viernes, 24 de agosto de 2012

Y AHORA LA EDUCACIÓN DIFERENCIADA

 Hace unos años tuve ocasión de tomar contacto con personas que defendían la educación diferenciada en la escuela. Me proporcionaron un informe en el que se promovía esta opción educativa, que leí con interés aunque no la compartiera. Se daban unos cuantos argumentos y referencias a estudios ‘científicos’ donde se argumentaba la bonanza de este tipo de agrupamientos en la escuela y que favorecían los procesos de aprendizaje del alumnado. El interés mediático por este tema se ha despertado a raíz de la sentencia del Tribunal Supremo que desestimaba el concierto educativo para unos centros religiosos que practicaban este modelo. Hasta aquí algo normal en un Estado de Derecho que se regula por la acción y aplicación de sus leyes.

Lo que ya no es tan normal es la postura del ministro de Educación, José Ignacio Wert, pretendiendo enmendarle la plana al propio Tribunal. Este ministro desde su llegada al Gobierno no ha generado más que confusión en el mundo de la educación. Cambia los temarios de oposiciones a mitad del proceso de preparación, limita becas para estudiar idiomas en el extranjero, alimenta la guerra de la Educación para la Ciudadanía y, ahora, lo remata con su decisión de apoyar económicamente a los centros que promueven la educación diferenciada aunque tenga que cambiar la ley. Grotesco proceder que está metiendo continuamente a la educación en un permanente sainete que en nada le beneficia. Digamos que antes que impulsarla y mejorarla la perjudica, y la lanza directa a la arena de muchos ‘lavaderos públicos’ que es en lo que se convierten algunas mesas de tertulianos. En estos foros se han escuchado todo tipo de barbaridades propias del amateurismo de quienes no saben bien de lo que hablan, aunque opinen. Son numerosas las diatribas superficiales expuestas para justificar que un grupo mixto de alumnos alienta más la violencia, o que los niveles o ritmos de aprendizaje se ven mermados porque chicos y chicas convivan en un aula. Como si el único factor de aprendizaje dependiese de tener en el pupitre de al lado una persona del sexo propio o contrario, según el caso. Al hablar de la violencia no sé si se referirán a que se impone la ley de la manada en la que los machos más dotados se disputan a golpes o dentelladas a las hembras. Yo que estudié en los Salesianos en pleno apogeo de la educación diferenciada (claro está, sólo con chicos) recuerdo que las peleas, las vejaciones entre compañeros, el trato cruel hacia el otro, estaban a la orden del día. Y no había chicas de por medio. Eso sí, cuando nos relacionábamos con ellas en la calle, nuestra percepción del otro sexo difería mucho de la que puedan tener ahora los chicos de un instituto.

La educación diferenciada no puede ser ofertada desde un servicio público, iría en contra de cualquier precepto constitucional. El Tribunal Supremo ha fallado en contra de mantener la concertación con un centro educativo que segregue a los alumnos por sexo en aulas separadas. Si el ministro Wert se empeña en que se debe promover la enseñanza diferenciada, que lo haga, pero no con dinero público. Esta es una cuestión que si se pretende que sea política lo será, pero con el consiguiente desgaste para el prestigio de nuestra educación, ya bastante minado desde atrás y reforzado por este Gobierno en el poco tiempo en que este ministro lleva en su cargo. Hay colegios en nuestro país que tienen establecida la enseñanza diferenciada y no están concertados. Nada que objetar. Son tan respetables como los públicos y los concertados, y los padres que mandan a sus hijos a estos colegios son tan libres de hacerlo como los que los matriculan en centros sostenidos con fondos públicos. Esta es la grandeza de nuestra democracia. Pero, por favor, no subvencionemos con dinero público opciones que están fuera de nuestro marco general de valores democráticos.


