jueves, 26 de noviembre de 2015

UN PAÍS DE PANTOMIMA*

Pensar en España quizás haya sido uno de los ejercicios colectivos de introspección intelectual y política más frecuente en los dos últimos siglos. Pensaron en ella ilustres autores españoles (Azorín, Machado o Marías) y notables hispanistas (Carr, Brenan o Preston). El problema catalán ha venido de nuevo a suscitarlo, tal vez porque la Constitución de 1978 no supo encontrar la solución, o acaso porque los años transcurridos han cambiado tanto el panorama español que ya no nos vale lo que en ella se contiene. Y como si no quisiéramos ser menos, volvemos aquí a reflexionar sobre España, pero la de hoy.

Los años que llevamos de siglo han venido a descubrir la clase de país que realmente somos: un país de pantomima. Quizás esta percepción quedó oculta durante los años anteriores porque necesitábamos reconstruir un país que venía de la dictadura, pero ahora se han descosido tantas costuras, han quedado a la vista tantos lunares, que ya no hay manto que los disimule. Los valores y los principios han quedado maltrechos, nuestra pusilanimidad ha prescindido de lo sustantivo, y hemos caminado hacia lo que Aranguren denominaba desmoralización colectiva. En esta época apocalíptica en que vivimos (como si acaso fuera la única de la historia) se habla del fin de muchas cosas. Hoy parece que imperara la ideología de la no-ideología, como si a decir de Daniel Bell las ideologías hubieran muerto, o asistiéramos al fin de la historia que preconizaba Fukuyama. Mas esto no es cierto: la historia continua y las ideologías existen, y una por encima de todas: la liberal, que se impuso hace más de dos siglos, y reinventada en formato neoliberal ha triunfado en esta crisis, y en España también.

Venidos ahora a este momento histórico nos encontramos con un país, España, que no ha sabido superar lastres del pasado (el franquismo, por ejemplo), que ha forjado una democracia de escaso fuste, con carencias participativas y partidos políticos como auténticos bunkers alejados de la calle, con poderes que se entrometen en otros poderes, con un poder judicial dependiente del poder político y con un poder político al servicio de élites económicas que no consienten que se evolucione al margen de sus intereses. Se han utilizado los impuestos para saciar a los que más tenían, obligando a pagar a los de siempre. Vivimos en un país que no es tan desarrollado como creíamos, que su nivel de vida es menor de lo que presumíamos, que tiene graves problemas sociales, económicos y éticos, y que ya no es la envidia del mundo como nosotros mismos nos queríamos hacer ver.

Los poderes nos han hecho creer que la corrupción se estaba combatiendo desde el Estado y las instituciones, mostrándonos encarcelaciones propagandísticas, como si fueron las únicas que había que hacer, y se ha demostrado que no todos somos iguales ante la ley. Cuántos políticos deberían estar en la cárcel y aún no lo están, y acaso no lo estarán nunca. Aquí nos despistan con un Bárcenas o un Granados o un Guerrero o un Correa como cabezas de turco. En Islandia cuando estalló la crisis medio gobierno fue a la cárcel, aquí ni políticos ni banqueros van después de haber arruinado bancos y cajas de ahorros, haberse llevado el dinero a manos juntas o haber causado tanto daño a miles de personas arruinadas o engañadas. Tenemos compañías eléctricas o de telefonía que engañan a la gente con el silencio cómplice del Gobierno. Nos han mermado los derechos laborales y sociales con la anuencia cómplice de los sindicatos. El asunto catalán les ha venido bien tanto al gobierno central como a la Generalidad. Hace treinta años unos magistrados de Barcelona pidieron procesar y embargar las cuentas de Jordi Pujol por el caso Banca Catalana, y hace más de diez Maragall denunció en sede parlamentaria el cobro del tres por ciento en comisiones. Nunca se hizo nada para remediarlo y hoy, sin embargo, tenemos el caso Pujol en la palestra porque le ha interesado al Gobierno sacarlo a la luz pública. He aquí las mimbres, si todavía Berlanga estuviera entre nosotros, para rodar una cuarta entrega a la trilogía sobre la familia del marqués de Leguineche de La escopeta nacional.

La crisis podría haber recompuesto este país, pero este país va seguir siendo el mismo después de la crisis. La corrupción nos ha abrumado, pero la lucha contra ella no ha venido a traernos un nuevo tiempo. Cuando debiera haberse armado un buen sistema educativo, nos perdimos en lo superfluo; cuando debimos haber fortalecido la economía, nos engolfamos en la avaricia y el despilfarro; cuando se necesitó buscar un cauce de convivencia nacional, nos perdimos en “el España se rompe”; cuando debimos darle a esta sociedad un sostén ético y moral, justificamos las corruptelas y actuaciones bochornosas de nuestros correligionarios. Tenemos un gobierno y unos partidos a los que ha salpicado mucha inmundicia y nadie ha pestañeado, ni se ha movido de su puesto. Todavía vemos dirigentes políticos que habiendo nombrado a corruptos, o habiéndoles estallado la corrupción en sus gobiernos, tienen una presencia destacada en los partidos, se presentan a elecciones y ocupan puestos públicos, como si dijeran “nada de ello va conmigo”.

Tantos años de democracia, para luego permitir tanto desde la política. Al final uno piensa que la ciudadanía hemos sido cómplice de la pantomima en que se ha convertido este país. Ya no sabe uno si habremos caído en la desmoralización colectiva, pero al respecto de la moralidad, ésta rige poco. Más nos valiera recordar lo que expresaba Ortega y Gasset sobre la moral, al decir que no es un apéndice del ser humano sino la esencia de la persona en la construcción de su existencia. No quisiera pensar en lo que seríamos si nos quedásemos sin respuestas, desparecieran las razones y se disiparan los sentimientos.

* Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 25/11/2015.

1 comentario:

juan dijo...

Antonio, acertado análisis de lo que hoy es y representa España. Saludos