Mi última visita al Museo del Prado estuvo impulsada por la búsqueda de respuestas. No sabía bien a qué, pero necesitaba respuestas. La mañana estaba soleada. Se agradecía después de ese tiempo tan fresco dispuesto a no abandonarnos. En Madrid me ocurre lo mismo que en Granada: un recorrido por determinadas calles me alienta el espíritu. Es como si me susurraran al oído. Pero esta vez las respuestas a las incertidumbres que nos asaltan, en esta sociedad desvalida que ha visto estallar muchos de sus referentes morales, éticos o sociales por los aires, es difícil encontrarlas en los pasos acumulados, atropellados, asentados en los adoquines o el acerado de las calles.
La política me está provocando cada vez más repulsión. Hace años la concebía como un instrumento para cambiar lo que todos deseamos que cambie a nuestro alrededor: todo eso que resulta cochambroso y obsceno. Si no estás en política difícilmente podrás cambiar las cosas, pensaba entonces. Fuera de ella, si no estás organizado en un grupo que adquiera relevancia y fuerza podrás cambiarte a ti mismo, tus actitudes, tu relación con los demás, pero será imposible que cambies ese monstruo informe, egocéntrico, que se mantiene inalterable, aunque cambie de color, y que sólo busca perpetuarse.
¿Y por qué al Museo del Prado? Porque allí está parte de esa historia de la humanidad que se refleja en los rostros inmortalizados por los pintores. Rostros de mendigos disfrazados de santidades eremitas, reyes y príncipes que exhiben una ufanidad desmedida, rostros colectivos que muestran costumbres relajadas, lienzos plagados de universos humanos queriendo expresar todo lo que es el hombre, y hasta rostros que no ocultan los miedos que dominan la burda naturaleza de los hombres. Allí se perciben miles de miradas de otro tiempo, las que se dibujaron y las que no quedaron inmortalizadas, pero que si nos fijamos también están ahí. El Prado está plagado de miradas que nos escrutan a nosotros y a nuestro tiempo, como si pretendieran un ‘quid pro quo’ a la incesante disección que nosotros hacemos sobre ellas y sus poseedores. Es como si dijeran: “Nosotros estamos aquí, nos miráis, pero también nosotros nos estamos fijando en vuestra mirada, y no nos gusta lo que vemos”. Seguro que lo que ven también refleja la tristeza, la alegría, el desasosiego, la injusticia social, la miseria, el miedo…, lo que no hace tan distinta nuestra existencia a la ellos. Y además nos dicen: “No sois diferentes porque viváis en un mundo que se ha colmado de comodidades y tecnología. Vosotros estáis poseídos como nosotros de ese alma humana que nos hace iguales y atormentados”.
Entre tanta mirada fue la del gigante filisteo decapitado, en el David vencedor de Goliat de Caravaggio, la primera que me atrajo porque todavía miraba con violencia. Después me fijé en la de Judit en el banquete de Holofernes de Rembrandt, y me extrañó esa serenidad apacible, distraída, como si su mirada estuviera puesta en otro lugar al ofrecimiento de la joven que le aproxima la bebida en la caracola de un nautilus. Y luego vinieron todas las miradas que compuso el pincel de Goya, incluso la suya propia (potente y huidiza) en contraste con la vulnerabilidad y fragilidad que se advierte en el rostro del pintor.
Hasta que me topé con la mirada de la Venerable madre Jerónima de la Fuente de Velázquez. Y pensé: “Esa mirada era la que estaba buscando”. Nada tiene que ver, salvo que es una mirada humana, con las que Goya refleja en La familia de Carlos IV (miradas pusilánimes, cobardes, interesadas) o en El aquelarre (sacadas del tormento de la mente humana). Esta monja franciscana, con fama de santidad antes de iniciar su viaje misional sin retorno a Filipinas, se pone bajo la pincelada de Velázquez para que nadie olvide la firmeza y la dureza de su mirada inquisitorial, que penetra punzante en el espectador, acompañada de la intransigencia que se aprecia en su boca apretada, como si pretendiera decirnos que toda la razón está en ella y que está segura de lo que predica. Y, para ello, sostiene la cruz con la mano derecha, agarrándola con codicia. Es la mirada que no se relaja, inquisitorial, acusadora, tan corriente en los tiempos que vivimos.
1 comentario:
Como reflejo de la sociedad actual, en el Museo buscaría la "mirada de la Decepción".
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