Ida Vitale, al referirse a esto que llamamos mundo, escribía en su poema ‘Este mundo’: “Sólo acepto este mundo iluminado / cierto, inconstante, mío”. Nuestro apego al mundo puede ser infinito, como infinito es nuestro deseo de encontrar la luz que permita hacerlo nuestro. Pero la realidad es muchas veces una trampa para los deseos, y las tinieblas de un mundo sin luz lo convierten en un páramo imposible de transitar.
El planeta comenzó a enfermar hace ya mucho tiempo, probablemente cuando pasamos de una economía mercantilista a otra industrial, y la producción en cadena se convirtió en la seña de identidad del progreso. Inundamos el mercado de productos servibles e inservibles, rellenamos nuestras vidas de consumismo y despilfarro, apostamos por el eterno crecimiento como único avance de la economía. Ni siquiera de ello se libra China, que quiere ser comunista a la vez que capitalista. El planeta sigue enfermándose, las pústulas aumentan, el mundo se hace un lugar cada vez más inhóspito.
El planeta, en las últimas décadas, ha dado síntomas de enfermedades que se antojan incurables. Ya ni siquiera valen cientos, o miles, de manifestaciones clamando contra el cambio climático. Este mundo es un pañuelo, y eso lo saben quienes lo ‘gobiernan’. Gobernar el mundo no requiere votos, sino dinero, mucho dinero, y el control de los recursos. De lo otro, las convulsas migraciones, éxodos, refugiados, huidas, mejor que se ocupen las ONG, como combaten la esquilmación de bosques y selvas, la emisión de gases contaminantes o la extracción de gas a base de explosiones en los confines del subsuelo. Para qué los gobiernos rehenes de intereses espurios, que defiendan este mundo quienes tienen esa edad en la que todos fuimos alguna vez protestones, o que lidere la lucha una adolescente llamada Greta, para qué los gobiernos. Ellos harán lo que les salga de sus fueros internos.
No sé si el mundo ha sido alguna vez de la humanidad, porque desde que esta tuvo conciencia de que era humanidad fue representada por unos espabilados que acotaron los territorios y las subsistencias de la gente. Fue cuando se pusieron fronteras y hubo que disponerse a defenderlas. Entonces el mundo entero dejo de ser de la humanidad, ya cada uno tenía su porción que defender.
La distopía orwelliana es una anécdota comparada con la distopía de ahora, cuando la facilidad para el control de las sociedades por parte de gobiernos tiranos, dictatoriales, autoritarios, débiles o controlados por grandes emporios económicos supera la ficción. Para doblegar la voluntad de las personas no se necesita tanta violencia como antaño, se les seduce para hacerlas meras consumidoras de ideas, productos o frivolidades.
El mundo moderno no tiene un momento de sosiego. Siempre está atravesado por un temor terrorífico: crisis financiera, crisis del comercio o crisis energética, según convenga. Temblamos por si el desabastecimiento de mercancías nos impide decorar el árbol de navidad, ensamblar un móvil o beber nuestra copa preferida en un 'pub'. Esperemos que no ocurra igual con medicinas o productos de primera necesidad. A los puertos no llegan contenedores y, los que llegan, se quedan allí porque no hay camioneros para transportarlos. El gran mundo de la tecnología y la intercomunicación haciendo aguas. Y, mientras, Facebook bajo sospecha porque una antigua empleada dice que hay cosas turbias en las prácticas de la compañía y que engaña repetidamente. Nada nuevo bajo el sol. Engañarnos, nos engaña todo el que puede.
Ahora que se acercan las fiestas del consumo por excelencia: ‘black friday’, navidades, rebajas..., no tener lo suficiente para consumir sería una catástrofe mundial. En el siglo XIX, y mucho antes, las crisis de subsistencia eran provocadas fundamentalmente por dos fenómenos: las malas cosechas y el acaparamiento de cereales en manos de los poderosos. El mercado quedaba desabastecido, las hambrunas campaban a sus anchas.
China pidió hace unas fechas a sus habitantes que acopiaran productos y alimentos de primera necesidad para afrontar situaciones de urgencia, ¡miedo me da! Por el mundo occidental andamos con la mosca detrás de la oreja. Por lo pronto, no sabemos si podremos calentarnos este invierno, el gas y el petróleo se han puesto por las nubes, y ahora a ver quién salta hasta las nubes para bajarlos de nuevo a la tierra.
El siglo XXI, el siglo de las enfermedades neuronales, como lo define el filósofo Byung-Chul Han, está negando el futuro a la gente, que es como decir el futuro del mundo. Los que tenemos nuestros años hemos visto demasiado: horrores humanitarios, crisis económicas, triunfos del autoritarismo más insolidario, crisis de valores, catástrofes medioambientales, la amenaza neofascista, una pandemia de dimensiones estratosféricas…, y me temo que veremos mucho más. Lo único que espero es que lo venidero no acabe con el planeta.
El mundo es el infierno, decía Schopenhauer, donde no cesa de cabalgar entre las llamas la ignominia de la “gran brecha” de la desigualdad, esa a la que aludía Joseph E. Stiglitz. El fermento de la injusticia y la destrucción está servido en el seno de las sociedades modernas, acaso no somos más que piezas de un juego macabro.
Dejadme, al menos, que crea en el mundo por un instante. No hay más tesoro para una existencia escéptica que un rayo de luz para no seguir devorado por el pesimismo. Dejadme a ver si consigo conciliarme con el mundo y no me dejo arrastrar hacia ese abismo que tanto detesto. Dejadme que diga con Vitale: “A veces su luz cambia, / es el infierno; a veces, rara vez, /el paraíso”.
* Artículo publicado en Ideal, 15/11/2021
Ilustración: Thomas Cole, El curso del imperio, 1836
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