Los sistemas de control de calidad están a la orden del día en todos los ámbitos de la actividad humana. En productos que se venden y servicios que se prestan, alimentos que comemos, juguetes para nuestros hijos, ropas que vestimos o en sistemas de transporte que utilizamos.
El ciudadano ‘cliente’ se ha acostumbrado a ello y exige la calidad en los servicios que le prestan y en los productos que consume.
En los servicios públicos es también una realidad. La cultura de control de la calidad en educación o sanidad la estamos experimentando desde hace ya algunos años.
Invitado por el Ateneo de Granada tuve ocasión de formar parte de una mesa redonda con el tema: “La cultura de la calidad y de la evaluación: un debate pendiente”.
En la mesa intervinieron también: Juan Calatrava (Las trampas de la excelencia), Juan Irigoyen (La calidad: infancia, vocación y primeras experiencias), Jesús Ambel (Cultura de calidad y subjetividad) y Sergio Hinojosa (moderador).
Mi intervención versó sobre las connotaciones que los sistemas de control de calidad tienen en el ámbito educativo. Su título: “La calidad en la educación: una pretensión contradictoria”.
La calidad en la educación es un principio asumido en las leyes educativas que se han sucedido en los años de democracia. Si bien, estamos frente a un discurso que ha perdido valor por haberse convertido en un argumento recurrente, que ha terminado por no convencer.
No obstante, cabría preguntarse en dónde se establece el techo de la calidad. Ya que hemos asistido en los últimos veinte años a un discurso reiterativo de frecuentes peticiones de inversiones y recursos para la educación en pro de alcanzar esa calidad que nunca llega. Una petición que es como la rueda de una noria que da vueltas sin fin siguiendo una órbita que siempre le lleva al mismo punto. No nos extraña que este discurso de la calidad se haya desvirtuado sobremanera.
La calidad de la educación se enmarca en el paradigma de la eficacia, tecnocrático y de los estándares. Medida y control sobre todos los elementos del sistema como instrumento para controlar la organización y para justificar su puesta en ejecución.
Los discursos políticos reproducen el papel que se le asigna a la educación en la sociedad del conocimiento: la de ser el centro de la economía. Así lo decía el ministro de Educación, Ángel Gabilondo, no hace mucho: “Mi objetivo es colocar a la educación en el centro de la economía”.
Asimismo lo había dicho expresado el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, a poco de iniciar su mandato en enero de 2009: “La nación que nos supere en educación nos superará como competidor económico”.
En Andalucía, el presidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán, hacía un alegato a favor de la educación diciendo: “Si me permiten un juego de palabras de todas las políticas, la educación es la política”. Y añadía: “De la calidad de la educación depende el futuro de Andalucía”.
La educación en términos de productividad asociada a la economía, ésa es la visión que desde la política se tiene de la educación, con matices según el color ideológico de quien lo dice, introduciendo consideraciones sobre la equidad o la igualdad de oportunidades.
Sin embargo, existe un lado perverso en este discurso de la calidad: la condición de ciudadano se debilita frente a la dimensión de cliente. Algo que en educación es, si cabe, aún más grave.
La cultura de la calidad es sinónimo de mayor eficacia y de más competitividad. Al tiempo que promueve el control en el uso del capital humano como herramienta de trabajo, lejos de su consideración como persona.
En estos parámetros se desenvuelve la educación de nuestros días. No nos viene mal una reflexión en este sentido.
* El acto tuvo lugar el jueves 11/11/2010, en el Salón Rojo de la Facultad de Derecho (Universidad de Granada).
El ciudadano ‘cliente’ se ha acostumbrado a ello y exige la calidad en los servicios que le prestan y en los productos que consume.
En los servicios públicos es también una realidad. La cultura de control de la calidad en educación o sanidad la estamos experimentando desde hace ya algunos años.
Invitado por el Ateneo de Granada tuve ocasión de formar parte de una mesa redonda con el tema: “La cultura de la calidad y de la evaluación: un debate pendiente”.
En la mesa intervinieron también: Juan Calatrava (Las trampas de la excelencia), Juan Irigoyen (La calidad: infancia, vocación y primeras experiencias), Jesús Ambel (Cultura de calidad y subjetividad) y Sergio Hinojosa (moderador).
Mi intervención versó sobre las connotaciones que los sistemas de control de calidad tienen en el ámbito educativo. Su título: “La calidad en la educación: una pretensión contradictoria”.
La calidad en la educación es un principio asumido en las leyes educativas que se han sucedido en los años de democracia. Si bien, estamos frente a un discurso que ha perdido valor por haberse convertido en un argumento recurrente, que ha terminado por no convencer.
No obstante, cabría preguntarse en dónde se establece el techo de la calidad. Ya que hemos asistido en los últimos veinte años a un discurso reiterativo de frecuentes peticiones de inversiones y recursos para la educación en pro de alcanzar esa calidad que nunca llega. Una petición que es como la rueda de una noria que da vueltas sin fin siguiendo una órbita que siempre le lleva al mismo punto. No nos extraña que este discurso de la calidad se haya desvirtuado sobremanera.
La calidad de la educación se enmarca en el paradigma de la eficacia, tecnocrático y de los estándares. Medida y control sobre todos los elementos del sistema como instrumento para controlar la organización y para justificar su puesta en ejecución.
Los discursos políticos reproducen el papel que se le asigna a la educación en la sociedad del conocimiento: la de ser el centro de la economía. Así lo decía el ministro de Educación, Ángel Gabilondo, no hace mucho: “Mi objetivo es colocar a la educación en el centro de la economía”.
Asimismo lo había dicho expresado el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, a poco de iniciar su mandato en enero de 2009: “La nación que nos supere en educación nos superará como competidor económico”.
En Andalucía, el presidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán, hacía un alegato a favor de la educación diciendo: “Si me permiten un juego de palabras de todas las políticas, la educación es la política”. Y añadía: “De la calidad de la educación depende el futuro de Andalucía”.
La educación en términos de productividad asociada a la economía, ésa es la visión que desde la política se tiene de la educación, con matices según el color ideológico de quien lo dice, introduciendo consideraciones sobre la equidad o la igualdad de oportunidades.
Sin embargo, existe un lado perverso en este discurso de la calidad: la condición de ciudadano se debilita frente a la dimensión de cliente. Algo que en educación es, si cabe, aún más grave.
La cultura de la calidad es sinónimo de mayor eficacia y de más competitividad. Al tiempo que promueve el control en el uso del capital humano como herramienta de trabajo, lejos de su consideración como persona.
En estos parámetros se desenvuelve la educación de nuestros días. No nos viene mal una reflexión en este sentido.
* El acto tuvo lugar el jueves 11/11/2010, en el Salón Rojo de la Facultad de Derecho (Universidad de Granada).
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