domingo, 30 de octubre de 2011

LA ESTATUA

Yo nunca he estado en Nueva York, así que no he podido apreciar su aire cosmopolita, el de la gran metrópoli del mundo, ni esa arquitectura que pretende atrapar el cielo, ni los aires soñadores de Brooklyn, ni su puente que conduce a Manhattan. Nunca he estado en NY, en la ciudad de Walt Whitman donde estuvo García Lorca cuando estaba a punto de producirse el crac del 29 y flotaba en el ambiente una insoportable discriminación de las minorías. La ciudad donde han estado tantos y tantos, y millones de personas más.
Según me dicen los que han estado, es una ciudad que produce una gran fascinación. Seguramente si hubiera estado me habría impresionado, hubiera tenido la tentación de ir buscando todas esas imágenes que ahora están en una fotografía o en una grabación en movimiento. A buen seguro me habría encontrado cómodo, hubiera reconocido tantos y tantos lugares al pronto de tenerlos delante. Las grandes ciudades son un poco de todo el mundo.
El cine americano tiene muchos valores, pero probablemente el más importante sea que es un perfecto escaparate de lo que es la vida americana. Refleja la realidad de sus ciudades y la vida de sus gentes. Es un cine que nos ha familiarizado con el paisaje de sus calles, de sus edificios, de sus parques, de sus gentes, de sus modos de vida… Hasta el punto de reconocerlo como si fuera una parte ampliada de nuestra propia ciudad.
Lo demás: la naturaleza humana, sus pasiones, sus miserias, sus virtudes y todo lo restante que se esconde detrás de ella es fácil encontrarlo en cualquier otro lugar. Algo tan común a la especie humana que a poco que miremos a nuestro alrededor lo vamos a encontrar.
En La hoguera de las vanidades, Tom Wolfe enmarca su historia en NY, y la ciudad, la gran ciudad, se convierte en el personaje central con todo su esplendor pero también con todas sus miserias.
Creo que ya he hablado demasiado de Nueva York para no haber estado nunca allí. Hoy mi intención era otra: escribir algo sobre la estatua de la Libertad y su aniversario.
Aunque no fuera nada más que por contemplar la vista que se nos ofrece de ella desde Manhattan me gustaría ir a NY. Después de todo es probablemente la estatua por antonomasia.
Sin embargo, hay otra perspectiva de ella no menos interesante: la que han contemplado durante décadas cientos de miles de inmigrantes cuando accedían a la ansiada tierra de las oportunidades. Ahí está desde 1886 erigida como el primer saludo que reciben los visitantes que entran en la desembocadura del río Hudson. Con el tiempo se convirtió en el símbolo de la esperanza para los que huían de la miseria, de la guerra o buscaban el sueño americano.
Hemos creado una sociedad de símbolos. Unos resultan patéticos, otros acrecientan nuestro ánimo. La estatua de la Libertad, el regalo de la nación francesa a EEUU hace ahora 125 años, con motivo del centenario de su nacimiento como país, es un ejemplo de los segundos.
Si tuviera que buscar una imagen que resuma todo lo que pretendo decir, me quedaría con la de un Chaplin boquiabierto y expectante, en la película El emigrante, a su llegada a la bahía contemplando la estatua de la Libertad.

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