Los cambios de época se intuyen. Es difícil que no nos demos cuenta que las cosas no volverán a ser lo mismo. La inteligencia artificial (IA) es algo que ya nos asusta, y no ha hecho más que empezar. Dicen que es capaz de predecir y avanzar el futuro, además de aprender de modo automático y ‘profundo’. Con lo que nos cuesta a los humanos aprender, aunque sea solo para convivir como seres civilizados.
La inteligencia artificial es algo relacionado con crear computadoras capaces de razonar, aprender y actuar como si de un humano se tratara. Todo un avance capaz de crear una falsa detención del mismísimo Trump, cuando todavía no estaba imputado. Parece ser que en ella se juntan disciplinas como informática, estadística, ingeniería, lingüística, neurociencia y hasta filosofía y psicología. Lo que no sé es si estarán incluidas la lógica, la estética, la oratoria y la ética. Es como si lo que nos ha costado a los humanos aprender en más de cinco mil años, desde la aparición de la escritura, se lo merendara en cuestión de unos minutos o segundos una computadora.
Qué complicado es todo esto, y más si miramos al mundo y vemos tanto zoquete, asilvestrado y perverso gobernando en países que utilizan la ‘inteligencia’ para hacer de la humanidad el objeto de sus perversiones. Y lo que quedará por venir. Donald Trump amenaza con volver a la Casa Blanca y juntarse con esa cuadrilla de kamikaces que anda suelta por esos mundos de Dios.
Aunque los cambios de época van más allá del furor de la IA, o como ocurriera con la revolución industrial, salvo que estos avances ayuden a hacer el mundo más controlable y a potenciar las posibilidades de dominarlo. La revolución industrial sirvió para que unos cuantos países dominaran aún más el mundo, y la IA probablemente aumentará las cotas de dominación entre los hombres. Pero hay una cosa que no cambia de época: la naturaleza humana capaz de cometer las mayores atrocidades.
Para hablar de los cambios de época acaso haya que recurrir a una explicación más prosaica: la del juego de intereses y ambiciones espurias. El mundo está cambiando, como lo hizo antes y después de la Segunda Guerra Mundial, y como lo ha hecho tantas veces a lo largo de la historia. Desde entonces el nivel de incertidumbre nunca había llegado al punto que hoy conocemos. Las maniobras de la Guerra Fría casi siempre eran movimientos de ajedrez, incluso en esas guerras que iniciaba una superpotencia en algún territorio. Había una especie de ‘dejar hacer’. Hoy la guerra de Ucrania es un conflicto de una superpotencia invasora que está siendo contrarrestado por un bloque capitaneado por la OTAN, con EE UU en la retaguardia. Solo faltan los soldados y traspasar las fronteras rusas. La escalada militar es una amenaza, si metemos a China y sus ambiciones sobre Taiwán.
Hace una década todo hacía pensar que la globalización y el nuevo orden mundial instalado dos décadas antes serían eternos. En términos históricos no cabe duda que el mundo está sujeto a lo efímero.
La vida, que parece seguir con la normalidad de siempre, sin embargo, está siendo alterada de un modo pausado y continuo. Se modifican nuestras rutinas, o nos las modifican; nuestras aspiraciones en la vida se tornan más inestables, sumidas en la incertidumbre. En el caso de los jóvenes, a quienes mandamos el mensaje ‘carpe diem’, es más dramático: ven el futuro con menos esperanza que antes. El mundo se está transformando, y mucho.
No sé cuánto tiempo seremos capaces de aguantar una normalidad que se transforma en otra cosa. El Estado de bienestar se está volviendo irrealizable. La solidaridad entre países de la Unión Europea quizá no se sostenga en uno o dos decenios, la economía no podrá sufragar todas las crecientes necesidades de una población en proceso de envejecimiento. Hoy las pensiones son un gran problema para los gobiernos, su reforma un quebradero de cabeza. Se camina hacia el modelo estadounidense y canadiense, donde las pensiones dependen de planes privados y no de planes estatales. Las limitaciones de los gobiernos son cada vez mayores para gestionar sus países y tomar decisiones que convengan a la estabilidad social.
El mundo se ‘desglobaliza’, los vínculos comerciales se deterioran, los países tienden a un mayor proteccionismo económico, la fluidez intercomercial ha disminuido, la deslocalización empresarial ya no es tan fácil como lo fue en los últimos cuarenta años, ahora se habla de deslocalización amiga en países que sintonizan con la potencia económica, y eso provoca desunión para que el comercio fluya de modo más ‘democrático’. Comprar productos de consumo, textiles, tecnológicos, electrodomésticos… ya no está siendo tan fácil y barato. China estornuda y el mundo se tambalea.
El mundo es menos igualitario, los desequilibrios han aumentado entre el primer mundo y las zonas en proceso de crecimiento. La explotación de zonas pobres del planeta y el deterioro del trasvase comercial restarán hipotéticas ponderaciones, lo que hará imparables los movimientos migratorios. La inestabilidad mundial no va a cesar; la conflictividad, tampoco. Si la riqueza no se incrementa en las grandes regiones de África, Asia o Latinoamérica, no habrá solución para reequilibrar las condiciones de vida en el planeta.
Como si nos iluminara Arnold Toynbee, en su concepción de la historia como un movimiento cíclico, donde las sociedades van combinando, bajo la impronta de la complejidad acumulada, pasos hacia adelante y retrocesos, nuestro mundo ya no es aquel mundo.
* Artículo publicado en Ideal, 16/04/2023
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