¿Seremos capaces de ponerle puertas al campo? Los bulos son parte de la idiosincrasia de la especie humana que, cuando quiere alcanzar sus fines, no se priva en utilizar todo tipo de artimañas, por medios lícitos o ilícitos, para ofrecer la información que más le conviene —mentiras o medias verdades— sin importarle la honra o el prestigio del adversario, del amigo o del inocente. La Roma republicana con sus intrigas, las cortes reales con sus dimes y diretes…, o el caso Dreyfus de la Francia decimonónica. El uso de la desinformación o los bulos en la historia son incontables.
En las sociedades democráticas, la ciudadanía, por su capacidad de voto, es el principal objetivo y víctima de la manipulación informativa. En la era digital, la barbarie digitalizada la ha hecho más vulnerable y moldeable, la realidad y el reality show se entremezclan, justificando casi siempre el autoritarismo como solución práctica. Sociedades que deberían estar más y mejor informadas, con mayor acceso a versiones distintas sobre un mismo tema; sin embargo, son fácilmente pastoreadas, convertidas en una masa informe fácil de manejar, supuestamente cuando los niveles culturales son mayores. Hoy nos engañan desde la vida política como en nuestros gustos literarios, estéticos o gastronómicos. Nos hemos convertido en víctimas de la desinformación.
Manejamos unas tecnologías y espacios virtuales que potencian sin límites —nunca visto— toda clase de información: verdadera, falsa, insidiosa, malintencionada, con el propósito de que llegue, no a unos cuantos del entorno próximo, ni siquiera a los miles que en otro tiempo accedían a la prensa, sino a millones o cientos de millones de personas. Información bien organizada y presentada, difundida al mismo tiempo y por una gran variedad de canales digitales.
Llevamos tiempo asistiendo no solo a la guerra convencional, también a la guerra híbrida. En los procesos electorales del siglo XXI han sido frecuentes los ciberataques o las campañas de manipulación y propaganda. Las de mayor intromisión: las acciones ejecutadas por la Rusia de Putin contra las democracias occidentales. Las hemos sufrido, como aquella campaña contra Hillary Clinton que abrió las puertas de la Presidencia de EE UU a Donald Trump en 2016. El objetivo de este y otros ataques es obvio: desvirtuar el sentido de la democracia y sus instituciones, hasta desestabilizarla.
Nos enfrentamos a un problema que, por su magnitud, es casi imposible de combatir, con potentes aliados: el universo digital y la inteligencia artificial. El asunto está alarmando tanto a la clase política que, por fin, se pone manos a la obra. Los gobiernos han visto la necesidad de regular la ingente desinformación, las fake news. Ponerle puertas a este cosmos será una labor ímproba, pero no podemos cruzarnos de brazos. El periodismo, también víctima de ello, tiene sus ‘alter ego' perniciosos en la intromisión de pseudo-medios digitales que, frente a la información rigurosa, compiten por la audiencia ofreciendo informaciones tergiversadas, falsas y sesgadas, donde la verdad no cuenta, tampoco la democracia.
La Comisión Europea prepara un proyecto para poner en marcha una red de verificadores de información siguiendo los modelos ya existentes en Francia y Suecia. Este asunto también fue tratado en el Parlamento Europeo (2020) y dio pie a un informe que abordaba la necesidad de reforzar la libertad de los medios de comunicación, la protección del periodismo, evitando el discurso del odio, la desinformación y el papel de determinadas plataformas digitales de extrema derecha y populistas que contribuían a atacar a grupos minoritarios, con una retórica que criminalizaba la inmigración y fomentaba la homofobia, el odio, el sesgo ideológico, el racismo o la xenofobia. Hace unos días el Congreso de los diputados debatía un plan de regeneración democrática, donde se incluía la desinformación como factor debilitante de la calidad democrática en España.
A este tema no son ajenos niños y jóvenes. Son muchos años siendo el punto de mira de la publicidad y de no pocas desinformaciones, bulos, mensajes-trampa, manipulaciones, hasta el punto de distorsionar su modo de vida y su visión del mundo y la realidad. Hasta ahora parece que esto preocupaba menos, pero el grado de (des)educación a que están sometidos hace peligrar su futuro. La toxicidad de los mensajes que les llegan en redes sociales, alimenta, lamentablemente, su intelecto con modelos y estereotipos infectos de machismo, lenguaje soez, expresiones chabacanas, denigración de la mujer o de conjeturas y opiniones de aficionados, y menos de hechos contrastados, de saber y conocimiento. Los jóvenes se alejan del análisis de la realidad, tanto histórica como presente, ofrecida por la escuela, la familia u otros agentes sociales educativos.
Se habla de la necesidad de la alfabetización digital, de enseñar a la ciudadanía a identificar contenidos tramposos, tergiversadores, adulterados, que le dé pautas y criterios para discernir, examinar, diferenciar y valorar toda la información que recibe a través de plataformas que basan su negocio en la interacción con millones de clientes —nada de amigos—, utilizando contenidos falsos, amañados, trucados o de odio.
Es la dignidad de las personas la que está en juego y la salud de la democracia que nos permite expresarnos con la libertad que muchos de los manipuladores de la información no nos permitirían si tuvieran el poder. La denuncia y la educación críticas son el principal recurso para defender la dignidad humana.
Todos somos víctimas de la desinformación, unos más y otros menos, los que la promueven también: su miseria humana queda patente, aunque nos les quede una pizca de vergüenza para asumirlo.
*Artículo publicado en Ideal, 05/08/2024.
** Salvador Dalí: La mano. Los remordimientos de conciencia,1930.
No hay comentarios:
Publicar un comentario