sábado, 18 de agosto de 2012

APOSTADO EN UNA ESQUINA

Entrar en un hipermercado me produce una especie de claustrofóbica sensación de aturdimiento. Siento la incomodidad de sus luces que proyectan un tono de frío glacial, del hormigueo de la gente, del abarrotamiento de sus estanterías, de ruidos sordos y conversaciones entrecortadas que se entremezclan en esa atmósfera artificial e ingrata elevada sobre nuestras cabezas. Al rato de estar allí aparece en mi mente una espesa sensación relampagueante como si quisiera confundirla. Esta misma sacudida me invadió aquella mañana de finales de febrero cuando llevaba unos minutos en el interior de los almacenes Harrods, a pesar de esa decoración victoriana de sala de estar con paredes recargadas de objetos y de la luz que pretende simular un ambiente hogareño. No tardé en salir y aguardar fuera a que mis acompañantes se saciaran de ver, y acaso comprar algún objeto como recuerdo, en ese templo de la abundancia de la producción industrial y el consumo más genuinamente capitalista.

Paseé por la acera de la calle Hans Crescent procurando aliviar el frío húmedo de la mañana, según me habían dicho propia del invierno londinense. Las gotitas de lluvia que caían, como si estuviesen alentadas por una persistente y cansina vocación, apagaban el ruido de las pisadas de los viandantes. Grupos de ejecutivos en traje transitaban con celeridad, jóvenes dependientes se debatían en alocadas conversaciones; pero también desfilaban tipos diversos, tan diversos como esa mezcla interracial que se advierte por toda la ciudad de Londres. Todos, desafiando una lluvia que a mí me incomodaba, se cruzaban ante mi mirada guarecida en uno de esos escaparates bajo un toldo abombado de color ‘verdeharrods’, como si quisiera disimularla distrayéndola en los objetos exhibidos con cuidadosa presentación. Al rato llegaron tres tipos trajeados para fumar cerca de mí un cigarrillo. Y entonces volví de nuevo a mi paseo calle arriba y calle abajo.

Ante la demora en la salida de mis acompañantes me movía de un sitio a otro como si pretendiera despistar a un anónimo observador. En un comercio de enfrente una dependienta se afanaba en arreglar el escaparate. A unos metros un tipo negro se apostaba en una de las jambas de entrada a un portal. Cerca de la parada de taxi alguien paseaba de un lado a otro de la calle mientras lanzaba miradas hacia donde me encontraba. Imaginaba un cruce ‘espiatorio’ de miradas recelosas. Estaba en la City londinense, y allí se dice que hay una alta densidad de espionaje de todo tipo ante los muchos intereses económicos que se juegan en sus resultones y majestuosos edificios. La parada de taxi renovaba una y otra vez la flota de coches allí apostados; por cierto, ya no son todos negros sino de múltiples colores (no lo sabía hasta que los vi). Más allá, al otro lado de la calle, un edificio me llamó la atención por su arquitectura. Por eso lo fotografié. Lo podéis ver más arriba.

No tenía ni idea de que en ese edificio de estética tan inglesa, que mezcla el tono rojizo de ladrillo con la decoración blanca de la carpintería de sus balcones y ventanas, coronado con cúpulas y pináculos de teja gris, se encontrara la embajada de Ecuador. Ahora lo he sabido, a raíz en este boom informativo que se ha generado con el asunto de Julian Assange y su petición de asilo diplomático. A través de los papeles de Wikileaks nos enteramos hace algo más de un año de las miserias de la política y la mezquindad con que se actúa en ella; y también de las acciones tan deshonestas que llevan a cabo los Estados para salvaguardar lo que llaman seguridad de la nación. Pero, asimismo, estos de Wikileaks quizá sobrepasaron los límites de la privacidad con la publicación de datos personales y confidenciales de políticos y de personas. No sabría qué decir ahora respecto a poner límites a la publicación de cualquier información en la red o si, por el contrario, debe haber libertad para publicar cualquier cosa. Lo cierto es que en estos días, al hilo de la persecución judicial de Assange y su refugio en la embajada ecuatoriana, se ha abierto un incidente diplomático entre el Gobierno de Ecuador y el Gobierno británico. Llevará tiempo deshacer la maraña diplomática que se está formando en este asunto. Por el momento, el único tiempo que recuerdo de aquella mañana frente a aquel edificio es el de la bruma fría y húmeda de Londres que calaba sin piedad mis huesos y enfriaba mis pies.

