La muerte de George Floyd no puede quedar impune. Las protestas
escuchadas en múltiples rituales de purificación democrática han condenado el
asesinato de este ciudadano negro bajo una rodilla criminal. Vigilias,
homenajes, largas y populosas marchas, tan legítimas como imprudentes por la
presencia de otro enemigo: el coronavirus, tan arrasador en Estados Unidos gracias
a la clarividencia de su presidente. El racismo ha sido zarandeado, pero las
reacciones viscerales e irracionales no ayudarán a ello.
Algunas de las muestras públicas en recuerdo de Floyd han derivado en un ajuste
de cuentas con la Historia. Vestigios del recuerdo histórico en forma de
estatuas han sido purgados. Las estatuas son una anécdota de quita y pon,
podremos derribar todas las que queramos, pero si no se combate la mentalidad
opresora del racismo, no desaparecerá. Las creencias no se erradican concluido un
aquelarre iconoclasta. Derribaremos muros, estatuas y castillos, pero la caída
de los símbolos no arrastrará las ideas que una vez los sustentaron.
Hace menos de un año paseaba en Nueva York por Columbus Circle y observaba
la estatua de Cristóbal Colón. Descubrí el fervor de América hacia el navegante
con cientos de estatuas erigidas en su honor en ciudades estadounidenses: Nueva
York, Boston, Richmond, Houston, Miami… Esta plaza neoyorquina se sitúa
en el cruce de Central Park, Broadway y la Octava Avenida. En ella se celebró
el 400 aniversario de la llegada de Colón al Nuevo Mundo inaugurando el monumento
que preside el enorme coso. Fue una donación de la comunidad italoamericana,
sufragado con la recaudación de fondos promovida por un periódico en lengua
italiana: ‘Il Progresso’. El
monumento: una estatua de Colón tallada en mármol de Carrara sobre una columna
de granito de 21 metros de altura, con relieves de marinería en alusión a la
Niña, la Pinta y la Santa María. El nombre, cómo no, en italiano: Cristoforo
Colombo, reclamando la ascendencia patriótica. Los italianos se nos adelantaron
desde siempre en EEUU para vender lo suyo.
Las estatuas de Cristóbal Colón han sido uno de los objetivos
antirracistas. Este ir y venir de la figura de Colón como abanderado de una
conquista que exterminó a cientos de miles de aborígenes durante siglos, no es
de ahora. En 2017 se creó una comisión para dirimir sobre el monumento de
Columbus Circle. Si se hubiera decidido su derribo yo no habría podido verlo aquella
soleada mañana de septiembre de 2019.
El revisionismo de la Historia no siempre conduce a restañar agravios.
Que desaparezcan las estatuas de Colón en EEUU no va a modificar la Historia,
ni constituirá un hito de justicia. Colón actuó con arreglo a su tiempo, y los
conquistadores, también. Un tiempo de crueldad, no desaparecida en nuestros
días. Recordemos la memoria de los damnificados por unas prácticas injustas y
salvajes cometidas hace cuatro o cinco siglos, pero no podemos revisar o
reescribir el pensamiento que las propició por mucho que nos duelan tantas
atrocidades. No podemos borrar la Historia, tan solo aprender de ella.
El dolor por la tragedia de George Floyd es inmenso, su significado,
si cabe, más hiriente. El racismo es una lacra enquistada en la mente del ser
humano, difícil de erradicar. Derribar una estatua es solo un acto de desahogo
simbólico y visceral. Extirpar el racismo de una sociedad, una obligación
permanente, una intolerancia cero a la que aspirar.
La Historia no se revisa, se estudia e investiga, y si del análisis
histórico se desprende que hemos interpretado erróneamente un dato a la luz de
las fuentes, entonces se rectifica. La Historia no se construye con opiniones
ni conjeturas, ni impulsos vehementes sobre pareceres. Revisemos el presente, donde
sí podemos influir y edificar el futuro. El racismo no se va a erradicar con el
derribo de cientos de estatuas, como tampoco el fascismo. Si queremos combatir la
xenofobia o el fascismo lo tendremos que hacer entre nosotros, los vivos. Decía
Walt Whitman que “la sociedad de hoy
somos nosotros: los poetas vivos”.
Nuestras mentalidades son las peligrosas, no las de hace trescientos o cien
años. Estas nos deben servir de enseñanza para aprender de los horrores que
cometieron. Y si nuestra sociedad los volviese a cometer, entonces no habríamos
aprendido nada y seríamos esos estúpidos culpables de ser unos depravados y merecedores
de lo que nos ocurriera.
El racismo se combate persiguiendo comportamientos racistas con la
legalidad, pero también desterrando mentalidades y actitudes, sin darles pábulo
por omisión o complacencia. El cambio de mentalidad no es tarea fácil, en todo
caso habrá de producirse con leyes que combatan actitudes perniciosas y con aprendizajes
sociales que propicien la práctica de actitudes tolerantes. La sensibilidad y
la empatía hacia otros seres humanos es la mejor vacuna, aunque llevemos miles
de años sin haberla descubierto aún.
No podemos revisar la Historia a la luz de nuestro pensamiento evolucionado.
No podemos eliminar en una quema de libros ‘cisneriana’ las obras literarias
que narran historias de racismo, ni películas, ni obras científicas o artísticas.
Nuestras conductas individuales quizás también fueron alguna vez racistas, como
lo fue la tolerancia al maltrato animal. Lo que ahora solivianta nuestra conciencia
no siempre la soliviantó hace treinta o cuarenta años.
No podemos acomodar la Historia a nosotros. Hemos progresado y aceptado
unos valores éticos, cívicos y morales que rigen la vida de ahora, el pasado no
debe ser culpable de lo que somos, a pesar de su influencia, pero el presente sí
que es nuestro, ¿a ver qué hacemos con él?
* Artículo publicado en Ideal,
20/06/2020
* Ilustración: detalle de Santo Domingo y los albigenses de Pedro Berruguete.
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