domingo, 27 de marzo de 2022

EL MALESTAR EN LAS SOCIEDADES DE LA OPULENCIA*

 

Hay momentos de la historia en los que se desata la tormenta perfecta, esa que provoca en las sociedades tanta inquietud como angustia. El siglo XXI se está mostrando como un especialista en desatar calamidades sin solución de continuidad. A los cambios de orden mundial derivados de los atentados del 11-S y una guerra en Irak siguieron la psicosis del terrorismo islamista, una crisis económica en 2008, migraciones de gentes huyendo de la miseria, una pandemia de coronavirus y, ahora, la convulsión de una guerra en Ucrania: tensión política mundial, crisis humanitaria y crisis energética.

En este tiempo la naturaleza ha aportando asimismo su parte: tsunamis, volcanes, terremotos y otras catástrofes. Pero son los hombres los que se han empeñado en hacer del mundo un lugar más inhóspito y cargado de descontento y malestar, como una “noche de cielo balbuciente y aire tartamudo” que escribiera García Lorca. Y cada adversidad ha enlazado sus negativas consecuencias con las que provenían de la anterior. La salud mental de la población está afectada, sometida a presiones y contradicciones que Freud nos desvelaba en su ensayo El malestar en la cultura. Desde que nacemos, anhelamos la felicidad, pero ello se contrapone al sentimiento de culpabilidad emanado desde la cultura en un trágico conflicto permanente, hasta alentar desasosiego y desilusión.

Dejando a un lado las sociedades de la indigencia, hablemos del malestar en las sociedades de la opulencia, donde acaso cabría pensar que es menos intenso que en las otras, ahogadas por la precariedad. No obstante, la mente humana es igual en todas partes, aunque los estímulos para alterarla sean distintos.

El malestar en las sociedades occidentales, las de la opulencia, las que supuestamente están dotadas de bienes que satisfacen tantas necesidades, no deja de aumentar. Pensábamos que la globalización era una solución, pero el tiempo ha mostrado sus contradicciones, a un fenómeno que parecía conducirnos a la aldea global se le fue adhiriendo lo más convulso y destructivo. Cayó el mito de la globalización, y se activaron las protestas contra los burócratas y organismos internacionales que manejan el mundo, como nos recuerda Joseph Stiglitz en su libro El malestar en la globalización.

Este descontento que arrastramos llegó a cuestionar el modelo político en muchos países. El fenómeno más relevante se produjo con el 15-M en 2011, cuando la indignación hacia formas inoperantes de hacer política y la crítica a la falta de democracia real provocaron una toma de conciencia ciudadana como no se había tenido en mucho tiempo. Ese mismo descontento, sin embargo, en el curso de los últimos años ha tenido su contrapunto: la aparición de los populismos y el auge de la ultraderecha versión 2.0 del fascismo.

En las sociedades de la opulencia el malestar suele ser un fenómeno silente, la abundancia de bienes, los deseos desbordados de felicidad, el hedonismo o la manipulación de las ideas lo ocultan. Sin embargo, la cólera también se desata cuando aparece la precariedad, generando protestas motivadas por sentimientos que entienden menoscabadas las condiciones de vida o, como ahora, la escasa rentabilidad de las actividades económicas por la crisis energética. Esto ocurre en la misma economía que enriquece a otros agentes económicos que controlan los resortes de la especulación de un capitalismo voraz e insolidario. Conocemos las manifestaciones de los chalecos amarillos en Francia, las protestas multitudinarias del campo español o la parada del transporte que vivimos estos días.

Las crisis económicas que se han sucedido a lo largo de este siglo han propiciado situaciones dramáticas en las capas sociales más vulnerables. Los informes para Cáritas de la Fundación FOESSA (Fomento de Estudios Sociales y de la Sociología Aplicada) han desvelado una silente y trágica situación. El de Madrid, Informe sobre Exclusión y Desarrollo Social en la Comunidad de Madrid, habla de unos pobres que el consejero de Educación, Enrique Ossorio, decía no ver en las calles. El informe para Andalucía señala que el 26,3%, más de 2,2 millones de personas, se encuentran en riesgo de exclusión social, de las cuales, la mitad en exclusión severa y casi medio millón en situación crítica, la llamada sociedad expulsada. La ansiedad social e individual se acrecienta en una sociedad donde la brecha entre menesterosos y opulentos se hace cada vez mayor, donde el crecimiento de beneficios de una élite económica persiste, y donde la nueva economía engorda beneficios pero sin redundar en beneficio del conjunto de la sociedad.

Parte del malestar en la sociedad de la opulencia, donde se incentiva el disfrute y la consecución de cualquier objeto de deseo, proviene de la frustración de no alcanzar tanta ‘felicidad’ y ‘placer’. El descontento tiene aquí una derivada distinta a la de no disponer de medios de vida para sobrevivir: la no satisfacción inmediata o mediata de los placeres e ilusiones creados.

El malestar como fenómeno social es algo inevitable, aunque el modo de resolverlo pueda tener enfoques distintos. El profesor Rodríguez Ibáñez, en su obra ¿Un nuevo malestar en la cultura?, hablaba de dos enfoques: uno más racionalista, sugerido por Habermas: la reconstrucción del mundo como un “problema a resolver”; otro propuesto por Rorty, el de una visión anticipatoria de lo venidero a través de un lenguaje narrativo que proyecte otros mundos deseables.

En esta vorágine en que los límites parecen no existir y donde la sociedad va perdiendo valores éticos y morales (¿acaso es la crisis de la modernidad?), el descontento tiene muchos padres, pero los que recogen la cosecha de los miedos y las incertidumbres son unos pocos oportunistas.

 * Artículo publicado en Ideal, 26/03/2022

**  Nicole Eisenman: El triunfo de la pobreza (2009)

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