Después
de una larga jornada de trabajo vuelvo a casa. Aunque el invierno esté siendo
benigno, siento frío, quizás sea que mi cuerpo se ha resentido en las frías mañanas,
tan traicioneras si no las afrontas con ropa abrigada. No conviene descuidarse
a ciertos años, puede traernos malas experiencias, a veces con resfriados de esos
que te atrapan y no hay manera que te abandonen.
Es
una tarde ya avanzada, incluso ha caído la oscuridad de la noche. Al pasar por
un edificio de oficinas veo en el amplio escalón de una puerta acristalada, inutilizada,
a decir del aspecto abandonado que se advierte en ella, un montón de cartones,
entre los cuales se deja ver el extremo de unos trapos. Es a todas luces el
lugar donde pasa la noche alguna persona que ahora debe estar en algún punto de
esta zona tratando de conseguir algo para cenar, o quizás haya ido a un comedor
social a tomar una de esas cenas que suelen ofrecer: sopa muy calentita, un filete
empanado y una manzana de postre.
Es
posible que me haya cruzado con él o con ella, quien sabe, pero también es probable
que me haya ocurrido como en la película Invisibles,
protagonizada por Richard Gere y estrenada en España hace un par de meses,
donde un hombre sin hogar lucha por sobrevivir en las calles de Nueva York, y que
lo haya visto y no haya reparado en él. Eso fue lo que le ocurrió al propio
Gere, que anduvo por las calles de Nueva York ataviado con las andrajosas prendas
de la película sin ser reconocido ni advertido por nadie, a pesar de su rostro
tan conocido.
Me
acordé de mi Jerónimo Cienfuegos, que cabalga junto a Álvaro Arroyo en La noche que no tenía final. Ahí están los
sin techo, entre nosotros, durmiendo en los habitáculos de los cajeros
bancarios o en cualquier oquedad que ofrezcan los edificios de una ciudad. Solo
precisan unos cartones, algunas mantas viejas o un trozo de plástico. Sus vidas
son las que desconocemos, y es más que probable que estén llenas de historias inimaginables.
No hay comentarios:
Publicar un comentario