La crisis ha golpeado inmisericorde a nuestra democracia a través de las fuerzas ungidas por un poder que se erige omnímodo entre nosotros: la fuerza ‘invisible’ del capital que sumerge todo, hasta nuestras vidas, en un juego con reglas que nosotros no controlamos.
La democracia sobrevive. Lacerada tantas veces, los ciudadanos la echamos de menos. No sé por qué, pero tengo la sensación de que nuestra democracia no ha evolucionado en los treinta y cinco años que llevamos conociéndola. Incluso, hasta me parece que ha perdido fortaleza.
Cuando empezamos a dejar atrás el franquismo (aunque ahora dudo de ello) la recién estrenada democracia se construyó sobre la base de la representatividad. Ello se tradujo en que era ejercida y manejada por los partidos políticos. Quizá en ese momento fuese necesario ese modo de hacer democracia, pero hoy se me antoja con escasa cabida para una democracia que se tiene que consolidar todavía en los tiempos que corren, en una sociedad muy distinta a aquella de finales de los setenta. Hace unos días, la secretaria de Estado de Educación decía, al respecto de la aprobación en el Senado de la LOMCE, que había sido aprobada “por un apoyo muy mayoritario”, cuando tuvo en contra al resto de partidos de la Cámara y tiene en contra a casi todos los sectores de la sociedad española. Es sin duda un uso tergiversado del concepto de democracia, aunque sea legítimo, y una apropiación fatua de la representatividad en un tema tan importante como es una ley de educación.
La crisis también ha cuestionado a los partidos políticos como modelos de organización, pero parecen no haberse dado por enterados. El 15-M, y otros muchos movimientos sociales que se derivaron de él o caminaron junto a él, provocaron la eclosión de una llamada de atención potente y manifiesta en pro de la necesidad de un cambio en ellos. Pero eso no ha llegado, y no sé si lo hará en mucho tiempo, ahora que a esa contestación social le cuesta trabajo mantenerse en el candelero o, cuando no, ha sido fagocitada por el modelo de democracia que se nos ha quedado algo raquítico, pero por el momento inamovible.
Si los partidos políticos aumentaran su grado de democracia interna, no cabe duda que la salud democrática de nuestro país mejoraría. Pero, ¿les interesa que ocurra a los que los controlan? Me temo que ni siquiera los que podrían hacerlo, los partidos de izquierdas, se les ve con la sana intención de hacerlo. Los partidos políticos deberían haber sido los primeros en darle un impulso a la democracia después de todo lo que hemos visto que ha pasado en los últimos diez años con la ‘precrisis’, con la crisis y con lo que nos quedará de ella. Pero ellos son presa de una esclerosis que los hace organismos rígidos y afectados por una especie de sociofobia. Herederos de viejos vicios, no han sido capaces de prestigiar la política para hacer a la sociedad más democrática. Ahora más que nunca se reproducen esos añejos vicios con personas que se encumbran sin procesos democráticos que los avalen, sin militantes que los refrenden y, lo peor, sin haberse labrado previamente un destino en la vida y haberla vivido como cualquier ciudadano o ciudadana.
¿Déficit democrático en los partidos políticos?, sí, en ellos, en los primeros que deberían haber cultivado los valores y el espíritu democrático en su seno. Y lamento que esto ocurra, porque la ciudadanía espera otra cosa. Y lamento que ocurra en los partidos de derechas y en los de izquierdas, en España, en Venezuela o en la China.
La representatividad tuvo su tiempo, ahora cuanta más democracia directa haya más y mejor, acabaremos con el déficit democrático, y la sociedad lo agradecerá.
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