miércoles, 15 de agosto de 2012

VERANO

Este verano está siendo diferente. Es como si se agolparan sensaciones que no había vivido desde hace muchos años, que quedaron tan atrás como van quedando los años. Acaso tenga que ver que he vuelto a hacer esos trabajos de mantenimiento de la casa que suelen ser sinónimo de buen tiempo: pintar unas barandas, encalar una pared… Aquellos trabajos de una niñez irrecuperable, aunque soñada, cuando las vecinas de la calle encalaban las fachadas de sus casas para que resplandecieran para la feria de la localidad que estaba próxima. Siento que se me están colando dulces emociones, sensaciones recobradas, ‘mojitos’ inesperados.

También me he dado una vuelta por ese ‘Escrito para un instante’ de Antonio Muñoz Molina, y en una de las últimas entradas incluye un artículo que había escrito para el periódico alemán Der Spiegel, “Demasiada distancia” se titula, en el que pergeña con tino la imagen de nuestro país explicada a los lectores alemanes. No he podido reprimir mi deseo de incluir un comentario a pie de esa entrada, y le he referido que me parece muy equilibrada la imagen de España que traslada a unos lectores que probablemente tengan una visión algo distorsionada de nosotros, los españoles, esa que cunde últimamente como un país tan ‘derrochón’ como dedicado a la diversión, y que ahora está al borde del rescate económico, si no lo está ya de facto, y que ha podido despertar el malhumor de ellos porque encima se sienten como los que nos están pagando la fiesta. Pero les dice el escritor ubetense que España es mucho más y mejor que todo eso. Escribía yo en ese comentario que a veces tenemos la tentación de caer en catastrofismos sonoros y gratuitos para explicar los fenómenos de nuestro tiempo, como si pensáramos que los remedios a nuestros males pasan por hacer tabla rasa de todo lo presente. Sin reparar que el pasado nos suele poner sólidos cimientos para construir nuestros anhelos, que tan sólo tenemos que encontrarlos, pues nefasto aliado es el asidero de la obsesión por la obsolescencia de la que hay sobrados ejemplos en la vida social y política de nuestro país.

La imperfección de las cosas y de nuestro mundo debe ser asumida como parte del deseo por mejorarlos. Entiendo acertada esa visión reflexiva de esta España nuestra que expone el autor de El jinete polaco en el artículo ‘Demasiada distancia’, una España que se debate todavía después de más de treinta años de democracia tratando de encontrar sus señas de identidad. Nuestra reciente historia democrática no nos ha dejado mucho tiempo para reflexionar sobre qué clase de país queremos ser, o acaso es que no hayamos sabido hacerlo. Tampoco a las generaciones jóvenes les estamos dando las pautas para ello, algo de lo que lamentablemente adolece en parte nuestro sistema educativo. Hacer pensar a los jóvenes en la escuela está resultando tan complicado como hacerlo con sus mayores en la esfera de la sociedad. Y a veces me pregunto si es que no hemos tenido una pausa en España para esa reflexión porque quizá los acontecimientos de nuestra historia reciente nos hayan desbordado. Si la respuesta fuese afirmativa, entonces pensaría que no hemos sido capaces de reflexionar a la par que se sucedían los hechos de nuestra vida, lo cual dice poco de nosotros como pueblo. Ahora que yo ando inmerso en pensamientos de este tipo, el artículo de Muñoz Molina ha venido a ensancharme los horizontes de la reflexión.

