Cada vez resulta más difícil ubicarse en las confusiones que nos envuelven en estos tiempos. Ni siquiera contamos ya con el beneficio de hallarnos a nosotros mismos. Se abusa de palabras como patria, tribu, casta, estirpe, también raza. Años intentando apostar por la multiculturalidad, y los discursos emergentes acentúan las diferencias y hasta la xenofobia. Se pretende imponernos un espíritu de supervivencia, ese que nos obliga a preservarnos de los demás, a convertir la convivencia en un ‘nosotros’ y ‘ellos’.
A la derecha le gusta mucho hablar de la patria; a la izquierda, menos, pero no le queda más remedio que entrar en combate. Por eso hemos escuchado a dirigentes de la izquierda expresar que un patriota es quien defiende la Constitución, o que la patria se protege pagando impuestos y dando buenos servicios públicos. No obstante, esto de la patria tiene sus subterfugios, como toda ‘buena’ obra humana. Así, para algunos, el servicio a la patria en tiempos de penuria fue conseguir una buena comisión en la provisión de urgentes mascarillas para combatir una pandemia; mientras otros prefieren darse golpes en el pecho exhibiendo una bandera, o esos otros que se miran el ombligo de su independencia. La honradez para con la sociedad o el bien común, que es el menos común de los bienes, parecen no importar.
La patria, en todo caso, es un reducto personal e íntimo donde uno intenta conciliarse consigo mismo y, si cabe, con los demás. Sin conciliación y compromiso no hay patria o, mejor, comunidad. Para qué la patria, si luego, en palabras de Machado, “en los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden”; y el pueblo, sin nombrarla siquiera, “la compra con su sangre y la salva”. Hay tantos ‘salvapatrias’ queriéndonos encasillar en algún bando, nacionalidad, hermandad o equipo de fútbol, que nos hacen perder el sentido de pertenencia o de tribalismo. Mejor será hacernos los olvidadizos para huir de tanto ‘encasillador’ que solo busca arrimar el ascua a su sardina.
Las patrias que no queremos, ellas nos quieren a nosotros, porque quienes las construyen no cejaran de incluirnos para hacer bulto. En un mundo donde manda el ‘big data’ identitario somos el objetivo ideal para engrosar listas. Los gigantes de internet, Facebook o Google, y sus satélites, quieren saber cada día más de nosotros. Ellos son la otra patria, la patria invisible que también atrapa y sojuzga, que quiere saber nuestra fecha de nacimiento, nuestros gustos y aficiones, pues ya se sabe: los números suman tanto como las ganancias en dólares o en euros.
Gmail lleva años detrás de mí preguntándome la fecha de nacimiento. Siempre eludo decírsela, ¿acaso le pregunto por la suya? “Soy mayor de edad, señor Google”, me falta decirle. No sé si la querrá para felicitarme por mi cumpleaños, pero parece no darse cuenta de que no quiero cumplir años. A Facebook le puse mi fecha de nacimiento al registrarme, aunque estuve tentado de engañarle, pero como a uno lo educaron para ser formal y no mentir, terminé escribiéndola. Eso sí, no marqué la opción de felicitación por mi cumpleaños. Encuentro una ordinariez que Facebook me felicite, y con él la ristra de ‘amigos’ que no conozco más que por la foto del perfil, mientras no me felicita aquella prima con la que me crié y no veo desde que se trasladó a Barcelona siendo niña.
Hoy la política está llena de más políticos patriotas que nunca. Los discursos se han llenado de patriotismo tanto en el nacionalismo español como en los periféricos, tanto en el nacionalismo económico como en el de los ‘huelebanderas’. En mi niñez había mucho patriota que nos ponía a cantar el Cara al sol, ahora los patriotas te ponen mirando a Cuenca para clavarte todo lo que puedan, incluidas sus corrupciones. ¿Para qué queremos políticos tan patriotas que solo miran lo inmediato y las urgencias que priman en la sociedad de la posmodernidad? Seguramente no tendrán patria definida, más que la de ellos mismos, a pesar de tantos golpes de pecho para demostrar su pertenencia a alguna. Una pena que ya no haya políticos románticos que aspiren a cambiar el mundo.
La libertad manipulada por el falseamiento de la verdad no es la mejor manera de defender una patria. Si dejamos la libertad al albur de las incertidumbres, las manipulaciones, la insolidaridad, habremos creado desasosiego pero no país. Una patria sin esperanza no es más que una entelequia disponible para el mejor postor. Que la corrupción galope todavía, cuando nos ahogamos en ella en la primera década del siglo XXI, tampoco es de ser patriotas. Nunca se habló tanto de ella como en aquellos tiempos en que la corrupción política nos avasalló.
El discurso fácil y populista es barato, no cuesta nada, solo la osadía y el cinismo de pronunciarlo. Por eso se habla de bajar impuestos tan alegremente. ¿Lo abonamos todo al arbitrio del mercado? No sabría qué ocurriría entonces con el sostenimiento de la educación, la sanidad, los servicios sociales, las personas dependientes o las obras públicas y su mantenimiento. ¿Se lo dejamos al mercado y a los tiburones que lo controlan? El neoliberalismo que nos azota no tiene ni pizca de solidaridad.
Aunque no disponga de un velero bergantín esproncediano, diré: “Mi única patria, mi libertad”, pero para hablar sin cortapisas, y escuchar las ideas de quienes no piensan como yo, y guiar mis pasos conviviendo con los demás. Quiero ser patriota, pero practicando la solidaridad al pagar mis impuestos.
*Artículo publicado en Ideal, 22/04/2022
** Ilustración: La Libertad guiando al pueblo (1830), Delacroix