problemas, vaga infiltrada en la vida cotidiana sin reparar en el daño ocasionado a la salud emocional de los españoles. Sujeta solo al ruido, la confusión y tergiversación de la realidad, sin importar el daño ocasionado, convertida en un factor de consumo cotidiano, sea consciente o auspiciado por la influencia del entorno, que no deja indiferente ni siquiera a quienes pretendan eludirla. Son tantos los medios utilizados por plataformas políticas y sus adláteres que es imposible que sus mensajes no tengan repercusión en este tiempo de circulación vertiginosa de la información y la desinformación. La realidad que nos invade es una política convertida en ruido, con mensajes fragmentados, inconexos, destructivos, sesgados y dirigidos al consumo ciudadano, basados en soflamas y peroratas propagandistas, desprovistos de argumentos y valoraciones. A lo cual contribuyen algunos medios de comunicación en más ocasiones de las deseadas.

De esto también tenemos mucha culpa la ciudadanía que lo consentimos, que entramos en su estrategia compuesta de mensajes superfluos y poco fundamentados que apelan a los impulsos, urdidos por asesores que maquinan en las sombras siniestras de la política, sabedores de lo manipulables que somos y lo fácil que resulta posicionarnos del lado que les interesa.

La ola de incendios no ha sido una cuestión menor, las responsabilidades de las administraciones para combatirlos, cada una con su cuota correspondiente, se pretenden eludir tirándose los trastos a la cabeza, sin asumir culpas, removiendo solo la confusión como rédito político. La inmoralidad y la desvergüenza han quedando patentes.

 *Artículo publicado en Ideal, 05/09/2025.

**Ilustración en Ideal