Del confinamiento
aprendimos muchas lecciones, pero no tantas como debiéramos haber aprendido
para mantener a raya el coronavirus. Llegó el verano y todo empezó a torcerse:
nuestra indisciplina social avivó los contagios en una nueva escalada. La
modernidad líquida que calificaba Zygmunt Bauman, ese “volátil mundo de cambio
instantáneo y errático”, donde “las costumbres establecidas, los marcos
cognitivos sólidos y las preferencias por los valores estables” parecen que no
cuentan. Nuestra inconsciencia es parte del tributo que pagamos a una sociedad posmoderna
donde se valora poco el civismo, la responsabilidad o la convivencia.
La escuela también estuvo
confinada. Entonces se puso en marcha aquella educación a distancia que
funcionó con la precariedad de medios e inexperiencia que ya sabemos. Una gran
lección que espero aprendiéramos. Sería imperdonable, si acaso volviera otro
confinamiento, que la escuela no se hubiera preparado para afrontar algo así. No
obstante, la mejor lección que aprendimos fue que sin escuela no se podía
completar, más allá del mero aprendizaje de conocimientos, la educación de
nuestros niños y jóvenes en sus aspectos más esenciales: valores del contacto
social, la convivencia y la interrelación humana.
Este inicio del curso escolar ya no huele a
lapicero, a ceras o lápices de colores bañados en pintura, ni a libros recién
estrenados, ni a goma ‘milán’ o de nata. Ya no existen esos olores que quedaron
atrapados en recuerdos imperecederos.
En este inicio de curso huele a hidrogel y mascarillas, así como a muchas incertidumbres y miedos a lo desconocido. Es el curso de las mascarillas
y lo recordaremos también por nuestro propio olor, ni siquiera el olor a
colonia de baño o a galleta mojada en cacao, sino el olor persistente y húmedo retenido
al respirar nuestro aire en las tupidas fibras de una protectora e incómoda
mascarilla.
Hace unos días, al
abrir la página web de este periódico, apareció la fotografía de un aula con
varios alumnos sentados en sus mesas y una maestra dispensando hidrogel a una
niña que se disponía a acceder a ella. Me suscitó una primera impresión: ¡qué
ejemplo, qué bien hacen los docentes las cosas en la escuela! Conozco la
realidad de la escuela y el trabajo realizado en ella y, aunque no he tenido oportunidad
aún de visitarlas por precaución, he seguido muy de cerca la organización de la
vuelta al cole.
Un nuevo curso iniciado,
no sin vacilaciones y dificultades suplidas en parte por el excelente y
comprometido trabajo realizado por los docentes que no debería quedar sepultado
por el ruido mediático desatado por protestas, justificadas en bastantes casos,
y disputas políticas aferradas al oportunismo ‘mágico’ para montar una bronca, siempre
utilizando la educación como arma política arrojadiza. No obstante de tanto
desatino, la escuela ha vuelto a dar una lección a ese incivismo de parte de la
sociedad que no ha sabido comportarse durante la desescalada.
Dentro de lo
antipedagógicos que pudieran resultar los protocolos establecidos para la
vuelta a las aulas, por ese batiburrillo de normas y rutinas, en la escuela no
se desperdicia ocasión para sacar enseñanzas y educar a nuestros estudiantes.
La escuela siempre forma y educa con el compromiso social que la caracteriza. Con
la puesta en práctica del protocolo de actuación covid-19 también lo está
haciendo, formando a ciudadanos en la responsabilidad y el respeto para la
convivencia con sus congéneres. Rutinas tan estrictas, con normas que limitan
la movilidad y el contacto, implican una labor de reflexión a favor de comportamientos
responsables en una convivencia en libertad.
Durante
los meses de verano, y aún ahora, asistimos a situaciones bochornosas: familias,
eventos y jóvenes sin cumplir las pautas marcadas por las autoridades, para
evitar contagios, han elevado alarmantemente la expansión del coronavirus que
el confinamiento había frenado. La falta de disciplina, conciencia y actitudes cívicas
se ha evidenciado, sin pensar en consecuencias fatales para padres, abuelos o tantas
personas vulnerables que nos rodean. Locales de ocio nocturno con aforo masivo,
bodas con una concurrencia inexplicable, reuniones familiares más allá de lo recomendado,
conciertos de música masificados, ‘disjokey’ espurreando un trago de bebida
sobre acalorados fans sin protección, botellones desmadrados sin pudor, fiestas
despendoladas en la playa o aglomeraciones en bares y restaurantes son algunas
de esas prácticas sociales irresponsables. Estamos volviendo de nuevo a
fracasar como sociedad. Sin mencionar a los negacionistas del virus y uso de mascarillas
que se han convertido en los nuevos iluminados.
El
valor de la escuela y su capacidad de transmisión de valores cívicos es todo un
ejemplo del que la sociedad debería tomar nota. Las imágenes de centros
escolares vistas en televisión me producen satisfacción al observar la
disciplina y responsabilidad con que se conducen nuestros escolares. Todo un
ejemplo social. El protocolo diseñado, aunque no se trate de una actividad estrictamente
escolar (si bien cualquier faceta humana diría que sí lo es), y los valores de
responsabilidad y respeto que se derivan de su implementación constituyen el ejemplo
donde deberían fijarse esos que frecuentan playas, parques, salones o espacios
de ocio nocturno.
La
escuela demuestra una vez más cuánto puede aportar a la sociedad en la
educación de las generaciones jóvenes, un motivo más para creer en ella, como
diría Victoria Camps. Otra cosa es que la dejen hacer y se valore su trabajo. Desgraciadamente
la experiencia dice que la labor de la escuela se estropea fácilmente por otros
mensajes que provienen de entornos sociales donde conviven nuestros alumnos.
Si me permiten el
juego de palabras: el ejemplo de la escuela espero que contagie a esa parte de
la sociedad que tanto provoca con su irresponsabilidad el contagio del
coronavirus.