Diez minutos antes de la hora de entrada al cole, todo son carreras de padres apremiando a sus hijos para no llegar tarde. De éstas y otras imágenes se tiñe el paisaje matutino de las calles que llevan al colegio en cada ciudad o en cada pueblo. Son mañanas manchadas de pasos acelerados, de bullicio momentáneo, de avisos apremiantes (‘date prisa’, ‘venga, que llegamos tarde’) y del rodar estruendoso de las ruedas de las mochilas por el pavimento enlosado de las aceras.
El tráfico sigue con el mismo ritmo que cada día a esta hora, la gente hace los mismos gestos, la calle Recogidas y las aledañas continúan igual de concurridas, el inmigrante del semáforo de Martínez Campos repite una y otra vez la misma ruta entre los coches parados ofreciendo un paquete de pañuelos o un ambientador de pino. Los pasos de los transeúntes van desperezándose, buscan un destino que puede ser monótono o una novedad aquella mañana. Los míos también se repiten como los de otros días.
Pero hay mañanas en que esta imagen se colorea con una pincelada nueva y las hace diferentes. Es lo que me ha ocurrido esta mañana cuando he llegado al semáforo que habilita para cruzar la calle Recogidas en su confluencia con Martínez Campos. Allí parado, a la espera de poder cruzar, unas palabras me han llamado la atención: las de un padre que llevaba a su hija al colegio con la parsimonia dulce de un paseo festivo o vacacional, se diría que hoy se encaminaban al parque Federico García Lorca.
Los coches pasan por la calzada con la misma premura de siempre, y en mi obligada espera de no más de un minuto escucho distraídamente la conversación que mantienen padre e hija.
—Papá, ¿por qué miras a la gente?
—La miro —le dice él—, y me fijo en sus caras, en sus gestos, en qué hacen. Y cuando la miro me imagino qué piensan, a dónde irán, qué harán hoy…
La niña no debe tener más de cinco años y escucha atenta las palabras de su padre.
Se abre el semáforo para los peatones y nos da quince segundos para cruzar la calle. Salgo el primero cuando nos da paso el muñeco verde, como si de una parrilla de carreras se tratara (voy con la hora justa), entre los que allí aguardamos. Atrás queda el padre y la niña, no volveré a verlos. Acompaño mis pasos ligeros con las palabras que acabo de oír e imagino cómo este padre le ha descubierto esta mañana a su hija una manera diferente de mirar la realidad, capaz de penetrar en el interior de los demás hasta hacerle ver que todo lo que nos rodea puede seducirnos más allá de la mera apariencia, hasta poner a nuestro alcance otros universos mágicos.
Esta mirada que traspasa lo aparente es la que la escuela debe seguir alentando en nuestros alumnos. Una mirada que escrute realidades, capaz de penetrar en el interior de nosotros mismos y en el de los demás, dispuesta a crear tantas fantasías y sueños como sea posible.
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