La Historia, como la definía Marc Bloch,
es la ciencia de los hombres en el tiempo, que va más allá de lo
humano para adentrarse en la atmósfera en que su pensamiento respira
y se conecta a la complejidad de los fenómenos. Echar la mirada
hacia ella nunca es remover el pasado. La Historia estudia, analiza,
constata, reflexiona... De ella podemos aprender lo suficiente para
evitar lanzar proclamas sin mucho fundamento y poco reflexionadas.
La dictadura franquista fue lo que fue:
un régimen represor que provocó dolor y muerte. La historiografía
de este periodo histórico, basada en estudios y análisis
documentales, es abundante. Los hechos históricos no se pueden
ocultar o manipular a nuestro antojo. Por eso resultan tan
inconsistentes los comentarios políticos que tratan de obviar,
cuando no tergiversar, el drama de la guerra civil y la posterior
dictadura. No son “cosas del pasado”. El pasado somos nosotros.
La exhumación de los restos de Franco ha
reactivado el debate en torno a la memoria histórica. El debate
siempre existió, antes y después de Franco y durante la democracia.
Memoria histórica es un concepto próximo a la dimensión individual
de la persona, parte de lo vivido e interiorizado por los sujetos de
la Historia. Las guerras carlistas del siglo XIX serían objeto de
estudio para la Historia, pero la guerra civil y la posguerra,
vinculadas a la experiencia vital de millones de españoles vivos,
son memoria histórica. La memoria histórica no es lo mismo que la
Historia, pero se entrecruzan.
España
no ha superado el trauma de la guerra civil y los años de la
dictadura. Algo lógico: ésta no permitió reconciliación alguna
y la ley de amnistía del 77, incluso la Constitución, no fueron
suficientes para restañar tanta herida. Demasiado dolor para
pretender eliminarlo de un plumazo legislativo. Durante la democracia
tampoco se facilitó esa reconciliación. Poderes fácticos herederos
del franquismo (sectores del Ejército, parte de la Iglesia...) no
colaboraron en revertir esta situación; ni la derecha política,
donde se acrisoló la herencia ideológica franquista. Quien se
sintió agraviado con la injusticia de la dictadura, no vio reparado
el daño recibido. La paz nunca alcanzó a miles de represaliados; al
contrario, se les pidió que olvidasen, que hicieran desaparecer de
su mente cualquier atisbo de memoria histórica.
La Historia ya ha analizado esta parte de
nuestro pasado, y lo seguirá haciendo desde la distancia del tiempo,
pero las sensibilidades y los sentimientos son de este momento, de
los que sufrieron las consecuencias de la represión. Y muchos de
ellos están vivos.
La Ley de la Memoria Histórica, tildada
de romper el consenso de la Transición y generar una causa contra el
pasado, ha sido calificada de reabrir viejas heridas. Una falacia. En
nuestro país, la guerra civil y la posguerra siempre han estado
presentes, antes y después de estas leyes, en las conversaciones, en
las preocupaciones de la gente, casi siempre de tapadillo y en la
intimidad. El dolor sentido por las víctimas no se apacigua con unas
palmadas en la espalda, más hubiera hecho la condena del régimen
franquista por la derecha social y política.
Una guerra nunca se olvida. Los agravios
y dramas personales, tampoco. La Transición impuso de facto el
olvido y la prohibición de manifestar los sentimientos, como si los
que padecieron represalias y exilio quedaran obligados a callar para
siempre. Bastante generosidad mostraron con ceder en sus pretensiones
de reparación por los daños sufridos y en reclamar la búsqueda de
restos de seres queridos asesinados, para que encima tuvieran que
callar para siempre. No obstante, callaron, y contribuyeron a la
llegada a la democracia. Ellos fueron generosos; los que utilizaron
la dictadura para satisfacer sus deseos de venganza, no.
El olvido, del que Cicerón decía:
“recuerdo incluso lo que no quiero”, no es voluntario. En todo
caso depende de distintos factores: el paso del tiempo, el contexto
donde nos desenvolvamos o el mantenimiento de la razón del
perjuicio. Éste se mantuvo, de modo que a los que sufrieron los
traumas de la dictadura les resultó difícil olvidar.
Una guerra es lo que es: una guerra. En
ella se busca aniquilar al enemigo. Desatada nuestra guerra, se hizo
el caos, camparon la ira, la venganza y la sinrazón. La crueldad se
extendió a todos los rincones de España. Soldados y civiles del
bando nacional fusilaron a miles de personas. Milicianos republicanos
hicieron lo mismo. Emergió la barbarie. Se persiguieron inocentes,
intelectuales, curas, monjas o se quemaron iglesias. ¿Qué otra cosa
se podía esperar de una guerra civil?, ¿alguien conoce alguna
guerra en que se respeten los derechos humanos? A los que se
sublevaron en el 36 es a quienes hay que exigir responsabilidades
históricas como instigadores de la tragedia, no a las víctimas.
La guerra civil no terminó el primero de
abril de 1939, como podría haber ocurrido en un enfrentamiento entre
dos países. Los españoles siguieron conviviendo en pueblos y
ciudades, cultivando los campos en común, paseando en la misma
plaza, comprando en las mismas tiendas, bebiendo vino en las
tabernas… Y en esa convivencia, durante cuarenta años de
dictadura, los vencedores practicaron represalias contra los
vencidos. Si el bando ganador no hubiera desatado aquella horda de
venganza, si hubiera intentando un proceso de reconciliación
nacional, no estaríamos ahora hablando de memoria histórica.
La dignidad de millones de personas fue
mancillada durante la dictadura franquista. Y la dignidad es el mayor
patrimonio que tiene el ser humano. La memoria histórica busca
restablecer esa dignidad mancillada.
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Publicado en el periódico Ideal de Granada, 04/9/2018
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