Conocí a Raymond Carr en 1991 con motivo del II Congreso de Historia de Andalucía que se celebró en Córdoba. Aquel era un tiempo en el que la comunidad científica histórica de Andalucía buscaba impulsar la investigación y el conocimiento sobre la realidad histórica de nuestra región.
Hasta esa ciudad había ido yo con la ilusión del novato para presentar una comunicación al congreso: “Bienes Propios y financiación de los ayuntamientos: aproximación al caso de Las Cabezas de San Juan (1750-1880)”. En esta localidad sevillana había pasado dos cursos académicos como maestro en uno de sus colegios, dos años que aproveché para investigar en el archivo histórico municipal durante largas tardes en las que moví montañas de papeles y legajos en un archivo, como otros muchos de entonces, que carecía de una mínima catalogación de sus fondos, aunque estuvieran colocados precariamente en honrosas estanterías metálicas. Y donde se me veía como un bicho raro solitario (acaso como un ratón de archivo) por los funcionarios y concejales que acudían de manera puntual por algún asunto.
El congreso de Córdoba supuso para mí una puesta de largo en esto de los encuentros científicos. Cuando presenté mi comunicación al pleno del congreso sentí el orgullo y el reconocimiento de mi paciente trabajo de tantas tardes. Entonces era un joven historiador que aspiraba, después de asentarme en Guadix tras mi estancia en Las Cabezas, a darle el empujón definitivo a mi tesis doctoral, tan necesitada de la misma estabilidad que yo había ansiado en los años anteriores. Pero la cita cordobesa fue también una oportunidad para sentirme como un auténtico historiador que tomaba contacto en un evento de prestigio científico.
Lo recuerdo alto, delgado, algo desgarbado, de pelo canoso, cuyo flequillo se le venía a la cara, y rostro teñido por una bruma pálida salpicada por algunas sombras enrojecidas. Fue la imagen que sellé en mi memoria el día del congreso en que llevaba entre mis manos España, 1808-1875, uno de sus libros que me había llevado junto al equipaje y la comunicación al congreso en la maleta, con la sana intención de que me lo dedicara. Al cruzarme con él y con Cuenca Toribio, director del congreso, en el rellano de la amplia escalera de subida a la primera planta de la facultad, le pedí que me escribiera unas palabras a modo de dedicatoria. Con amabilidad británica me escribió esas palabras en inglés que sentí me animaban a seguir investigando y a amar la historia como parte de la búsqueda de la verdad de nuestro mundo. Me sonrió, mientras le agradecía lo allí escrito, con una expresión que me pareció infantil, como si le iluminara su cara pálida el reflejo plateado de su cabellera.
Hoy hemos conocido la muerte de Raymond Carr, premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 1999, y volviendo la vista hacia mi biblioteca veo que ese libro que abarca casi dos siglos de la historia de España, una apretada síntesis plena de claves para su entendimiento, al que he acudido tantas veces para apuntalar algunas reflexiones en mis estudios y artículos históricos, ocupa un lugar importante en ella. Hoy es el día en que hemos perdido a uno de los grandes hispanistas, aunque él dijera que odiaba esa palabra, que tanto amó la historia de España.
* Foto de Cristóbal Manuel.
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