Cuando en 2010 se debatió en España la posibilidad de alcanzar un pacto educativo, Ángel Gabilondo, entonces ministro de Educación, dijo: “El pacto educativo no es el de la ideología de nadie”. Ha sido la única vez en la historia de nuestra reciente democracia que se ha intentado alcanzar un pacto por la educación. Algo que debería preocuparnos a todos, empezando por esos poderes que tienen a su alcance más que nadie poder conseguirlo.
La LOMCE es ya una realidad, comienza a implementarse en el presente curso escolar. Se le ha criticado por su talante ideologizado, aunque si hiciéramos un ejercicio de sinceridad colectiva, tendríamos que preguntarnos qué ley educativa de las publicadas en democracia no ha estado sustentada en la ideología. ¿Acaso no es todo ideología?
La carga ideológica de una ley se aminora con el consenso. Pero si quisiéramos relativizar al máximo dicha carga ideológica no nos quedaría otra opción que llegar a un pacto, donde la ideología de una ley no sería la ideología de nadie y sí la de todos. Esto es lo que necesita nuestro sistema educativo: un pacto con vocación de estabilidad, más allá del indecente juego de cambios legislativos que hemos vivido en cada cambio de gobierno.
Una de las diferencias entre las leyes promulgadas hasta el momento y la Ley Wert ha sido el consenso. La promovida por este desafortunado ministro no ha concitado consenso alguno, quizá porque su único interés era convertirla en valedora de los postulados e intereses de sectores muy definidos: empresariales, ultraconservadores, religiosos… El problema de la LOMCE, a mi juicio, no es tanto que esté ideologizada, sino que no será el instrumento adecuado para la mejora de la educación en España por su desconexión con la realidad social, la de la escuela y la del propio sistema educativo.
Alcanzar un pacto educativo quizá resulte una empresa difícil, tal vez imposible, por los antecedentes que conocemos y la escasa predisposición que se aprecia en los que manejan el poder. El Gobierno del Partido Popular ya ha hablado: aplicará la LOMCE contra viento y marea. Todos los partidos políticos que votaron en contra de esta ley dijeron al unísono que si conseguían mayoría absoluta en próximas elecciones la derogarían; ninguno dijo, aprovechando ese consenso, que se apostaría por un pacto educativo. Los movimientos sociales y sindicales tampoco incluyeron en sus proclamas nada a favor de este pacto. Ésta es la realidad: demasiados intereses particulares. Si miráramos al futuro del futuro, ¿qué pasaría después de que supuestamente se destruyera la obra educativa del PP? Muy sencillo: éste diría que cuando volviera a gobernar daría marcha atrás en lo que los otros hubiesen hecho. Pues bien, ésta ha sido la tónica en materia educativa durante más de treinta años de democracia. ¿Cabe mayor sinrazón?
Me atrevería a decir que la educación ha sido la gran olvidada en la construcción democrática de nuestro país. Puede que esta afirmación resulte un atrevimiento infundado, después de las muchas leyes orgánicas que se han dictado para articular el sistema educativo y los logros alcanzados, que no vamos a desmerecer. Pero, si hace treinta y tantos años se hubiese llegado a un pacto educativo, dentro o fuera de los Pactos de la Moncloa (1977), ahora no estaríamos en esta situación tan infame con la educación como campo de batalla política. Dejada a su suerte, la educación quedó huérfana de protección y atrajo los deseos (espurios, en algún caso) de muchos. Unos vieron un espacio ideal para la manipulación y el adoctrinamiento (político, ideológico o religioso); otros, un terreno fácil donde servirse para conseguir influencia y cuota de poder; y algunos, una plataforma para hacer negocio. Pocos vieron que la educación sólo debía servir para hacer mejor a una sociedad democrática.
La educación se ha convertido en un arma más política que de consenso. Y la educación necesita tranquilidad, tiempo, mesura, dejarla hacer, que se sienta respetada y valorada, y nada de esto ha sido proporcionado desde la política. Por ello, la necesidad de un pacto educativo es ahora (siempre lo fue) más urgente que nunca. Un pacto que busque un modelo educativo que vele de verdad por la educación: formando a mejores ciudadanos, proporcionándoles un nivel óptimo de preparación, exigente y comprometido, acorde a sus capacidades, reforzando la ciudadanía democrática, con un profesorado formado y valorado, y no tendiendo a alimentar intereses ideológicos y económicos de grupo.
Si queremos que nuestro sistema sea eficaz nos tenemos que quitar la máscara de una vez por todas, erradicar cualquier fariseísmo y estructurar un sistema que funcione al margen de las disputas políticas y encaminado a prestar el servicio a que está llamada la educación. Estas palabras pueden sonar a cándidos deseos, pero son las que corresponde decir en este momento. Las demás, proferidas desde las trincheras y abducidas por la confrontación, tergiversan realidades y retuercen argumentos, a veces hasta lo inverosímil, sólo para defensa de los intereses propios. Y, entre tanto, cundiendo el desánimo en la escuela y entre el profesorado.
Alcanzar un pacto educativo en nuestro país tal vez sea una empresa imposible. Quizá todo quede en un deseo más que en una conquista democrática. Acaso sean insalvables las diferencias políticas, la controversia en torno a los modelos educativos... y muchas cosas más, habida cuenta de la realidad que nos rodea: búsqueda de la polémica y el enfrentamiento, mientras eludimos el compromiso de ceder parte de nuestros postulados a favor del bien general de la educación. Pero lo que no se me negará es que un pacto es la mejor manera de salvar la educación y de preservarla de las ‘alegrías’ del gobierno de turno.
*Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 14/9/2014