Brasil es una potencia emergente. Su economía ha crecido en los últimos diez años hasta convertirla en la séptima potencia mundial. Crecer económicamente, aumentar el PIB o cualquier otro índice macroeconómico, no es siempre (por no decir casi nunca) sinónimo de justa distribución de la riqueza. Y en Brasil las desigualdades siguen estando muy acentuadas, a pesar del empeño (y los logros) que puso Lula da Silva por acabar con la pobreza extrema en este país.
De Brasil nos llegan muchas imágenes que son como clichés: el fútbol, el carnaval de Río, las favelas, su riqueza natural, su música, las chicas, la diversión playera… Pero hasta ahora no nos había llegado una reacción social de protesta colectiva como la que estamos viendo estos días. Ha venido a coincidir con la celebración de la Copa de Confederaciones de fútbol. En Brasil el fútbol es como una religión. La población lo vive con pasión. Y ahora que tienen este acontecimiento mundial cabría pensar que su población estaría pensando sólo en su selección y en los partidos del torneo. Es cierto que el fútbol adormece a los pueblos, pero esta vez el estallido social ha demostrado, en un país con ese fervor por este deporte, que existe una conciencia social indómita.
Organizar un evento deportivo, y a Brasil se le acumulan (Copa de las Confederaciones, Mundial y Olimpiadas), requiere inversiones monstruosas en equipamientos deportivos y también en infraestructuras (carreteras, autovías ferrocarril…). Estas últimas quedarán para el servicio de todo el país, pero las deportivas sólo para el disfrute de los que asistan a acontecimientos deportivos. ¿Se trata quizá de un lujo excesivo en los tiempos que corren? Los que se manifiestan así lo creen.
En Brasil la gente se ha tirado a la calle, claman contra la corrupción y reclaman hospitales y escuelas. La crisis económica está despertando muchas conciencias que durante décadas el espejismo consumista fue adormeciendo, muchas veces con la anuencia de los poderes públicos. En estas protestas, como ya ocurriera en España con el 15-M, se está desvelando también una fuerte aversión hacia la política y los que la representan. El descrédito político es un elemento consustancial a casi todos los movimientos que se han generado en los últimos dos años por el mundo.
Quizá la crisis, aparte de tantas penurias e injusticias como causa, haya traído también una revitalización de la conciencia social y ciudadana. Y que esta indignación que vemos en Brasil, que hace unos días estaba presente en Turquía y hace más tiempo en España, abra una época nueva en la toma de conciencia de una ciudadanía que ahora sea más difícil manipular a través del engaño consumista o la organización de un campeonato de fútbol.
¿Estaremos asistiendo acaso a un cambio de tendencia en la conciencia social de los ciudadanos que marcará una nueva época después del paréntesis posmodernista?
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