Cuando digo que este verano está siendo diferente es que lo está siendo, como si descubriera que no he perdido las ilusiones. Y me reconforta estar leyendo El ruido y la furia, y quisiera escribir como lo hace William Faulkner, y aunque probablemente no lo lograré nunca permitidme que me quede con el goce de esta ilusión.

lunes, 6 de agosto de 2012

DOCUMENTAR UNA NOVELA

Escribir una novela es un ejercicio de construcción y de constancia. De construcción de un mundo en el que el lector debe moverse con naturalidad, sin que se sienta incómodo ni tenga la sensación de que aquello es un decorado de cartón piedra. De constancia, porque requiere un proceso continuo de reflexión, conocimiento y trabajo. Para recrear ese mundo es necesario que el escritor lo conozca, y a ser posible que lo haya experimentado. Si no es así, porque se trate de un mundo imaginario o de otro tiempo histórico, tendrá que encontrar las claves de una sociedad, de un espacio y de un tiempo que nadie ha visto para reproducirlos con apacible sencillez y lejos de incómodas estridencias.

En días pasados he estado en Vitoria y otras localidades próximas con el objeto de documentarme para ambientar mi próxima novela. Vitoria es la tierra de Ignacio Aldecoa, un autor que llevó la idea de obtener información para escribir una novela a algún que otro extremo, en un ambicioso ejercicio por aproximar la historia narrada a la realidad vivida. Autor de la generación de los cincuenta, recorrió en compañía de Jesús Fernández Santos distintos pueblos de España como conocimiento previo para ambientar su novela El fulgor y la sangre (1954), la historia de cinco esposas de guardias civiles que viven entre lo trágico y lo grotesco la angustiosa llegada del cadáver de uno de ellos cuya identidad desconocen. Era habitual que Aldecoa se sumergiera en realidades ajenas como inspiración para su obra. Se dice que siguió al pie de la letra el consejo de Antoine Saint-Exupéry de que para ver, conviene participar. Y esta máxima la llevará a sus últimas consecuencias cuando se embarque, en el verano de 1955, como marinero en los barcos Puente Viesgo y Puente Nansa para experimentar durante varios meses las vivencias de una tripulación pesquera que faena en los caladeros del Atlántico Norte antes de escribir Gran Sol, la novela donde aborda la intensa y dura vida de esos marineros.

Inmerso como me encuentro en esta aventura de documentarme para mi novela no quisiera que me ocurriera como a Camilo José Cela en Venezuela. Cela estuvo en ese país en 1953 invitado por el dictador Marcos Pérez Jiménez. Este contrató al autor de La Colmena y La familia de Pascual Duarte para que escribiera varias novelas sobre el país que gobernaba. Cela estuvo recorriendo Venezuela durante seis meses, documentándose, hablando con indígenas y criollos, tomando notas e inspirándose en personajes. El resultado de aquella aventura literaria fue La Catira (1955), una novela de escasa entidad que narra las aventuras de la catira, la rubia Pipía Sánchez, muy tópica en el tratamiento de los temas que no contentó a nadie, ni siquiera a su valedor el dictador Pérez Jiménez, y que habida cuenta del resultado se abortó la posibilidad de escribir el resto de novelas.

En el panorama literario actual uno de los ejemplos de documentación nos lo está ofreciendo Arturo Pérez Reverte, quien a través de un blog (novelaenconstruccion.com) está compartiendo con los lectores muchos de los pasos dados en la construcción de su próxima novela, El tango de la Guardia Vieja, así como de los elementos que necesariamente le sirven de base documental para su escritura. El tema, según el autor de El maestro de esgrima y La Reina del Sur, es una historia de amor: un hombre y una mujer se encuentran en tres momentos de su vida, “salvo que se me cruce algo que lo complique más”, nos dice. Para recrear la historia acude a varios escenarios: Buenos Aires en 1928, Niza en 1937 y Sorrento en 1966, que coinciden con los tres encuentros de la pareja. Tango, espionaje, delincuencia, ajedrez, hoteles de lujo y lugares sórdidos, un viejo canalla y la mujer que pudo cambiar su vida, o que en cierto modo la cambió, es el cóctel que baraja el autor para la historia. En cada paso de construcción de la obra Pérez Reverte va señalando al lector de su blog aquella información que necesita para ambientar cada época.

