No me gusta que me estrechen el objetivo de la cámara cuando miro al horizonte de la vida y la historia, y más si los que enfocan pretenden manipularlo y dirigirlo solo hacia donde les interesa en asuntos que a todos nos conciernen. Nunca la mirada al analizar temas de enjundia puede ser sesgada, parcial o miope.
En política es fácil que esto ocurra. La acción política que se ejerce en nuestros días suele ser pobre y ‘tacticista’, contagiada por el principio de inmediatez y rédito rápido, propio de las sociedades posmodernas. Hoy día es fácil que se imponga el relato al argumento, el eslogan al análisis. La sociedad de usar y tirar ha invadido el discurso político, se ajusta a consignas y lemas que propagan mensajes vacuos para receptores que solo se detienen en la espuma de los hechos o el titular de prensa. El relato combina ideas fáciles de entrelazar para remover las entrañas, nunca el intelecto, dirigidas a ese despistado receptor que le cuesta introducir variables discursivas que rompan el hilo argumental hábilmente pergeñado en gabinetes de comunicación.
El 31 de octubre se debatió en el Ateneo de Granada el tema “Visiones políticas y jurídicas sobre la amnistía”, relativa al ‘procés’, cuyo acuerdo indica que facilitará la investidura de Pedro Sánchez. Participaron representantes de PP y PSOE, y el catedrático de Derecho Constitucional Agustín Ruiz Robledo. El debate alcanzó un excelente nivel argumental por parte de los intervinientes y asistentes participantes. Cuando se debate en foros extraparlamentarios, como el Ateneo, mejora sustancialmente el análisis. No obstante, quizá faltó la visión histórica del conflicto independentista, que no se completa sin una mirada a la historia de España. Para comprender el presente, el pasado nunca se puede olvidar.
Aquel terremoto político que tambaleó el país hace seis años no se explicaría sin algo que parece fundamental en el análisis de la realidad histórica de España: la cuestión nacional. Nuestro país es fruto de un proceso histórico de siglos, cargado de no pocas tensiones territoriales, desde aquella ‘unificación’ de los reinos peninsulares con los Reyes Católicos. El devenir histórico ha estado salpicado de no pocos momentos conflictivos de corte nacionalista, algo que nunca se ha solventado definitivamente, aunque sí se hayan sucedido períodos de relativa calma. Centralismo, federalismo, foralismo, autonomismo, cantonalismo, nacionalismo, independentismo…, han sido conceptos presentes en la historia y han generado controversias y tensiones en este país. Mucho se ha escrito sobre qué es España. Ahí están Ortega, Machado, Madariaga, Albornoz o Laín Entralgo.
Siempre he abominado del sustrato ideológico que sustenta el nacionalismo, como se abominó en el debate del Ateneo, llámese vasco, catalán, gallego o español. Todos propugnan ideas de exclusión y criminalización del que no piensa como ellos. Así lo vivimos hace seis años con los que deseaban una Cataluña independiente, excluyendo a cientos de miles o millones de personas; o durante cuarenta años en el País Vasco con el terrorismo de ETA, llenando de dolor, muerte y silencios tantas vidas.
Los países europeos que hoy conocemos son el producto de una evolución histórica sostenida en procesos de unificación y fragmentación, siempre bajo la impronta de generar conflictos nacionales e internacionales, algunos de una violencia extrema, como la disgregación de Yugoslavia. Francia con corsos o alsacianos, Gran Bretaña con escoceses o galeses, o Italia con sardos o sicilianos. La estabilidad de los países europeos para mantener sus territorios unidos ha dependido siempre de altas dosis de negociación política. El uso de la fuerza, salvo en contadas ocasiones por motivos de terrorismo, ha sido menos frecuente. El diálogo es un elemento fundamental para alcanzar una convivencia colectiva, respetuosa con las diferencias, frente a la intransigencia y la imposición. Dialogar no es claudicar, que conste.
España no es una excepción, la cuestión nacional está presente en su historia, nunca ha desaparecido. Las diferencias territoriales en el Estado español quedaron reflejadas en la Constitución con los conceptos de nación y nacionalidades, reconociendo en el artículo segundo no solo las nacionalidades, también la solidaridad que ha de primar entre ellas. Esa otra parte de España que ha estallado en la democracia: Cataluña y Euskadi, no se va a disipar para nunca volver. Habrá brotes independentistas en tres o cuatro décadas, y será parte de nuestra ‘historia futura’. Creer que esto no volverá a suceder es una entelequia. Todo lo que podamos construir ahora para que no vuelva, será útil.
No sé si todavía nos sentiremos ciudadanos del mundo y con capacidad para detectar las diferencias que impiden sentirnos iguales. No sé si la idea de ‘nación española’ es compartida en todos los territorios. Tampoco si nos une o nos separa, o si ciudadanos de de otras nacionalidades están dispuestos a compartir el sentimiento de ser ‘español’. No sé si sentirse español impide sentirse catalán, vasco o gallego, desterrando cualquier sentimiento excluyente, impositivo o represivo. Ser español debería basarse en el respeto a todas las sensibilidades existentes en España, lo que no significa que aceptemos la segregación de determinados territorios.
Los nacionalismos se reavivan de cuando en cuando, nunca se van, los activan las crisis ideológicas, económicas o políticas, cuando decae el pensamiento que sustenta una visión universal y planetaria de la humanidad. Actualmente el nacionalismo ha rebrotado en el mundo, la insolidaridad, también. Lo vemos en Rusia, lo vimos en el America first de Trump, lo advertimos en tantos países donde priman solo sus intereses. Solo la Unión Europea, único organismo supranacional, resiste este embate, no sin fisuras internas.
*Artículo publicado en Ideal, 12/11/2023
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