¿Está el estudio de la Historia en franca decadencia?, ¿el auge de la novela histórica forma parte de cierta relajación intelectual de la sociedad, que prefiere conocer la Historia a través de la novela histórica antes que por un libro de Historia?, ¿interesamos en la escuela los docentes a nuestros alumnos en el conocimiento histórico? No sé si son pertinentes y oportunas estas preguntas en un tiempo en que la novela histórica ha alcanzado tan notable relevancia en la producción literaria de este país.
En agosto de 2018 se celebró un curso en la Universidad Menéndez Pelayo, dirigido por el periodista Pérez Henares y el historiador Calvo Poyato, bajo este epígrafe: “La novela al rescate de la Historia de España”. Como historiador, pero también como novelista, este título me llevó a plantearme si para salvar el conocimiento histórico había que apelar a la novela histórica. Un año después, en la Feria del Libro de Granada, fui miembro de una mesa redonda: “Realidad y ficción en la novela histórica”. En estos años son muchas las jornadas, encuentros o reuniones organizadas en torno a este género literario.
Ante esta cuestión, el primer pensamiento que me viene a la cabeza es si esta irrupción de la novela histórica obedece a la crisis de las Humanidades que advertimos en el sistema educativo, donde la filosofía o los estudios clásicos han perdido terreno en los currículos frente a las ciencias y las tecnologías. Desde el inicio del presente siglo la tónica de las reformas educativas ha ido en este sentido: abrir un vacío de devaluación humanística.
En estos días estivales la lectura ocupa algunas de mis horas: No digas que fue ayer de Ángel Fábregas, un retrato sobre la generación que cabalga ente los años 60 y 70 de aquella Granada, o El nombre de los nuestros de Lorenzo Silva, con el desastre de Annual de fondo. En el arranque del siglo XXI Javier Cercas se detuvo en el golpe del 23-F con Anatomía de un instante y en la guerra civil con Soldados de Salamina; Muñoz Molina nos regaló La noche de los tiempos y Almudena Grandes esa serie de ‘Episodios de una guerra interminable’. Vargas Llosa recreó el horror de la dictadura trujillista de República Dominicana en La fiesta del chivo o las conspiraciones internacionales para derrocar al presidente guatemalteco Jacobo Árbenz en Tiempos recios. Hay muchas más novelas donde lo histórico cobra protagonismo en una trama de ficción. De hecho las grandes editoriales disponen de profusas secciones de novela histórica.
Todas aportan una visión de la cotidianidad que la Historia suele olvidar, aunque no se sepa bien hasta dónde llega el dato histórico y dónde empieza la ficción. El lado humano de la historia, abordado por la corriente historiográfica de las mentalidades, es probable que sea narrado mejor desde la ficción que en una monografía histórica. Lo hizo con maestría Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales, elevando la ficción histórica a categoría literaria.
En esta ‘disputa’, a los historiadores quizás nos haya faltado mejorar las técnicas de divulgación de la Historia, sin que necesariamente mermara el rigor del estudio histórico. Escribir un libro de Historia, con la debida profundidad científica, no significa que haya que redactar un texto imposible de leer y comprender por el lector medio. Tampoco un docente tiene por qué hacer insufrible su clase de historia, la aproximación a ella se puede presentar de manera más atractiva.
Con el inicio de la democracia se abrió el horizonte de la divulgación histórica, los tiempos lo demandaban. Aparecieron excelentes colecciones: Historia16, y se editaron fascículos sobre temas históricos. Esta divulgación tuvo en la prensa a una gran aliada. Ideal, por ejemplo, editó aquella Historia de Granada, entre cuyos autores me cuento. Después vinieron estudios históricos de corte más divulgativo con Domínguez Ortiz o García de Cortázar, o esas grandes biografías sobre reyes, reinas y figuras señeras de la Historia de España. Fue una manera de aproximar la Historia al gran público.
No obstante, la sensación actual es que los historiadores hemos perdido terreno frente a la novela histórica. Los lectores la prefieren a un libro de divulgación histórica. Quizá sea porque la novela propone textos más asequibles a la lectura y la comprensión de las ideas; o acaso sea por la tendencia que impone la sociedad posmoderna de incentivar lo fácil, lo lúdico y lo accesible frente al esfuerzo del proceso analítico e intelectualizado de la comprensión histórica.
Una novela histórica no es un libro de historia, ni utiliza las mismas técnicas narrativas para trasladar el discurso al lector. La novela histórica, dentro de la necesaria verosimilitud que ha de proporcionar, emplea un tono de empatía que supera al texto histórico. Los recursos estilísticos y de seducción permitidos en la ficción propician situaciones y personajes que están ausentes en un texto histórico. Los personajes literarios se suelen presentar más humanizados que los históricos. La novela refleja una realidad que no siempre es la realidad que un historiador puede constatar en su obligación de mostrarla como se la sugieren las fuentes históricas. El novelista puede fraccionar la realidad, condensarla o presentarla como mejor convenga a las pretensiones del discurso que construye.
Es obvio que la novela histórica nunca podrá sustituir a un libro de historia, tampoco creo que lo pretenda, aunque haya novelistas que quieran hacernos ver lo contrario. Sin embargo, de cara a los lectores, el interés por un personaje, hecho o época histórica cuenta como aliados complementarios tanto con la novela como con el texto histórico.
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