No hay noticia que despierte más interés mediático por la educación que los rankings y estadísticas que ordenan y comparan datos sobre variables e índices educativos. No hace muchos días la OCDE dio a conocer un informe sobre niveles de estudios en la población mundial, y para España concluía: en 2021 el 48,7% de los jóvenes, entre 25 y 34 años, tienen estudios superiores, por encima de la media mundial (47%). Pero también mostraba otro dato: el 33% de hombres y el 22% de mujeres solo tienen estudios de ESO y, algo más, un 20% de jóvenes españoles ni estudia ni trabaja.
Que España se convierta en una fábrica de títulos, no sé si es la mejor aspiración del sistema educativo; que se alcancen niveles óptimos de educación, aprendizaje y formación de mejores ciudadanos, debería serlo.
En las dos décadas que llevamos del siglo XXI hemos vivido bajo el lastre de las cifras que llegaban de las pruebas PISA o de los informes internacionales. La aparición de datos adversos suscitaba fulminantes y fugaces críticas contra nuestro sistema educativo, auspiciando las prisas por recomponernos del desaguisado. No era más que una muestra de nuestra debilidad como país, incapaz de valorar lo que teníamos y su mejora, impulsándonos solo con actitudes turbadoras y de enorme vacilación, con decisiones de urgencia y respuestas inmediatas, siempre venidas del espectro político, donde se concitan intereses poco confesables.
Nunca hemos tenido durante la democracia una idea cabal de cómo debiera configurarse nuestro sistema educativo. De manera que nos ha tocado sufrir la obscenidad de promover una reforma educativa detrás de otra, no para mejorar, sino para oponerse a la anterior, sin el más mínimo pudor ni reparo en el daño que pudiera infringirse a la educación del país.
El Ateneo de Granada celebró el pasado 18 de octubre la mesa redonda: “Hacia dónde caminan las reformas educativas, ¿son necesarias tantas reformas?”, y en ella se debatió y se alcanzaron conclusiones contundentes, que la política debiera hacérselas mirar.
Las reformas educativas no siempre son sinónimo de éxito. En la etapa democrática se han sucedido cinco (LOGSE, LOCE, LOE, LOMCE y LOMLOE), siempre bajo las precipitaciones del partido gobernante, además de un desarrollo normativo exagerado y confuso, hasta la saturación legislativa.
Esta ‘imperiosa necesidad’ política no perseguía tanto una mejora como dejar la impronta ideológica de cada cual. Lo que menos importaba era transmitir al sistema estabilidad, equilibrio y consenso, es decir, ponerlo en situación de ofrecer una educación democrática a las nuevas generaciones.
La historia de nuestra democracia es la historia de las reformas educativas. Lo normal hubiera sido tener una sola reforma, inspirada en la Constitución, que hubiera sentado las bases de una educación democrática. Tras el franquismo, todos fuimos conscientes de que el país demandaba un cambio educativo que rompiera con tal herencia, pero no llegaría hasta 1990 con la LOGSE. Quizás lo hiciera tarde, con demasiadas resistencias y desaprovechando el espíritu y la ilusión docente de los años ochenta acrisolada en aquellos movimientos de renovación pedagógica.
En el presente curso escolar asistimos a la implementación de una nueva reforma con la ley que modifica la LOE (LOMLOE). Pocos creen que vaya a influir realmente en la mejora del sistema educativo (yo, el primero). La desconfianza acumulada tras años de frustración y hartazgo es un hecho constatable. Las expectativas e ilusiones suscitadas ante la novedad pasaron a mejor vida, el crédito se agotó con tantas reformas. Los docentes, excluidos de su diseño, las han ido viendo como vestigios de un reformismo ilustrado.
El sistema educativo español es un gigante con los pies de barro, secuestrado por la política y sus confabulaciones. El escepticismo y el desaliento es fácil que cunda. Desde que entramos en la órbita reformista, siempre se ha buscado una ‘norma’ para cada ‘problema’, tornándose, probablemente, en el camino más corto para no llegar a ninguna parte y no arreglar nada. En materia de educación no cabe conducirse bajo la tiranía del histerismo y la precipitación. Al contrario, ha de primar el ejercicio intelectual del análisis profundo, serio y realista de lo que se necesita, eludiendo cualquier atisbo de mesianismo.
Promover cambios en la educación permite a la escuela adaptarse a los tiempos que le toca vivir, pero lo que no cabe es convertir el trabajo docente anteriormente desarrollado en herejía, provocándole dudas con cambios terminológicos incomprensibles y enfoques didácticos farragosos. Como tampoco se debe diseñar una reforma en oposición a otra, como ha sido la tónica en nuestras más de cuatro décadas de democracia.
Si está en nuestro ánimo el cambio, apostemos por una ‘metarreforma’ en la que se congreguen pensamientos de sectores sociales diversos, diferentes y antagónicos, de modo que asuman la reforma como suya y necesaria. No hay otro camino que el imprescindible consenso político y social de un pacto por la educación. Un pacto que, si la política no es capaz de alcanzarlo, tendría que hacerlo la sociedad civil.
Seymour B. Sarason, en El predecible fracaso de la reforma educativa, nos hacía saber que muchas de las reformas fracasan porque están mal planteadas y peor llevadas a la práctica, obcecadas sólo en la mejora del aprendizaje de los alumnos, pero olvidando a los profesores y su formación, o la organización y funcionamiento de las escuelas y sus relaciones con el entorno.
La mesa redonda del Ateneo de Granada concluyó con que los sistemas educativos más estables son los que proporcionan mejores resultados y mayor bienestar a los ciudadanos.
* Artículo publicado en Ideal, 29/10/2022
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