Añorar el pasado —“cómo, a nuestro parecer, / cualquiera tiempo pasado fue mejor”, que escribiera Jorge Manrique en sus Coplas a la muerte de su padre— forma parte de las trampas que nos tiende el cerebro. ¡Qué sería de nosotros si arrastráramos tantas penurias de vida pasada sin recurrir al bálsamo del olvido! Seguro, un volcán en erupción haciendo imposible la vida.
Cincuenta años de la muerte del dictador y, antes que su olvido, asalta nuestro tiempo un crecer desorbitado de quienes lo añoran. Más hombres que mujeres, más jóvenes que maduros. Imaginamos que las mujeres no querrán verse sometidas a sus maridos para abrir una cuenta bancaria, ni que les rapen la cabeza, ni ser educadas como meras serviles.
Cincuenta años, mientras emergen ‘añoradores’ de aquel régimen dictatorial, que tantas vidas segó entretanto secuestraba la democracia y la libertad, que salen a plazas y universidades, como ‘vitoquilenses’, enarbolando consignas de corte fascista, excusados bajo la palabra ‘libertad’. O se junta ‘cara al sol’ la doble 'N' —Núcleo Nacional: falangistas, franquistas, nazis y fascistas— en Madrid desde el Paseo del Prado hasta el Congreso para pedir la expulsión de migrantes y cristianización de Europa. O un alcalde de Vox en Puente de Génave (Jaén), editor de un calendario con fotografía de Franco y bandera del aguilucho, llamándolo tradición —dice—. Ya puestos, podría haber colocado a su lado la hoz y el martillo que su admirado caudillo prohibió. Somos libres, ¿o no?
El tema es bastante serio. El franquismo sociológico y sin complejos está aquí y, lo peor, arraigando entre los jóvenes, bajo la vitola de una libertad regada de odio al diferente, al inmigrante, al pensamiento contrario, a cualquier otra orientación sexual no hetero. Las redes sociales, anegadas de mensajes, comentarios e insidias, conteniendo y promoviendo odio. Tener enemigos es el mejor alimento para sostener identidades propias: las del nacionalismo fascista. Un estímulo para enardecer a los propios, al ‘nosotros’, frente a los ‘otros’.
No somos los únicos en el mundo, aunque en nuestro caso tenemos bastante delito: anteayer padecimos una dictadura y hoy pretendemos renovarla. El mundo juega con fuego, se le olvida que el nazismo trajo una guerra mundial y, entretanto, se dan votos y parabienes a enemigos de la democracia: autócratas, descerebrados, paranoicos y dictadores —algunos sanguinarios—, gobernando y empeñados en aniquilarla para perpetuarse en el poder.
Los jóvenes de hoy no tienen los abuelos que nosotros tuvimos, para que les cuenten las miserias de la dictadura franquista, el hambre —utilizada como arma de control y represión, como desvela el profesor Miguel Ángel del Arco en su libro La hambruna española— o las dificultades de una vida de penurias que, sin embargo, no fue el producto de una guerra civil sino de estrategias bien diseñadas por el dictador y sus adláteres, exculpándose de toda responsabilidad y echando el pecado al aislamiento internacional. Mientras ellos gozaban, el pueblo pasaba mil privaciones: económicas, gastronómicas, vejaciones a su dignidad humana...
Hoy los jóvenes no tienen esos abuelos, transmisores de experiencias vitales, tienen relatos plagados de tergiversaciones de la historia vomitados en redes sociales. Nuestros alumnos casi no conocen la Historia de España de los últimos decenios: desde la guerra civil, la dictadura que se hizo eterna, ni nuestro desembarco en la democracia.
Preocupa ver que ellos, en puertas de votar, radicalicen sus iniciáticas posiciones políticas hacia posturas reaccionarias. El 21,3% de la población española —barómetro del CIS, octubre/2025— cree que los años de dictadura fueron ‘buenos’ o ‘muy buenos’. Jóvenes entre 18 a 29 años —varones más que chicas—, sin haber vivido el ‘edén de la dictadura franquista’, inclinan su apoyo a la ultraderecha ‘voxiana’. La ola retrógrada que asola el mundo nos impele a valorar inequívocamente los cincuenta años de democracia y libertad vividos en España, a pesar de los quebrantos habidos.
Ninguno de esos jóvenes que vitorean consignas fascistas padecieron cuarenta años de dictadura tras una guerra civil que destruyó el país. Nosotros, sí. Peinando canas al viento, aquella conquista de la democracia no se puede ir al garete porque la ultraderecha quiera volver a una dictadura de facto. Muchos tenemos el recuerdo de aquel régimen inquisitorial, los jóvenes embaucados por consignas ‘fascistoides’ mejor que aprendan de la historia reciente de su país para descubrir la realidad que muchos vivimos.
La figura de Franco está ganando popularidad entre ellos. La ultraderecha lo aúpa, y el deseo juvenil, necesitado de héroes, se deja atrapar por esta ‘épica’ del pasado. Los mitos: construcción de pantanos, creación de la seguridad social o la prosperidad económica tras la posguerra, circulan por redes sociales. Acaso detrás esté la falta de expectativas de un futuro que no llega y desmoraliza, o alguien que les contamina que con Franco se vivía mejor y no pagábamos impuestos —esto parece triunfar— o la leyenda de una vida barata frente a lo cara e inaccesible de hoy, menoscabadora de tanto. Propaganda que cala fácilmente en quienes sin criterio se quedan con el mensaje fácil.
La frustración por la precariedad laboral, las dificultades de acceso a la vivienda o que los partidos políticos tradicionales no sirven y son parte del problema, facilitan, en personas sin herramientas críticas avezadas, su identificación con discursos 'antisistema' o 'rupturistas' de la ultraderecha. Y en España, Vox, sin esfuerzo, conquistando las mentes de los jóvenes.
Cincuenta años de democracia y libertad, que muchos quisieran verlas sucumbir; mas otros, con mayor visión histórica, no deberíamos olvidar ni minusvalorar.
*Artículo publicado en Ideal, 18/11/2025.

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