Yo ya conocía los escenarios de mi historia, pero ahora he querido reconocerlos bajo el otro prisma y con otra intención: la de una historia que ya tiene sus trazos más gruesos en mi mente y que están reflejados en un puñado de páginas. No obstante, es obvio que me queda mucho trabajo por hacer.

jueves, 2 de agosto de 2012

EN VITORIA, ABIERTO POR OBRAS

Todas las ciudades tienen algo que decir. Lo dicen los siglos que tienen de edad, las culturas que las han habitado, así como la imagen que sus habitantes construyen sobre ellas. Es como si tuvieran su propia alma, la que la diferencia de las demás, esa impresión, a veces mera intuición, que nos causa cuando tomamos contacto con ellas. Vitoria-Gasteiz es una ciudad joven, esta es la impresión que a mí me ha causado. Y es joven porque se ha remozado para mostrarse en consonancia con los tiempos que corren, los de un medio ambiente integrado y sostenible. No en vano ostenta el título de ‘European Green Capital 2012’, avalado por su cuidado urbanismo, dotado de gran amplitud en sus vías y los numerosos espacios verdes que se diseminan por toda la ciudad, tanto la de la expansión del siglo XX como la más reciente del siglo XXI. Vitoria quiere mostrarse así, sin que su pasado suponga un lastre, al contrario, su pasado es parte de su juventud porque lo incorpora, estoy convencido, con la anuencia de sus piedras. Y la mejor muestra de ello la tenemos en la catedral de Santa María del siglo XIV, la ‘catedral vieja’, que está en proceso de restauración y, al contrario de lo que es habitual, es decir, que esté cerrada por obras, dicha restauración se ha convertido en un ejercicio de pedagogía social para acercar los trabajos de remodelación al público visitante, al tiempo que supone un inteligente reclamo para el turista. Así es, la ‘catedral vieja’ ofrece visitas a las obras que en ella se ejecutan a través de una original iniciativa: ‘Abierto por obras’.

Las catedrales son lugares que siempre han inspirado a los escritores. La atmósfera que en ellas se respira, y la multitud de espacios y formas que se originan en el modelado y suntuosidad de sus piedras aviva ese misterio capaz de sugestionar la inspiración literaria. Blasco Ibáñez se deleitó con la de Toledo en múltiples reflexiones en su novela La catedral (1903). Y la ‘catedral vieja’ de Vitoria se ha vinculado a la literatura más reciente como motivo de inspiración de la obra Un mundo sin fin (2007), la segunda parte de Los pilares de la tierra (1989) de Ken Follett. Este hecho ha ligado al escritor galés a la ciudad de Vitoria en una de esas comuniones bien avenidas.

“Las restauraciones de catedrales en Europa deberían seguir el ejemplo de Vitoria-Gasteiz. En ningún lugar del mundo se puede ver algo así”, reza la inscripción de la placa que recoge las palabras de Follett, y que se sitúa junto a la estatua levantada al escritor en la plazuela que da acceso a la catedral en reconocimiento a la difusión que ha realizado del templo vitoriano a través de su novela. La única duda que me ha asaltado en esta visita es el deterioro tan extremo que se observa en algunas de las partes de la ‘catedral vieja’. El aspecto de la piedra es deplorable, como si fuera la consecuencia de una dejadez de décadas, acaso por centrar todo el interés en la construcción de la catedral neogótica iniciada en los primeros años del siglo XX, o de la presencia inexorable de eso que llaman los arquitectos como el ‘mal de la piedra’. Afortunadamente, ya se le está poniendo remedio y con muy buen criterio.